Edda Armas: Armadura de piedra

Por Alberto Hernández

¿Qué piedra define este libro de Edda Armas? ¿Qué dolor encajado libera de tiempo lo dicho en estas páginas, y más cuando al final, donde el aliento encuentra retirada, leemos que están dedicadas a los caídos? ¿Cuántos fueron los que propiciaron estos poemas, estas desgarraduras, este país vertido en imágenes, en sonidos duros, perceptibles? ¿Bastó un solo alarido de la calle, un estrecho margen entre la vida y la muerte para que se entrecortaran las horas?

Para este lector ruidoso que muere a diario, Armadura de piedra es una punzada, el «grito de los que sobreviven», «un aullido de lobo circundado». Y así, con el mismo sobresalto del primer poema, concito el momento —las ruedas del reloj— en medio de una multitud desaforada. «Volverán.// Ahora son fantasmas, seres/ inanimados, nombres apenas.// La historia los destruye/ les quema las alas/ van con el alma desprovista/ en la orfandad de una vigilia/ encadenada sin día ni noche.// El insomne puede invocarlos/ igual los sueña, ellos acuden».

La maldición de Whitman nos perturba, nos lacera. Nos hace primera persona individual, solitaria. El epígrafe rompe el silencio. En otros tiempos, otros libros, la poeta desencajó en breves sonidos esa manera de ausencia, como pudo haberlo dicho Alfredo Chacón de En roto todo silencio. Esta vez, más allá de cualquier nostalgia, está un paisaje roto, una intemperie humana brutalmente transgredida.

II

La conmoción revisa a quien lee en voz baja, en voz hacia las vísceras. Pronuncio quedo el texto y soy el poema, el temblor de Edda Armas, esta crónica sigilosa: «Aquí, ahora/ somos esta circunstancia/ este cielo eclipsado/ este olvido de lo humano// una inexactitud en el dolor/ que nos aflige sin retorno». ¿Quién se atrevería a preguntar por estaciones, por miedos, por esta circunstancia? Sin ánimo de querer dibujar la realidad, leo los días y los meses, ya los años de esta circunstancia, de este escándalo en la sangre, de este dolor clavado en alguna parte del silencio: el alma que nos queda, algo que cuelga en el adentro y nos disipa. La redondez de este libro está en la agitación que provoca en quien lo visita. Una vez de pie, otra sentado, el mundo, lo que nos sobra de él, pasa frente a nosotros, a este yo enjuto, atrapado en estos textos tan nacionales como espirituales, dolorosos.

Confieso que he muerto con este libro. Confieso que no atiendo a ninguna sugerencia crítica, manoseadamente literaria. Confieso que me duelen estas páginas. Me arden en los ojos «con la cabeza abierta». Miro por la ventana y susurro rabia. El árbol de mi jardín de todos guarda el secreto de un llanto frente a los edificios vecinos. ¿Qué piedra entonces nos aguarda con su armadura, qué dedos de alfileres para despertar?

III

«Somos espejos fraguados de muchas despedidas.// El suelo que pisamos hoy/ confirma la premonición que era sueño ayer.// Llegó el hombre accionando la palabra guerra.// Náusea demencial. Disputa eterna, trono del Rey». Una imagen repetida nos desnuda. La voz del pasado, el encanto de las palabras del padre, el país que fue, todo hecho sombra, delirio, convulsión. Armados con «la daga en el bolsillo», el dolor nos asalta. El poema, hecho «sonido y furia», destroza la tranquilidad: «¿Dónde un trozo de tierra sin violencia?».

En este instante adquieren fuerza las Conversaciones de Whitman: «¡Dios maldiga las guerras, todas¡».

Una larga lista de sonidos nos sumerge en el dolor que los poemas dejan en la blancura de las páginas, constantes que prefiguran el recorrido inventado por la realidad. «Cortado/ ante la jauría», «la ausencia quema», «una fatalidad», «Uno ora», «Solos, «La locura preserva el poder», «lo cruel», «Es amargo y es camino», «Dolor extremo», «precariedad, devastación, vacío», «Duele la llaga». Un compendio que refracta el exilio hacia el lugar menos advertido.

En este riesgo verbal, nuestra poeta se aleja de los libros anteriores. En éste expone la vida, toda su sensibilidad. Con este trabajo Edda nos tensa por completo. Nos lastima desde la lastimadura de las imágenes: «Duele la llaga, la marca, la verdad que esperamos./ La paz que ninguna civilización alcanza./ Sé que te irás por la única ventana/ que abre y cierra a voluntad».

Quien lee continúa aturdido, fajado con estos poemas ásperos, hermosamente lacerantes.

¿Cuántas piedras nos cubrirán? ¿Cuántas caídas debemos evitar?

Alberto Hernández
Poeta, narrador, periodista y pedagogo venezolano (Calabozo, 1952). Tiene un postgrado en literatura latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar y fue fundador de la revista Umbra. Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999). Reside en Maracay, estado Aragua, Venezuela, donde dirige el suplemento cultural Contenido, que circula en el diario El Periodiquito.

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