Heberto Gamero: Wolfgang Amadeus Mozart

Wolfgang Amadeus Mozart

Heberto Gamero

—Por favor, Anna, dile al niño que no moleste —le dijo Leopold a su mujer cuando le daba clases a María Anna, hermana mayor de Wolfgang Amadeus. El niño aún no había cumplido los cuatro años y ya parecía interesarse en la música: mientras su hermana se sometía a interminables sesiones de clases impartidas por su estricto padre, el pequeño de ojos vivaces escuchaba atento y movía su cabecita con gracia, como si dentro de ella se formaran carruseles de colores y los caballitos de madera no fueran tales sino notas musicales que subían y bajaban formando una alegre melodía que le hacía respirar profundo y sonreír con los ojos cerrados. A veces, cuando su hermana se iba a descansar y Leopold a su trabajo, él se subía en el pequeño cajón de los muñecos para alcanzar el banco frente al piano y poder sentarse a tocar algunas teclas con sus manitas estiradas, tan altas frente a él que tenía que estirar también su cuello para ver dónde las ponía. María Anna lo escuchaba desde su habitación y con incrédula sorpresa notaba que aquello tenía sentido, que había armonía en aquellas notas con las que el niño inocentemente jugaba. Después de una hora el pequeño Wolfelr se ponía a llorar cuando su hermana, cuatro años mayor que él, lo bajaba del banco y tenía que conformarse con escucharla sentado en el cajón de muñecos cuyos muñecos poco le interesaban. La madre, a pesar de estas primeras muestras de talento que daba su único varón, tenía poca fe en que sobreviviera. El hecho de haber perdido a cinco hijos y de no haber podido amamantar a este, a lo que atribuía su escasa estatura y su preocupante delgadez, le hacía pensar que como los demás la abandonaría pronto y no valía la pena entonces crearse nuevas esperanzas si una vez más el sufrimiento de otro hijo muerto desgarraría su corazón. Sin embargo ahí estaban. Las esperanzas. Muy dentro de ella, rogando que estos dos, todo lo que tenía en el mundo, sobrevivieran. No deseaba otra cosa, solo que sobrevivieran.

—El niño no molesta, solo presta atención —le respondió su mujer con la labor en las piernas mientras una vez más admiraba la dedicación con la que María Anna, o Nannerl, como la llamaban en casa, con los dedos rápidos sobre las teclas seguía las instrucciones de su padre, y la forma en la que el pequeño Wolferl parecía esperar que las notas cayeran del piano para recibirlas con sus manos hechas una copa y hacerlas suyas—. Deberías escucharlo.

—Qué dices, mujer, si apenas camina.

 

—Sí, padre, debería escucharlo —adelantó la hija—. Cuando usted sale al trabajo y yo me voy a descansar de las lecciones, él se sube al banco del piano y…

—Es cierto —interrumpió la madre—, yo lo he escuchado y lo he visto. Pensaba que era Nannerl, pero un día, cuando no lo encontré en su cuna, buscándolo por todas partes me asomé al salón y lo vi allí, sentado frente al piano, las piernitas al aire y las manitas en el teclado, tocando algo que nunca he escuchado pero que se oía bien.

—Es cierto, papá —insistió la hija.

El diminuto Wolferl sabía que estaban hablando de él. Se reía y hacía muecas con la cara. Luego ponía los dedos en el cajón de los muñecos y los movía de un lado a otro como si en verdad estuviese recorriendo la extensión de un piano e interpretando una partitura que de vez en cuando levantaba la cabeza para leer, igual como lo hacía su hermana o su padre al sentarse frente al piano. Luego reía a carcajadas y aplaudía sus propias ocurrencias. A veces, en medio de la risa de los parientes, quienes no podían ignorar las graciosas salidas del benjamín de la familia, se levantaba e imitaba al padre cuando, no hacía mucho, agradecía al público por el aplauso que daban a una de sus obras hechas para la corte de Salzburgo, donde trabajaba como violinista y compositor. Se subía sobre el cajón de los muñecos, hacía como si se secara el sudor y con una sonrisa claramente fingida abría los brazos en medio de una aparatosa reverencia, que una vez le hizo perder el equilibrio y caer cuan largo era frente a su madre, hermana y Leopold. En esa oportunidad hizo unos pucheros que terminaron también en carcajadas cuando Anna, apuradita, lo recogió del suelo y se dio cuenta de que todos, al ver que nada le había pasado, se desternillaban de la risa.

—No —le dijo Leopold a Anna y a su hija— es solo un bebé. Tan solo nos imita. Claro, no tiene otra cosa que hacer. No tiene hermanos varones con los que jugar. Más adelante, cuando estemos seguros de que entenderá las notas musicales, comenzaremos con las clases.

De pronto el estruendoso chillido de un cerdo se escuchó muy cerca de la casa. Varias veces, como si lo estuvieran jalando por las orejas para que entrara a la porqueriza.

—¡Sol sostenido! —gritó el niño con todas sus fuerzas.

Nannerl y su madre se miraron las caras con asombro y complicidad. Leopold enrojeció tanto como cuando escuchaba los aplausos en la corte de Salzburgo. No podía ser cierto. Miró a su hija, luego a su mujer. Incrédulo se acercó al piano y lentamente, aún a sabiendas de lo que se iba a encontrar, tocó la tecla de Sol sostenido. Y sí, no había dudas, era la misma nota que había dado el cerdo orejón.

 

Del libro Músicos inmortales

*Heberto Gamero Contín. Empresario y escritor venezolano residente en España. Es presidente de la FAEC, institución que dicta talleres de cuentos. Algunos de sus libros publicados: Escritores inmortales, Pintores del Siglo , Ushuala, un viaje en 4 ruedas, Los zapatos de mi hermano, Cuentos de pareja y otros relatos y otros.

 

Editora: Carmen Cristina Wolf. @carmencristinawolf Instagram

#HebertoGamero

 

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