LA MIRADA POÉTICA DE ELIZABETH SCHÖN

Por Carmen Cristina Wolf
A Elizabeth Schön, in memoriam

Cuando se cumplen dos años del viaje definitivo de la poeta venezolana Elizabeth Schön, vuelve a mi memoria su mirada límpida, su manera afectuosa y gentil de tratar a las personas. Un día fuimos a visitarla, los poetas Rosita Melo, Edgar Vidaurre, Ruth Vidaurre y yo. De la conversación y la lectura de poemas, pasamos a la música, y ella me prestó un cuatro. Al comenzar a cantar una tonada de Simón Díaz, Elizabeth comenzó silenciosamente a llorar. Nos
explicó por qué. Era la primera vez que se escuchaban las notas del instrumento desde que Alfredo Cortina, su esposo, falleció.

Todo el que que hablaba con Elizabeth Schön, no la olvidó jamás. En el transcurso de mi vida, la lectura de su poesía se ha entrelazado íntimamente con mis vivencias. Me siento bendecida por haber tenido acceso a la obra poética de esta mujer venezolana, voz fundamental de la literatura contemporánea. He aquí los versos seleccionados para la convocatoria del octavo encuentro internacional de escritoras que se celebró en abril del 2008:

“En el tránsito del asombro hacia otro asombro
se desborda lo inagotable del Ser”
(Elizabeth Schön)

Estos son algunos recuerdos de la niñez que regresaron a mí leyendo algunos poemas de Elizabeth. Memorias de nuestras vacaciones en San Esteban: El verano era un vaso de oro desparramándose. Las gavetas dejaban salir la ropa ligera, pantalones cortos, franelas, sandalias. Lociones para los mosquitos, bronceadores y sombreros. De vez en cuando, si no un ventilador, un abanico. Todo un verano para bañarse en el río, leer a Julio Verne, Louise May Alcott, Salgari y los cuentos de Julio Garmendia. Comer mangos y guayabas y echar cuentos de la playa que estaba a un kilómetro, como si el mar estuviera a millas, millas y millas de distancia. Y todo allí mismo, a diez minutos de Puerto Cabello, en las orillas del río San Esteban, cubierto de la sempiterna vegetación cerrada verdinegra.

Era la felicidad completa, sin preocupaciones. Los mejores días del año, el gozo del principio del vivir, la pubertad en plena ebullición, cuando todo parece estar en una cesta, en la cual basta con querer para encontrar en ella cualquier aspiración hacia el milagro de la realidad, del brillo con que aparecen todas las cosas que nos rodean. Elizabeth Schön escribe:

“Si miras el agua miras al cielo. / Si miras al niño miras al agua y al cielo.”

Levantarse al amanecer no costaba nada, eran días distintos, de otra tinta. Lavarse la cara, ponerse el traje de baño y desayunar un vaso de leche y mantequilla derritiéndose sobre una arepa caliente. Al frente, los árboles de caimito y los chaguaramos, las matas de limón y de lechosa, los cedros centenarios y los pájaros saltando como locos entre las ramas, arrebatándose ramitas.

Nos esperaban las pelotas de goma húmedas sobre la grama. El abuelo, rastrillaba las hojas con sus botas de hule que casi le llegaban a las rodillas. Bajábamos la escalinata, había llovido la noche anterior. Las hojas brillaban de punticos mojados. Cargando nuestros tobitos abríamos la reja y allí estaba: el río, “con infinito blusón deslizante”, con su borboteo como “un reguero de polen multiplicándose”, el agua, ella sola, ella misma consigo, tan cerca “y tan siempre lejos, entre la tierra y la fugaz distancia”.

“El agua hace al árbol permanecer y al hombre ser fiel a su propia e innata transparencia”.
El agua del río conducía un millón de años de hojas caídas, ramas, rayos de sol y brisas influyendo en las coreografías del agua, brisas metiéndose en el agua, alborotándola. El abuelo Federico había construido un muro para encauzar el río e impedir que las crecidas tumbaran los árboles cercanos a la orilla. El muro se había puesto verdoso y estaba corroído por el tropel de las aguas.

En el río aprendimos a confiar, no nos angustiaba su fondo, gozábamos la inquieta curiosidad de no saber las cosas que guardaba. No teníamos miedo de los peces pequeños, ni de los grandes que nos imaginábamos podían aparecer algún día, ni siquiera de la gran serpiente que tenía su casa bajo las piedras. Abuelo nos decía que ella “no hacía nada”, porque era una culebra buena. Era inofensiva como una jirafa. En el libro de Schön ¨Es oir la vertiente¨ (1973), Elizabeth publica poemas sobre la realidad del miedo, unos poemas que hasta hace muy poco me hacía daño leer:
“Hay miedo. / Ya el árbol se achica / en tanto va angostándose la luz / hasta cerrar la última hendija. … Piérdese el pulso / olvídase el ritmo / en la piel sólo agotamiento / y sobre ella el aire, / el sol / el agua / el hombre, / la tierra” … Estos poemas no los leí en la época en que escribí esta nota, no forman parte de estos recuerdos de la niñez, que continúan así: Y entrando en la frescura poblada de medallitas luminosas, no había otra cosa en el mundo que más nos hiciera quedarnos con nosotros mismos, flotando, meciéndonos, oyendo susurrar los ramajes. En esos instantes, el tiempo no existía, o se entretenía entre el cielo y el murmullo de la vegetación.

Podíamos creer, escuchábamos una promesa y creíamos en ella, esperábamos. Vivíamos en pulsación, en latencia, vivíamos en todas las semillas y en nuestros cuerpos: redondeados, flacos, morenos y rubios, orondos. Vivíamos “en el centro de la oscura y primaria semilla”

No existía nada que no nos fuera familiar, que no mereciera alegría, celebración, nuestros maravillosos y escandalosos miedos pasajeros y perennes.
Todo estaba en los bandos. Casa cosa tenía su bando. Pájaros, perros, gatos, ciempiés, los fugaces y groseros monos, las arditas, los sapos y las ranas, los inoportunos y nocturnos murciélagos, las insoportables perezas. Los ruidosos pericos y las mariposas con su rastro de oro. Las tenebrosas mapanares, las determinantes enredaderas, el olor a monte, el olor a cena, siempre únicos y siempre maravillosamente lo mismo.

En la infancia todo era sorpresa, no obstante nada nos era extraño. La vida era cercanía (y lejanía) imaginada. Con todo se hablaba, con cada cosa se iniciaba una historia, una amistad, un juego.

Una de nosotras se parecía a una semilla de onoto, la otra era de algarrobo, la otra intrigaba hasta que descubrimos que era idéntica a una semilla de níspero. Los varones parecían semillas de mango, de cedro, de guanábana: “son aquellos los de la faz rodante del grano quienes oyen / e incendian los fulgores con los que día a día aflora la vida”…

Nuestros cuerpos no dejaban de jugar, de reír, de llorar para contentarnos y volver a pelearnos enseguida. No sabíamos del miedo, no sabíamos cómo se definía la vida y a nadie se le podía ocurrir intentar saber lo que era. Ninguno de nosotros habría querido, ni intentado pensar ¿qué es la vida?.

No sentíamos miedo, porque nos enseñaron que el universo había sido creado por alguien profundamente enamorado, a quien podemos llamar padre. Aquel que ama a la humanidad tanto como se ama a sí mismo.
Esa infancia todavía está intacta en mi corazón y cuando alguien actúa de manera perversa, creo que sufre la enfermedad de ausencia de amor. Las ofensas, las acusaciones nacen del miedo, brotan porque ignoramos que todos somos hermanos. La gente pelea como las células de un organismo enfermo, y terminan destruyendo su capacidad de confiar en la vida y en su propio ser.

No hay que sentir miedo, ni ahora ni nunca, lo máximo que podemos perder es esta vida, que es un regalo y no es nuestra propiedad. Porque la vida pertenece a la Vida.

* Todas las citas corresponden a los libros “Del antiguo labrador” y “Es oír la vertiente”, de la poeta venezolana Elizabeth Schön, Premio Nacional de Literatura.

1 comentario

  1. La entrevista «La mirada poética de Elizabeth Schön es de gran interés para mi, pues estoy escribiendo en mi blog, unos artículos que he llamado «El ámbito de la escritora en la poesía» y me gustaría incluir algunos comentarios que encontré en esta lectura.
    Agradeceré su respuesta
    Por otra parte me interesa agregar escritoras Venezolanas y me gustaría ser orientados por ustedes. Gracias
    María Cecilia Murcia Segura, de Colombia

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