Contar para vivirlo

Antonio López Ortega: Indio Desnudo

Por Carlos Pacheco

La toma inicial nos muestra un set de filmación y sus alrededores, tal vez en una terraza frente al Ávila, incluyendo las cámaras, los micrófonos, los soportes del decorado y hasta el director, guión en mano, impartiendo instrucciones desde su silla plegable. Hasta la ciudad se divisa. Te advierto, querido lector, que estoy valiéndome de una alegoría cinematográfica para comentar Indio desnudo, el nuevo volumen de relatos de Antonio López Ortega. Naturalmente, protagoniza el cuentista mismo, ejerciendo frente a su laptop su oficio de tramador de ficciones, pero también expresando sus reflexiones y comentarios metaficcionales sobre las historias que se esfuerza en narrar y sobre las estrategias que (tal vez) se lo permitan. La coprotagonista es sin duda la escritura, sus multifacéticas modalidades. La cámara, en efecto, se cierra por momentos sobre el acto de escribir, sobre su sentido y sus dificultades, sobre su capacidad de sanar las cuitas de quien escribe, de permitirle ver el mundo con mayor nitidez y de vislumbrar el sentido de eso que vemos, de las historias que contamos. Se escribe, se narra —parecen decirnos las historias mismas— para vivir más plenamente, para entender «cómo acaecen las cosas, cómo calzan y se convierten en sentido, […] para cambiar vidas y postular destinos» con total libertad, como dice el anónimo estudiante de Física de la USB y escritor experimental de «Conquista de Marte», uno de los relatos.

Sí, porque de hecho, en algunos cuentos, nuestra alegórica cámara tiene también la capacidad de ingresar en la escritura del cuentista y enfocar también a los protagonistas ficcionales que en ella van apareciendo. Los entes de ficción, sus entornos y la acción representada se hacen perceptibles entonces con aparente autonomía o distancia de quien narra. Un buen ejemplo es la pieza titulada «Ahogo». A través de su propia escritura, se nos muestra una joven tan afectada por la inesperada visita de la muerte que la ha dejado sola y sin sosiego que no tolera la indagación ajena sobre su súbita tragedia. El relato se produce entonces a contracorriente, como empujado por la propia negativa de la muchacha a escribir sobre lo que tanto le duele, porque siente su pérdida como «una línea de sangre, sí, que alguien ha escrito en mi cuerpo. ¿En la médula, en el vientre, en el pecho?» De la intensidad de este dolor de joven mujer sale una historia que logra justamente trascender la radical negativa con la que ella cierra este recuento, capaz de tan alta temperatura emocional: «Por eso esta historia no será de nadie».

También en otros relatos la cámara ficcional del autor de Ajena (2001) construye personajes femeninos muy convincentes. Esas voces y perspectivas de mujer, sean narradoras protagonistas o no, llaman la atención en «El origen de las especies», «La pulsera», «La copa en tus labios» y sobre todo «De guerrillas y animales», donde algunos de los fragmentos entrelazados corresponden a un guerrillera colombiana, reclutada aún niña, que lucha por tener y conservar a su hijo, y una secuestrada a quien usted, querido lector, podría muy bien llamar Ingrid, quien escribe una carta a su madre en el momento más desesperado.

Jardín Botánico de Caracas

En varios relatos, las tomas se alternan entre la historia narrada (sus personajes, sus incidencias) y el proceso de narrarlas (el cortazariano narrador bregando con sus dificultades). En «La pulsera», por ejemplo, se cuenta la muerte súbita y violenta de una adolescente en Los Corales durante el deslave de Vargas. Sin embargo, como confiesa el cuentista narrador «lo que tengo a la mano es una imagen de cierre, tan perturbadora como inadmisible». El relato consiste entonces es el proceso de desarrollar un cuento literario que corresponda a esa impactante imagen, clave del título, cuya razón de ser, naturalmente, permanecerá oculta al lector hasta pocas líneas antes de la conclusión. «Nunca he sabido cómo abordar este relato», es la queja del cuentista que abre el relato. Sin embargo, inmediatamente despliega los recursos de su repertorio de narrador y poco a poco va encontrando alternativas válidas. La medular es el personaje de Teresa, la vecina y amiga de la joven barrida por el lodazal, quien permanece atormentada por el desgarrador episodio, con su testimonio palpable en la pulsera y con el diario que —años después— termina escribiendo como antídoto a su angustia. Los fragmentos de ese diario tan ostensiblemente apócrifo alimentan sin embargo con gran eficiencia la verosimilitud de la pieza narrativa. En escasas seis páginas, se ofrece así un descarnado despliegue de los intríngulis de un proceso de construcción ficcional, mientras al mismo tiempo se entrega una historia verosímil que no pierde intensidad emocional alguna por dejar expuesta su construcción como cuento.

En varias piezas el lente enfoca de nuevo al cuentista mientras va narrando. Y ocurre que, en pleno ejercicio de ese género cada vez más popular llamado autoficción, se produce una serie de abiertas correspondencias entre ese narrador y el autor real. Nada que ver, naturalmente con algún impulso autobiográfico o memorialista. Más bien puede decirse que lúdicamente se construye un López Ortega de ficción, innominado pero tan reconocible en los relatos como Elías Pino Iturrieta, Carlos Leáñez, Benito Irady, José Peñín y otras figuras de nuestra escena cultural. Se trata de una apuesta persistente en la obra anterior de López Ortega, desde Calendario (1985), hasta Fractura y otros relatos (2006), que aquí adquiere una mayor variedad y refinamiento. Se trata, como dijimos alguna vez, de «una consciente voluntad de velar y revelar a la vez, en el propio texto, esa relación fantasmática entre el protagonista ficcional y su creador, en un juego de complicidades con el lector que forma parte en muchos textos de la letra gruesa del contrato de lectura.»

Los relatos donde este juego de autoficción es más visible e interesante son «Inmaculada» y «Verano asesino». En el primero el protagonista narrador, un directivo del Conac hacia el 2000, transforma muy creativamente los recuerdos de un congreso internacional de gestión cultural en Granada en la deliciosa intriga sobre un misterioso, ubicuo y multifacético personaje femenino que intriga y trastorna por turnos a los cuatro integrantes de la delegación venezolana.

En «Verano asesino», el López Ortega ficcional es un estudiante universitario. Por su relativa extensión, pero sobre todo por la complejidad y la profundidad de dimensiones que adquiere al final, es un relato con visos de noveleta. En sus extensos párrafos se van alternando dos historias muy distintas cuya relación y carácter, así como la autoría de la segunda sólo se revelan en el inesperado desenlace. La primera consiste en una estampa muy vívida del París experimentado por dos jóvenes becarios de Fundayacucho en la primera mitad de los ochenta. Uno de ellos, más ecuánime y consciente, asume la voz y perspectiva narrativas, pero la acción está más centrada en la inestabilidad sentimental y académica del otro, un «Carlucho» altísimo y delgado que para algunos lectores resultará perfectamente identificable con un referente real. Los antiguos compañeros de colegio comparten tanto el minúsculo apartamento como un inagotable apetito cinematográfico.

La segunda historia versa sobre un infanticidio al parecer muy polémico en la época, donde (también al parecer), luego de condenar a un inocente, la policía trata de probar la culpabilidad de la propia madre. Esta historia va siendo contada a través de la secuencia de fragmentos supuestamente escritos por un reportero, un psicoanalista, un cronista y un sociólogo. El magistral párrafo de cierre revela el verdadero carácter y la verdadera autoría de estos cuatro relatos fragmentarios. ¿Por qué alguien se había dado el trabajo de descomponer el monológico relato periodístico de los hechos del crimen para convertirlo en una polifonía ficcional, más acorde con la complejidad e irresolución de la realidad «real»? Esta pregunta sólo puede hacérsela cada lector en su debido momento. El relato le sirve los elementos en bandeja de plata, le entrega las pistas y en diferentes e irresueltas dimensiones pone de nuevo el dedo en la llaga de la perdurable disyuntiva entre lo «real» y lo «ficticio».

Uno de los protagonistas sobre los que la cámara ficcional logra una más acuciosa y comprehensiva penetración es el del relato que da título al volumen, un antropólogo de Corpovargas, mientras es detenido por días en la carretera de Osma por una grave avería de su camioneta. Durante el regreso con la grúa, a punto de ser barrido en plena ruta por el diluvio del 99, el gesto inexplicable de un campesino frente al frondoso «indio desnudo» pone a prueba toda racionalidad y todo cálculo pragmático.

También hay cuentos (como «El otro seno», «Las nubes», o «Palmas al cielo») en los que sorprende al lector que en cierta forma no pase nada, aunque en realidad es mucho lo que sucede en la interioridad del narrador. Su pensamiento, su recuerdo, su interpretación del acontecer es lo importante. Y entonces destaca uno de los valores verdaderamente memorables de estos cuentos: nos muestran que cada episodio de la vida (incluso de la propia vida), por banal o cotidiano que parezca, es narrable: está lleno de interés, de detalles elocuentes, lleno de significado para los ojos que saben observar. Un buen narrador es capaz de dotar a cualquier recodo aparentemente banal de la experiencia de narrabilidad, es decir no sólo de gracia y buena escritura, sino también de trascendencia y significación.

El nuevo libro de López Ortega hace honor así a las palabras de Guillermo Cabrera infante en el epígrafe: «Los cuentos son el contar. La narración es la aventura.» Porque Indio desnudo apuesta con arrojo por los poderes que sólo tiene la ficción de revelar la naturaleza profunda de la realidad. Tal vez el mayor aporte de las variadas historias que lo componen sea mostrar una vez más, a través de sabrosos relatos, la capacidad de la creatividad ficcional para ayudar tanto a quien escribe como a quien lee a percibir y comprender mejor las paradojas de su existencia. Y si volvemos para cerrar a la alegórica película que nos ha servido para trenzar este comentario, pareciera que ese cuentista que la protagoniza junto con su partner la escritura, no sólo viven para contar la vida, sino que la cuentan para mejor vivirla.

Publicado en el Papel Literario de El Nacional, el 25 de octubre de 2008.

Carlos Pacheco: Nació en Caracas, 1948. Investigador, ensayista, crítico literario y editor, obtuvo su doctorado en el King´s College de la Universidad de Londres bajo la dirección de William Rowe. Es Profesor Titular jubilado de la Universidad Simón Bolívar, donde ha sido Coordinador del Postgrado en Literatura, Decano de Estudios Generales y Decano de Estudios de Postgrado. Investigador, se dedica en particular al estudio de la narrativa latinoamericana contemporánea y la teoría de la narrativa.


La Carlota, Caracas 1953

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