Cecilio Acosta: Bicentenario de la civilidad y la periferia

Por Horacio Biord Castillo

Hoy, primero de febrero de 2018, es un gran día para la patria, para lo más hondo y entrañable de la patria, un día grande para la patria civilista, para la patria de las bellas letras, para la patria de la institucionalidad, el derecho y la reflexión social, para ese terruño fértil aunque constantemente amenazado de la decencia y la bonhomía, de la alteza de miras. Hoy, un día como hoy hace doscientos años, nació en un pueblo llamado San Diego, antaño floreciente, hogaño deprimido, un párvulo (como reza la partida del bautismo administrado dos días después, el tres de febrero de 1818) que llegaría a ser un justo entre los justos. Ese Cecilio Juan Ramón del Carmen sería andando el tiempo un grande entre los más grandes varones de la patria venezolana, que no es más que un pedacito fecundo de la patria hispanoamericana y de la patria iberoamericana que la engloba, sin renunciar al carácter latinoamericano, como en un juego de identidades que se superponen, cual cajas chinas y filigranas amerindias.

“Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto”, escribió en julio de 1881 Jose Martí. Ese justo, en las palabras del gran polígrafo, se distinguía por su “cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa”, por “aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y tan gallarda” y “mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde”.

Hoy, sin embargo, tantos años después, no se puede dar por cierto que un hombre justo, con una mente excepcional que sirvió de “cuna de tanta idea grandiosa”, dueño de una “lengua tan varonil y tan gallarda” y un escritor “de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde” haya muerto de verdad. No. La patria lo necesita, lo necesita vivo, como a Bolívar, como a Miranda, como a Páez, como a Bello, como a Gallegos, como a Guaicaipuro, como al Negro Miguel, como a José Gregorio Hernández, como a Teresa Carreño, como a José Antonio Ramos Sucre, como a Teresa de la Parra, como a Andrés Eloy Blanco, como a las Negras Hipólita y Matea, que prestaron la leche bendita de sus pechos para criar la patria que por ello resultó bendecida.

A Cecilio Acosta no lo podemos contar entre los muertos y menos ahora, cuando se hacen más actuales sus advertencias sobre la turbulenta vida social y política que ayer como hoy nos precipita por insondables abismos. A Cecilio Acosta no lo podemos dejar olvidado en el Panteón Nacional como si de verdad estuviera, vuelve a decir Martí, hueca y sin lumbre su cabeza altivamudos sus labios yerta aquella mano que empujó el pesado carro de la dignidad frente a los tiranos y mediocres.

A Cecilio Acosta lo debemos sacar de ese ataúd perfecto de los héroes santificados, como justificación, por el despotismo. Don Cecilio, niño, joven, sabio en su impoluta madurez, debe caminar por las veredas verdirrojas de su patria chica de San Diego de Los Altos, por los caminos ahora otra vez polvorientos y acongojados de su patria venezolana y por el sueño anfictiónico, todavía posible, de la patria grande y de la más grande aún que nos convoca con las mismas voces de caballería que escucharon Babieca y Rocinante en la meseta castellana. Don Cecilio no puede ser desprendido de Venezuela, de Colombia, de Chile, de España, de tierra alguna donde se agradezca con un amable “gracias”.

Don Cecilio ha de ponerse otra vez, agrandados, esos zapaticos de oro que le atribuyen en Guareguare, caserío de San Diego de Los Altos que aún se disputa su cuna, y encontrar, por generosa donación de tantas generaciones de venezolanos, el dinero para enviar todas las cartas y escribir todos los libros que nos haya de mandar o dedicar.

Don Cecilio no ha muerto, sino que acaso doscientos años después, vuelve a nacer en un país que otra vez tembló de pavor, que otra vez tiembla de pavor. Necesitamos, seguimos necesitando, su voz y su ejemplo. Solo así podremos desovillar la maraña que esconde el hilo para salir del laberinto y burlar al monstruo de mil caras y mil manos que lo custodia y somete, burlándose del barro del que no solo estuvo sino que está hecho don Cecilio: el barro del pueblo, el barro de la pobreza, el barro de la sabiduría y la nobleza.

Cecilio Acosta fue un hombre de periferias: nació en una pequeña población aledaña a Caracas, fue pobre de solemnidad, vivió en un país visto como periferia de centros mundiales de poder y, dentro de él, pertenecía con orgullo a la periferia de los justos, de los alejados del poder, de los mancillados por el modo caudillesco y militarista de conducir el país. Héroe de esa paradójica periferia de la civilidad, Acosta no reclama por sí mismo su puesto entre nosotros, humilde como fue el sabio. Somos nosotros, los venezolanos del siglo XXI que todavía no fructifica en nuestros suelos, quienes lo precisamos para que, como tanto aconsejaba él, nos beneficiemos de la luz que se difunde en vez de enceguecernos con la que se concentra en forma avasallante, indebida, indecente, petulante.

Reclamemos a Cecilio Acosta como signo y símbolo de la Venezuela civilista, de la patria buena donde, cual diría Rómulo Gallegos sobre el Llano, “una raza buena ama, sufre y espera”. Y esa espera la puede iluminar un justo como Acosta, un hombre que no sucumbió ni en las garras asesinas del poder ni en la genuflexión obscena y lucrativa ante los caudillos que se creían ilustres en las Américas e inmortales entre los mortales, llamados ?pensarían? a ser saludados como César.

Los verdaderos inmortales son los hombres como Cecilio Acosta, aquellos que, cual señaló Martí, cuando alzan el vuelo tienen limpias, muy limpias, las alas y, añado yo, las manos sin rastros de sangre, codicia o venganza.

 

Horacio Biord Castillo

 

Escritor, investigador y profesor universitario, Presidente de la Academia Venezolana de la Lengua. Director de la Academia de la Historia del Estado Miranda. Integrante del C{irculo de Escritores de Venezuela

 

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