Edgar Vidaurre Miranda: La fugitiva noche en tálamo de montaña

Por Milagro Haack

«Tus palabras mudas se encuentran con las mías en una ceremonia
que no alumbran las lámparas»
Rabindranath Tagore.

Nos quedamos muchas veces dormidos en lejanas tierras a nuestra raíz madre, dueña y sierva del íntimo espejo que nunca miramos, anhelando tomar el espirituoso sorbo de su aliento firme, palpando entonces, apenas, el santo olor de los lirios, vuelto espinoso ramaje, por un olvido del cardinal primogénito juntando moradores enraizados a lo siempre amoroso, «esa sustancia del mundo, ¿cómo traerlo a nuestras manos?»

Sin embargo, su voz habita en lo profundo sobre propias calmosas aguas, donde comienza este navego de Edgar Vidaurre, «Conjurada por la flor de sal», sintiendo su más alto rocío, abriendo su concurrido diálogo con solas voces, escondidas dentro del descarnado goteo fluyendo entre lo sublime y lo mundano por su inquebrantable memoria: «Vino como si fuese una fiebre, con ese cuerpo, esa mirada. Cuando yo cerraba los ojos, ella abría la tierra y el eco de su perfume brotaba de su boca». Latente sacrificio que va atravesando una fértil soledad impuesta, un alma reconociendo a la voz entre búsquedas de la sal de aposentos, introduciéndose en el sueño mar del poeta, para volcarnos desde su primer conjuro, lo hospedado del llamando, de la que se omite, la que nunca esperamos ser alado remolino seducido por su arco lunar. Collar,»sobre los campos donde la tierra se hace trasparente, ella también.»

Cosiendo, términos y comienzos sobre las consagradas hebras de la vida, indicando un solo cauce norte de su cultivado río. -Ella-, como ese penetrante oleaje, acaricia lo aceitoso de saberse viva y reclama su sacerdocio a la fugitiva noche en tálamo de montaña, tejiendo del sentado día, igual destejiendo de la poblada sombra, abanicados rituales, nutriéndose a través del cortejado misionero visitante: «Le dije entonces que se durmiera, que no susurrara más el nombre por el que me llamaba ni la agonía presentida detrás de las ventanas».

Frases, amaneciendo en el costado temor al responderle el poeta entre la negación al intervenido encuentro, que se anuda a la otra visión del intercambio, como si uno mismo respondiese las presagiadas frases que vendrán del otro: misma otra, siendo una sola voz en penumbra con el acierto aliento de la repuesta dada mediante el diálogo, con un ánima despertando de la ausencia, al no ser sentida en su esplendoroso reclamo, de no ser amada con la mixtura de sus inclinados atardeceres, bajo la jugosa alfombra de la azul dualidad, necesaria para su develamiento amando sola esponsales, visual por tierra: «Esa otra claridad, que pertenece a la noche, tiene el color de la piel del corazón, donde todos los hombres dormidos se parecen. Sin embargo, ellos desperdician su pobreza a plena luz del día. Y aún a plena luz, bajo el agobio de la sed, como un ser mirífico que otorga su cuerpo desnudo y espléndido, mi amada pobreza espera la mirada.»

Sólo así, en su desnuda pobreza, -ella- va, sobre estos entredichos pasos de Vidaurre, conversando con él -su dormido amante-; el cual, -el poeta- «como si él mismo fuera la boca del verano amado por aquella muchacha malva» que, espera verlo tan dual como ella, la ya confesada -amante- dentro de sus cubiertas aguas tratando de vivirla, de compartida, mientras, la naturaleza le pide ser lazo sin la intervención de lo humano: «Esa mujer que se parece tanto a la tierra. Esa mujer que fuera mi última morada»

Lo colectivo de este recorrido arrecife del religioso poeta, se presenta bajo la sorpresa de diferentes complejos mantos, y traslúcido germina la señal de múltiples arquetipos: desde un pretendiente a un pretendido deseo de intercalar otros ámbitos donde la sombra de una unión esta barajado en nuestro centro interno. Edgar Vidaurre, lo descalza, con regresos a las amantadas redes, igual cobijo en manos dadoras de vida: Vasija reflejo que lo moldea, bebiendo de sus palabras con una abrazada sutileza, a su ella, a todas sus ellas, anudándola, luego, cruzando mensajes con la propia ausencia de él, -el amante- cuando la encuentra muy dentro del calado velo, desplegándose, sobre el salino aire refugiado en su recibimiento: «Pero era el aliento quien arrastraba nuestras almas al lugar que nunca mencionamos». Transitorio desvelo, anunciando el cercado en confinada frontera, apreciándola ya raíz de su árbol, siendo, agua, la noche donde el portavoz femenino baja al fondo mismo de las entretelas -del poeta- con un dolo incrustado, «Ahora la lloramos en la orilla, despojados del beso del Sur, que da a las pobres bocas el sabor de la sal. Bocas del dolor, abiertas al rastro de su perfume, que apenas podemos soportar.»

Vidaurre, nos va hilando hacia la búsqueda, esposado al vigilante verbo de una ella, -la amante- con trajes de otras diferentes peticiones, por donde busca a su él, – el amado- desangrado desde el primer encuentro por el poeta, dándole lo peregrino a lo femenino, cuando reinstala su morada, siguiéndola, por los atormentados caminos, llevándolo al parejo olvido. Al mismo tiempo, la recuerda protegiendo la resguardada noche en tálamo de montaña: lugar donde se le presenta la encrucijada, vistiéndose, una vez más con el místico atuendo de enamorado:»Envuelto por dos jóvenes, la mujer del Oriente que señala el pecho con su mano izquierda. La otra de cabellos azulados, más severa, toca levemente su hombro derecho, señalando hacia la tierra.»

Fugitivo intervalo, -del amante- entre distancias, que a lo largo nos van encaminando hacia esa multiplicidad de tonos «azulados», envolviendo de salina agua la tierra, la presencia continua de una creadora, dadora: Sólo anuncio de la madre-amante, que sostiene al poeta, hechizado por la palabra. Misma feminidad buscando los trasfondos, los oscuros trasfondos a un lado del camino, girando hacia una pertenencia de voces que se cruzan mediante un sigilo de temple poético: «¿Cómo habitar las aguas? Un hombre que respira desiertos soporta el agobio en la incesante fugacidad de las aguas.»

El deseo de lo concebido por atávicos designios, cruzando cultos de amplia sonoridad en alianza con los hombres al percibir su denso movimiento frente a la mar: «El silencio también es una pasión, inmensamente abierta. Una boca roja abierta de aflicción. Es el aliento de este mundo, la soledad del grano que no muera», a la vista del nervudo oleaje que se mezcla con la estacional orilla, imagen poética de su solo universo. Mientras, las verdades voceadas por el viento adivinan el muelle precipitando las barreras de lo humano: santiamén donde pueden verse a pleno mediodía, el desdoblamiento en los pensamientos del poeta, anhelando luminarias honduras al darse la mano una ola con la otra, saludándolo todo, con ese noble espíritu que las rodea y comienza a mover, otras subterráneas aguas dejando la sal para el cubrimiento del alimento, ámbito de la poesía alma que lo acompaña: «Ahora un ángel negro sin pudor despierta nuestra pena y la mantiene quieta, como suspendida en el aire.»

Muchas veces, -el poeta- se detiene junto al fragmentado canto dejando que el poniente lleve el cauce, leyendo un afín espacio, rodeándonos, pidiendo solo escuchas, lo sensible de mirarse en lo quebradizo de la amalgama noche: «Próximo al misterio, cierto no poder descifrarlo, su cercanía empavorece. Aun así, yo arrojo mi canto hacia una montaña oscura.» Edgar Vidaurre, la transita a espaldas del lado fibroso viento, agrupando traspapelados diálogos, intercalando ritmos dentro de sus castañuelas. Igualando lo bajo de la amatoria niebla, sin desatender el paso del pañuelo por las tres cuerdas, encontrándose con lo ya escrito: «Yo te veía desde la otra orilla oscura, esperándome, dueña de otro anhelo. Anhelo de un mundo sin forma. Esto éramos nosotros, y lo llamábamos sed.» Solitario oleaje reflexivo, de Vidaurre, quedándose en lo nocturno, al caer el silencio para recoger ángeles desplegando el círculo relámpago, mientras la voz se oculta tras las hojas de un bajar cortinas, diciéndonos,»Mas ahora, yo la nombro. Con mi mano, donde el alma áspera del mando se hace redonda como un fruto.»

Edgar Vidaurre, continua por sus claros senderos, mostrando convividos escritos, más la búsqueda se ata a su mismo cordero, apreciando el término sacrificio: «Yo le ataba una cinta de sangre en la muñeca como otorgándole mi propia salvación.» El ritualismo se ancla en el aroma amoroso de un imposible roce de materia, aún presentándonos, la sémola dando alimento a los nacientes espíritus, a los seres que volviendo su mirada se encuentran ya en el precipicio de una esperanza: «Y seguirán siendo los tiempos del amor, aunque nos cueste separarnos de ti, para morir tras un deseo impermanente, entre las huellas del verano y esta tierra que nos alumbra y nos sostiene. Esta tierra que ha sido siempre nuestra madre.» El retorno a la raíz, la madre por tierra, la dadora, símbolo de lo armónico inmortal, presenciado desde el inicio, siendo siempre escudo fuego del hijo en altares de su deseo natural; principio del dejarse ir hacia la muerte como sabia ceremonia de aquello imprevisible, impalpable, para la mirada. Más, para el aliento interno, se aloja cual espina desde una misma ráfaga del instante por el inmaterial llamado, marcándolo -el poeta- otros pasos sobre su mismo cielo: «A pesar del imposible retorno, su ceniza sigue copulando lenta y oscuramente a través de la tierra, con la rama que la dejó caer.»

Los diferentes amores en su complejidad se van dando, bebiendo la sutil parábola, insistente en el diálogo cargado de lo simbólico privativo del poeta Vidaurre, realzando a la mujer dadora, la recibidora, la hermana pronunciando su llegada: «Ella sirvió a mi madre cuando yo vine al mundo». Abrigando otro enraizado velo de emisaria presencia: el mito de la hermana-madre. Rehaciendo cada vez más el germen rastro, hacia la luz del amor ya terrenal. Sin embargo, sigue siendo parte de su gemela alma. Su Artemis que no existe en los campos que él recorre. Sólo la sabe, la reconoce sobre la fresca hierba, entrando con su otra alma: «Esa mujer silenciosa en el balcón no es la flor oscura que contiene en las ramas la eternidad de un ave.» Parentesco espejo, de una multiplicidad dentro del despliego claro del poeta, rozando el sentir lo intuitivo femenino mediante la naturaleza; misma portadora y regeneradora de vida, «con el gesto de las cosas que se vuelven fugitivas y sus ojos cerrados que suplican No, todavía no. Lejos del centro. Del único lugar donde el alma no nos hace sombra.» Reconciliación de las médulas, más en el alma hay un torbellino, de cuál será la estacionaria sangre corriendo por las venas con su saliente pálpito silencio: su indivisa -ella-, poseyendo, «la eternidad de un ave», bajando de su cobijo universo, a la que no pretende quedarse con ser, sólo un leve instante, intrínseco al lado de este peregrino cortejo.

Entre tanto, los buenos piensos caen sintiendo -el poeta- lo más cercano, pulsando en el vacío, al -amado-amante-, de su etérea estancia, haciéndolo parte real de un punteo traspasar hojas por la orillada luz de tantas susurradas puertas. Vidaurre, lo materializa con el suave monasterio de su palabra y no se pierde dándonos otro paso al ojeo de un buscado escrito: «Recordé entonces los versos de un viejo poeta que decía Después que la rosa hubo de entregarse al sol y marchitarse, el viento heredó polvareda de oro. La tierra dijo de sus ruinas: He aquí mi canto, que ha regresado a mí…» La purificación ceremonial a través del diálogo escrito, origina los amanecidos signos orientados al realce del destinado cimiento, y siendo parte de sus aguas, le reclama sólo un testigo sacrificio para la veneración del encuentro: Amor dormido bajo su misterioso atuendo religioso.

El poeta, atiende su respirada carne entregándole su doblez en miramiento a los sobresalientes espacios no ojeados en el atajado eclipse de cuarto creciente con diluvio festejo: «Él me ha regalado una de sus flores invisibles y hela aquí sobre mi boca, apenas vislumbrada, todavía no amada.» Fugitivo, todo concluye, para -el amado-, su -amante-tierra, su madre-tierra, le ofrece retornar a la vida, abriéndose otro mojado cielo, al primogénito penetrante bálsamo, refugiando los impalpables latidos de tantas eludidas albas. Sus albas, en nombre de «un hombre con la pupila roja espera su regreso del Este. Se ha entregado a ella. Ese vínculo con la brisa. Esa rama interna que se vuelve cuerpo fugitivo.» Y entre los estruendos, brota al fin ese secreto comunicado solitario de una sola lírica visita: «No es un juego de inocencia esta visión, este viaje. Ahora estoy seguro de que era la senda inicial de los buscadores.»

Los pasos sobre este medio espejo de Vidaurre, son de un redoble campaneo entre su caminar y el paseo por los altos mares, amado por lo callado de su verbo, que emanando, «sin tocar el suelo, después de haberla amado, la estoy contemplando.» Acariciándolo en lo profundo de su vigilada aguja, que atando al sabio templo de Dios, lo seduce hacia el mismo tornadizo vivero de mortal montura: «Debía decirle que estaba cansado, que la sed de formas era sólo eso, sed. Que parecía no existir, que su imagen en mi sueño se derrumbaba. Pero el canto se fue volviendo montaña». Atendiendo ese otro llamado, -del poeta-, se va por sus montañas, y su muerte en vísperas amatorias con semblantes de mismo canto -del amante-, juntando todos los aislados silencios, fluyen, hablan sobre la vida dejando espacios. Alimentan lo verdadero de un pasado pálpito. «Y digo esto porque, al finalizar la estación, los pájaros ignoran la ausencia del milagro en flor que nos supone la muerte.» Encontrando el inmortal lago donde recostar la mirada, del amante-amado, que a su vez, palpa la fascinación íntima de Dionisio y Narciso por las aguas, recreando por acaso, su legado por amarle tanto dentro de sus cañas en soplo de aguas.

Edgar, nos marca estos encuentros, entra por los iguales pasillos-ventanas, ya sin sus descansos enlaces, se revela como un dios, entre las pausas, allí, donde -el poeta- le abre su risco en nube muy dentro: «Era la fuerza, esa fuerza que nos trae de una sola vez el fruto, y luego otra luz que no conoce, y el amado silencio» que cierra esta muy permanente y pobladora puerta. Entonces, retorna a su palabra y encuentra a un tan ataviado -amante- de la tierra, perdiéndose entre el relámpago y el suelto viento, bajando por su íntimo líquido afecto, pero: «¿Ves esta espina? Ahora ya no hay hombre sino herida, por eso no me has reconocido.» Quizá, los tormentos de aves cruzaron el mismo cielo, pero ella, su interna -amante-, florece, custodiando el enlutado y largo manto arropando sólo el cuerpo. Más, sus desnudos pies desvisten el inevitable viaje, tanteando ya la muerte de su -amado- por estar al otro lado de su costilla, desierto, esperándole: «No la busques más en lo leve, que sólo tu deseo brilla, como una joya en el aire. Si quieres saber, ella, sigue viva bajo el dolor innombrable, amarga, amarga.» Pareciera decirle el poeta al amante de su amada.

Renuevos embarazos, escuchando salamandras en viva sombra, cautivada por los parajes por donde se sumerge Vidaurre: místicos paisajes de su igual amorosa alga, «Yo soy, yo soy tú mismo.» Mágica inocencia, con este llamado, atándolo por un siempre amén al crecido santo lago, vistiéndolo con otro siempre amén al monumento espumoso rocío su medio cuerpo, cosiendo su flecha hacia la devota luz, sin percatarse que en su lineal triángulo poseía todo el infinito, incrustándolo al único de suyo-ella- corazón. Y bajando por lo muy profundo de sus búsquedas, que se han cantado por milenios hasta encontrarse con las idénticas miradas del nativo verano, cruzando nuevamente el arrecife, juntando una vez más, el cruce de la fugitiva noche en tálamo de montaña, entre dichos de cantares bíblicos, como, «reprochando algo, a la fugitiva… luz.»

Estremecimiento, fue ese sentido escalofrío: «Ahora cuando sé que no hay fuego semejante al deseo. Que no existe río parecido a esta sed.» Sólo en ese ahora, entrevé -el poeta-, la forma de lo ilusorio que no retorna. Y, su portavoz, -el amado- amante- manando por el encuentro de Vidaurre, se fue de lo profundo, hacia el destello de lo femenino, con este solitario testimonio, cual pájaro en picada de vuelo. Clavándosele en la pupila ya cerrando su último aliento. Quitándole lo libre de pertenecer al viento, y cantarlo a lo íntimo del santo lago, para concebir la unión del agua entrando por sus aguas. Devolviéndonos, Vidaurre, a -la amante-, como ofrenda, sólo la envoltura de mirarla a través del meditado espejo para: «Retornar a ese silencio que había antes de la creación.»

Madre-amante, igual constelación de su amada-desamor. Espejo, ya mistificado, donde, él -poeta- reclama a sus ellas, sobre su recién recinto desvelo. Igual, aquél que envuelvo en tibias sábanas, el Ulises logrando entrar al templo de las espigadas rosas que tanto añora lo femenino de su nombre. Afín, -ella-, la fugitiva de Vidaurre, duerme al lado de la madre, entre sus aguas con sus mismos atavíos. «Yo soy esa flor, soy mi deseo, que sólo existe en ella, sólo por ella.» Porque él o ella son lo infinito de todo sonido entre monjes silencios. Y algún día ese quién buscado estará bajo todos los siglos, mientras brille lo rojo en espina que espolear vuestras manos, muy señora dominando su entera fugitiva alma: «Ahora que has retirado tu velo. En la sombra donde mi sed confluye con las aguas.» Sortilegio recibimiento al final del recorrido, concediendo entreverla en su silvestre fugacidad el poeta Vidaurre a través de su única «rosa malva», su más íntima -amante-: la poesía.

Mis saludos, sencillamente gracias
Milagro Haack.
Amanecer del día, 14 de mayo de 2001

Milagro Haack, poeta, ensayista, editora, Miembro Activo del Círculo de Escritores de Venezuela

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