«Cubagua”, de Enrique Bernardo Núñez

paisaje marino.jpgPor Eduardo Casanova

1. El autor.

Enrique Bernardo Núñez nació el 20 de mayo de 1895, en Valencia de Venezuela, en el Estado Carabobo. Fue y es uno de los valores más notables e importantes de la narrativa latinoamericana y universal, aunque ignorado por su propio país. Cuando apenas tenía catorce años, en 1908, aparece como co-fundador de un periódico, Resonancias del pasado. Un año después se mudó con su familia a Caracas. A los veintitrés años publica su primera novela, Sol interior, que es saludada por la crítica como obra imperfecta de un joven que promete mucho. Un par de años después, cuando acaba de casarse, publica una segunda novela, Después de Ayacucho, que es claramente incomprendida por la crítica del momento. Nadie se da cuenta de que se trata de una obra paródica, en la que el joven autor se burla de los autores contemporáneos y del estilo predominante en su tiempo. El investigador y crítico venezolano Javier Lasarte, muchos años después, en la década de 1980, reivindicará esta obra y la ubicará en su debido sitio en la narrativa venezolana. Y en 1931 publicó Cubagua. Era un escritor de treinta y cinco años, que entre los veinticinco y los veintinueve había vivido en el estado Nueva Esparta, integrado por las islas de Margarita, Coche y Cubagua, y varias islillas regadas por un mar precioso. El Presidente del Estado (gobernador), el que lo convenció de que se fuera a vivir a la Isla para fundar un diario que no mucho tiempo después fracasó, era uno de los más notables escritores de nuestro país: Manuel Díaz Rodríguez, escritor modernista, y que cuando tuvo a Núñez cerca de sí era un hombre de más de cincuenta años y, aun sin saberlo, cercano al final de su vida. Es imposible saber a ciencia cierta cuál fue la influencia del experto narrador en el joven, pero alguna debe haber habido, sin duda. El año de la rebelión de los universitarios, 1928, Núñez, por no ser estudiante no se atreve a unirse a ellos, y como parte de las muchas contradicciones de su vida, acepta trabajar para el gobierno gomecista. Es designado Secretario de la Embajada de Venezuela en Bogotá. Luego pasa a La Habana, y poco después a Panamá. Es en La Habana, en enero de 1929, donde empieza a componer Cubagua. La terminará a mediados de 1930 en Panamá, en donde unos meses después en febrero de 1931, escribió su otra gran novela, La galera de Tiberio. Cubagua fue editada en París en 1931 y olímpicamente ignorada por la crítica venezolana. Luego se publicaría La galera de Tiberio, cuya primera edición fue tirada a las aguas del río Hudson por el propio Núñez (sólo se salvó un ejemplar que sirvió mucho tiempo después para una segunda edición hecha en Cuba). Núñez sería después el Cronista de Caracas y dejaría del todo la ficción. Murió el 1º de octubre de 1964 en Caracas.

2. «Cubagua».

El argumento o trama de Cubagua no parece complicado: narra la peripecia del doctor Ramón Leiziaga, «graduado en Harvard, al servicio del Ministerio de Fomento», que descubre algo así como los dobles de personajes contemporáneos, ubicados en el pasado remoto de Cubagua. Esa duplicidad no se limita a los nombres, sino que parecería que son las mismas personas ubicadas en dos momentos separados por el tiempo pero, a la vez, unidos por el tiempo. Es un hábil truco emparentado con el nominalismo en un juego especular: cada uno de ellos tiene el nombre del otro, pero le debe faltar en parte la realidad del otro. En la novela se funden y se confunden los planos temporales. La búsqueda y explotación de las perlas de ayer es la búsqueda y explotación del petróleo de hoy. De la antigüedad se presenta el Conde de Lampugnano, un aventurero inescrupuloso que logró para sí una concesión del Emperador para explotar las perlas de Cubagua con una máquina maravillosa, y que, luego de caer en desgracia, accedió a envenenar al conquistador Diego de Ordaz como precio de su propia libertad. En realidad existió Luis de Lampugnano, conocido por los españoles con el nombre de Lampuñán, milanés y descendiente del Lampugnano que asesinó en Italia a Galeazzo María Sforza. El verdadero Lampuñán llegó a Cubagua en 1528, efectivamente con una máquina para sacar perlas, que fracasó, por lo que el hombre quedó en el sitio como boticario y fue protestado públicamente por los españoles que exigieron al rey su expulsión de Cubagua. También es personaje el negrero Pedro Cálice, que existió en realidad, aunque no actuó nunca en Cubagua. En la novela es, a la vez, un enfermo de lepra en pleno siglo XX y un traficante de esclavos en el siglo XVI. Está asimismo la moderna y encantadora Nina Cálice, que se desdobla en diosa pagana. Y, sobre todo, está el misterioso fraile, Fray Dionisio, que parece viajar en el tiempo, y que poéticamente es un fraile que leía en su breviario alumbrándose con un cocuyo, un fraile que, como Las Casas, amaba a los indios y no los entristecía ni los oprimía. Un fraile que viajaba por las regiones ignotas «enseñando el Evangelio». Y la novela es justamente eso, un viaje maravilloso en el tiempo, un juego de planos que se mezclan y se confunden, se hacen mitos y construyen un espacio de tiempos mezclados por la mano alquimista de Enrique Bernardo Núñez. Ese manejo del tiempo y el espacio será lo que tiempo después logrará el milagro de que la narrativa latinoamericana se haga famosa en el mundo. Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri, estuvieron entre los primeros lectores de Cubagua, y entre los primeros que se dieron cuenta de que ese era el camino. Luego vendría la otra generación, la de Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso, que usarían en plenitud los recursos que Núñez aportó casi sin darse cuenta y, sobre todo, sin beneficiarse para nada. Había abierto un camino, había transitado por él y había permitido que por él transitaran los que sí obtuvieron con él grandes ganancias. Y nadie tuvo siquiera la cortesía de agradecérselo.

Los primeros párrafos de Cubagua son muy sencillos. El lector se siente en una crónica bien escrita, en la que el autor más de una vez elimina una coma para hacer más ágil el relato. Es una agradable descripción de la pequeña ciudad insular y provinciana de La Asunción. Pero de repente, se entiende, al aparecer el primer personaje, el juez Figueiras, que es una obra de ficción, y en el próximo párrafo, cuando el autor cambia de la narración en pasado a la narración en presente (En la misma calle que Figueiras vive el coronel Juan de la Cruz, Rojas, etc.), ya no puede haber dudas acerca del género de la obra: es una novela en la que la historia se mezcla con la ficción. Uno de los aspectos que llama la atención en la escritura de Núñez es su uso de los tiempos gramaticales: en un mismo párrafo pasa del presente al pasado o del pasado al presente con absoluta desenvoltura, y en alguna ocasión (La risa de Nila aguijoneaba su ira, pero no ve su mirada compasiva) lo hace dentro de la misma oración. Como historia, está presente en ese inicio el tirano Aguirre. Núñez, tal como Jorge Luis Borges, usa con absoluta libertad crónicas de otros tiempos. O las inventa. Su objeto es hacer absolutamente verosímil lo que su imaginación crea. Con una seriedad que tiene mucho de humor verdadero, todo lo cual no mucho tempo después, hará importante la narrativa latinoamericana en el mundo. Núñez, luego de pasear al lector por la historia de Aguirre, le presenta a fray Dionisio, que le sirve para combinar lo actual con lo antiguo y lo antiquísimo. Es el párroco, activo y a la vez humilde. Constructor y guía que tiene mucho de los curas que vinieron a América, de verdad, a conquistar almas para Dios, y no riquezas para ellos mismos, y que, sin embargo, fueron capaces de las mayores crueldades. Y de inmediato presenta a Nila Cálice, chica moderna y desenvuelta que, sin embargo, toca el órgano en la iglesia con efectos místicos sobre quienes escuchan, y que la magia de la creación literatura convierte en expresión de la mitología indígena, mezclada con la griega: es Erocomay y también Diana, la luna, y termina siendo una virgen prostituta, prostituida por la Universidad norteamericana, a donde fue llevada por la mejor de las intenciones que, como en la vida real, suelen reventarse contra la peor de las realidades. Representa la riqueza material que deslumbra a los seres humanos. Después sabremos que es la hija de Rimarina, «cacique de los tamanacos», antigua tribu ubicada en lo que hoy es el Estado Bolívar, cerca del río Orinoco; es, en definitiva, la fuente del petróleo, del elemento que, como las perlas en tiempos antiguos, se convierte en la causa de la corrupción de los tiempos modernos. Es un personaje sumamente complejo: es lo más antiguo y misterioso del hombre, y a la vez, es la modernidad. Es lo primitivo, lo que nace de la oscuridad, y es la claridad que proviene de la más moderna educación. Es el tema inagotable de la aldea, del caserío, del pueblo lleno de chismes y habladurías. En verdad no es nada Cálice. Es hija de Rimarina, un cacique que murió asesinado hace algunos años. Fray Dionisio es su tutor. Después, el autor nos presenta a Stakelun, el gringo que representa el imperialismo, la búsqueda de riquezas que esquilmar, de hombres que explotar: el buscador de petróleo. Inicialmente parecería que va a ser casi tan importante como el protagonista, pero en realidad se diluye en el texto, aunque al final de la obra adquiere singular importancia. Y por fin, en un diálogo múltiple, en el que al autor hace gala de muchos elementos, entre ellos la ironía, aparece por vez primera Ramón Leiziaga, (el graduado en Harvard, ingeniero de minas al servicio del Ministerio de Fomento, caraqueño, perteneciente a las familias más encopetadas del país), que por su origen parece destinado a sentirse extranjero en su propia tierra, el verdadero protagonista de la obra. Núñez aprovecha el diálogo para mostrar la pobreza de la isla, la miseria de sus habitantes, que son demasiado fecundos y parecen condenados a ser lo que son por un determinismo insuperable. Es un eco de las teorías positivistas, que aún estaban en boga en la Venezuela de 1930 (algo más adelante aparece en boca del juez Figueiras un pensamiento lapidariamente positivista: ¡Sí, en nuestro pueblo el progreso entra siempre a la fuerza!). Núñez pasa de una escena a otra sin solución de continuidad, con pleno dominio de la poesía, que es, al fin y al cabo, la verdadera savia del narrador. Su lenguaje linda con lo barroco. Y siempre es poético: las islas son inermes, los hombres son cardones. Intercala descripciones, también llenas de poesía, que a veces sirven como de puentes entre situaciones diversas. Hay diálogos entrecortados que le dan a la novela un leve toque de surrealismo. También, regados con habilidad de artesano, se cuelan en los textos auténticos sarcasmos como el que, después de citar una parrafada en tanto cursi de un poeta local, remata con estas palabras: Pero el poeta nada dice de la miseria de los labriegos, ni de sus valles áridos. Por eso Padilla su isla se mueren de hambre. Y dentro de ese sistema de alternar párrafos poéticos con párrafos narrativos y de repente variar para ofrecer al lector partes que tienen forma de ensayo o de crónica o a veces hasta reflexiones del autor, Núñez habla en tono periodístico de las perlas y de lo que han exigido los trabajadores del lugar. Es allí, por cierto, en donde está la primera referencia al país que se está convirtiendo en petrolero. La variedad caleidoscópica de estilos internos sirve, además, para que la novela se vaya construyendo a sí misma, como por un esquema de reproducción celular, y a veces esa forma de crecer le permite al autor introducir, sin que el lector se pueda dar mucha cuenta, elementos de otros tiempos, vestigios de un pasado muy remoto.

Cuando apenas la novela empieza a tomar forma, uno de esos párrafos internos, que se presenta en forma de diálogo interior o de larga reflexión de Leiziaga, nos permite identificarlo como protagonista, como el que expresa los verdaderos puntos de vista de Enrique Bernardo Núñez. Ese párrafo dice así: «Allá está el doctor Zaldarriaga con sus planos, sus sarcasmos y su rutina inevitable. Todos los días su jefe inmediato le pasaba planos e informes sobre los cuales iba trazando con su bella letra: oro, petróleo, diamantes. Dentro parece fulgir el brillo pálido de los metales en que la muerte trabaja sus talismanes. Ahora, en vez de papeles, veía allí, frente a él, la costa desierta del continente. Hay espacio para ciudades colosales, para que una poesía inédita, un género de vida nueva, escale las torres y gane el cielo azul entre el humo de los navíos. Tarde o temprano, el mundo viejo irá desapareciendo, borrándose en América. Tras una pausa saludable se alzarán ciudades asiáticas, africanas, europeas, con terribles guerras de razas alimentadas por un materialismo feroz, en el cual se hallarían gérmenes de los antiguos misticismos. Entonces no quedaría el recuerdo más remoto del doctos Zaldarriaga ni del doctor Almozas.»

Casi de inmediato, en otro párrafo dedicado a la historia de Margarita y, en especial, a la aparición de la Virgen del Valle, Núñez trabaja la narrativa dentro del más perfecto esquema del realismo mágico: Los indios descubrieron entonces entre las zarzas, junto a una caverna, morada de adivinas, una figura resplandeciente. Tenía un halo de estrellas y un pedestal de nubes. Piadosamente la condujeron a un valle y allí erigieron un santuario. Desde aquel día las playas y laderas de la isla manan un olor suave y deleitoso. Ese tipo de afirmaciones es lo que treinta y tantos años después usaría Gabriel García Márquez ¡y sería considerado por los críticos del mundo como algo originalísimo! El párrafo-historia termina diciendo: Todo aquello ha pasado en un tiempo demasiado fugitivo, como el que comienza ahora, que es una forma de decirnos que en realidad, la historia comienza en ese punto.

La segunda aparición de Nila Cálice es también algo notable en la obra. Hay allí un manejo habilidoso de los tiempos, similar al que también muchos años después hará notar a Mario Vargas Llosa. Y hay un adelanto de lo que va a ser: Leiziaga creyó haberla visto toda la vida o al menos hallar una imagen que vivía confusamente dentro de él. Barro maravilloso en el cual se funden y plasman los deseos. No es sólo el elemento erótico, sino hay en esas palabras un contenido mítico que después se desarrollará en propiedad. Esa «imagen confusa que vive dentro de él» no es otra cosa que el mito, materia prima de las religiones. Y no otra cosa es la aproximación de Leiziaga a Nila, la confianza con la que le habla, tuteándola, y la forma en que ella le responde, como si de verdad se conocieran de toda la vida. Hay en toda la brevísima escena algo de bíblico, algo que parece venir del Cantar de los Cantares. Y esa sensación se refuerza con la sensualidad de la descripción que Núñez hace del paisaje playero, que de repente se convierte en cielo donde «las islillas destellaban lejanas». Sin siquiera usar un término o una palabra que inspire en el lector la idea de un encuentro sexual, Núñez logra que ese encuentro se produzca mediante la imaginación poética: Cuando regresaron los contornos eran más nítidos, como trazados con carbón encendido.

Esta escena, el encuentro de Nila y Leiziaga en presencia de Stakelun, es central en la novela. Leiziaga y Stakelun son los buscadores de riqueza, son el nuevo mundo. Nila es lo primitivo, lo mítico, lo profundo. Son los opuestos que se encuentran. Pero, también paradójicamente, los buscadores de petróleo y de riquezas materiales no representan tanto la modernidad como Nila. Y desde otro punto de vista, también Núñez se adelantó décadas a su tiempo: esa forma de narrar es la que muchísimos años después utilizará el mejor cine europeo de autor (Fassbinder et al).

La calidad poética de los párrafos dedicados a simples descripciones es, sencillamente, ejemplar. Tiene, además, un elemento plástico que colma los sentidos del lector: No hay prisa, pero caen los jazmines encendidos y el verdor de los dátiles lejano y lánguido. Las casas parecen desiertas y el mar presentido en el aire, un cristal líquido. Si cayese la lluvia, la tierra sería menos roja y menor también el ardor de los pueblos. Después se oye una canción tierna y triste. Hombres de jarana preludian sus guitarras junto al viejo convento. Adultos y niños untados de grasa pasan el domingo en la plaza o sentados a las puertas de sus casas. Todo aquello se ilumina con una luz sombría, amarillosa, que desgarra los ojos.

Con un cierre de magia y poesía, después de mostrar como velado al personaje Teófilo Ortega, que mantiene con Nila una extraña y ambigua relación de amante y de esclavo, y que en otro tiempo fue el encargado de asesinar al fraile Dionisio, que también, como hemos visto, cumple en la obra un papel ambiguo y misterioso, el primer capítulo concluye.

Luego aparece la isla de Cubagua, la isla mítica junto a la isla misteriosa, y con ella cobra vida otro personaje importante: Antonio Cedeño, el marino, el isleño, el mestizo, recio como el mar que habita. Es él quien se encarga de describir la antigua ciudad, hoy sumergida en el agua y en el tiempo. Es el pueblo que se enfrenta a Leiziaga, al buscador de riquezas, de petróleo. Es también quien informa a Leiziaga que en Cubagua hay petróleo. Petróleo, el equivalente actual de las perlas que parecieron la fortuna de Cubagua, y que, tal como el petróleo, fueron explotadas hasta la saciedad y nada dejaron al sitio. Nada. Es el betún que se usaba para fines medicinales, tal como se usaba cuando el primer Rockefeller empezó a explotarlo en algún sitio de los Estados Unidos. El corazón de Leiziaga da un salto y su alegría es apenas comparable al disimulo de Colón cuando vio allí mismo las indias adornadas de perlas… Las palabras, la lengua, la narrativa, se usan como instrumento para mezclar, para amalgamar, para unir los tiempos.

El nácar parece ser una obsesión en Núñez, lo puede ver, lo palpa, lo siente en el cielo, en la tierra, en el agua. No se cansa de nombrarlo. Es la esencia que cubre y envuelve sus palabras y sus visiones. Y el manejo del tiempo es, más que una técnica, una forma de expresión para el gran novelista, que parece lograr el ideal de todo narrador: la simultaneidad. Esa gente que se deja arrastrar por el hechizo del aceite es la misma que se dejó arrastrar por el de las perlas. Y el nácar de las perlas es el mismo del petróleo. Todo es materia de sueños. Esas voces que forman un coro de voces, ecos de las noches primitivas, a las cuales suceden pausas inmaculadas y una ráfaga de oro, un destello lejano. Ideas que nacen en el mar, entre los arrecifes. Cuando ha llegado el tiempo escapan de sus lechos y emigran, girando siempre para orientarse en grandes nubes. Conseguido el rumbo, nada puede desviarlas, ni el viento no las montañas, y vuelan directamente a refugiarse en las viviendas humanas, causando a veces terribles estragos, son metáforas dentro de las metáforas, que a su vez están comprendidas en la gran metáfora de la novela.

Núñez, cuando cita textualmente fragmentos de obras verdaderas, las convierte en parte de la ficción. Así logra su objetivo de combinar en un solo material la Historia, la ficción y el mito. Al final del Capítulo II, ofrece al lector una clave esencial. Leiziaga, el protagonista, descubre en su mente una coincidencia de nombres que puede ser mucho más que eso. El fraile Dionisio le ha sugerido que él, Leiziaga, puede ser el mismo Lampugnano, el buscador de riquezas, y eso solo pensamiento lo hace reflexionar: ¿Sería él acaso el mismo Lampugnano? Cálice, Ocampo, Cedeño. Es curioso. Recordó este aviso en el camino de La Asunción a Juan Griego «Diego Ordaz. -Detal de licores». Los mismos nombres. ¿Y si fueran, en efecto, los mismos?, que es la misma pregunta que tiene que hacerse el lector.

Y esa parece ser la señal para que, con una técnica claramente cinematográfica, de repente haya un cambio de ambientación y el lector -el espectador- salte sin solución de continuidad al siglo XVI. Ya no está en la isla semidesierta, entre ruinas, sino en Cubagua, la isla llena de vida y riquezas. Ya no se habla de goletas sino de naos y, en efecto, Leiziaga es Lampugnano, como si se tratar de un actor que cambió de maquillaje y de vestuario para encarnar otro personaje. Quizás por eso, Núñez prefiere referirse a él con el pronombre, «él daba rodeos», «él se empleó», «él iba», es una manera de mantener un velo de misterio sobre la identidad del personaje, de ambos personajes. Pero ya no hay duda: no se trata de coincidencia de nombres. Ocampo es el mismo Ocampo, Cedeño es el mismo Cedeño, Cálice es el mismo Cálice. Han vivido, viven, centurias. Quizás los del siglo XX han perdido fuerza vital, dignidad, se han convertido en seres venidos a menos. Es la magia de la palabra que crea una realidad propia. Se anuncia la existencia de El Dorado, tal como en tiempos modernos se anunciará la Gran Venezuela petrolera. Todo es ilusión creada por un verdadero mago de la palabra, de la novelística, que ha iniciado una nueva ruta para el género literario que maneja con maestría, nueva ruta que hará famosos y ricos a otros que están una o dos generaciones después de él.

Núñez no dejar lugar a la especulación: maneja arbitrariamente el tiempo, crea un mundo mágico mediante el manejo del tiempo. Narra el alzamiento de los indios de Tierra Firme de 1521, un hecho histórico, y en una piragua está la cabeza de fray Dionisio, el mismo fraile que conversa en la isla con Ramón Leiziaga, cuatrocientos y tantos años después. Es la misma cabeza que después Leiziaga verá, mientras está con el propio fraile y descubre un mundo de hechicería que, como hombre oscurecido por la modernidad y la ciencia, le es muy difícil comprender.

Allí, Núñez deja del todo de ser historiador e inventa una invasión de Cubagua por los indios que quieren vengar a los que han perecido reventados o simplemente capturados y convertidos por los conquistadores en objetos. Hay en la escena algo de danza macabra con cierto elemento erótico y plástico, construido en buena parte sobre excelentes tropos de magnífica factura. Y en medio de las celebraciones del triunfo indígena, aparece la mujer blanca e intrépida, que no es otra que Nila, convertida en amazona, en Diana, ser nacido de la mitología orinoquense, combinada con los mitos griegos y cristianos: es la mujer, y a la vez, la humanidad plena.

Al narrar las consecuencias del alzamiento de los indios, Núñez cuenta que una mujer indígena fue abandonada por los suyos en Cubagua, y que fue quemada por los españoles, y con la mayor naturalidad remata lo narrado con estas palabras: Otros dijeron -y así lo refirieron durante mucho tiempo-, que Cuciú no murió en la hoguera. Un adivino la arrebató de las llamas convirtiéndola en garza roja, y confundida con las otras se cierne sobre los caños en la estación de las lluvias. ¿No es esa manera de narrar lo que años después los críticos llamaron «realismo mágico»? ¿No es esa la forma de presentar narraciones veladas en el misterio de Juan Rulfo, que tenía doce o trece años cuando se publicó Cubagua? ¿O la misma manera de contar, por ejemplo, de Gabriel García Márquez? Sólo que esto fue escrito entre 1929 y 1930, y no en la década de 1960.

Un par de pinceladas brillantes sirven al autor para mostrar la crueldad del medio: un mastín es lanzado contra un indio indefenso por el sólo placer de ver sangre. Los pescadores de perlas regresan de sus faenas medio muertos, condenados.

Para describir a los logreros, secundones, trepadores y aventureros que constituían la mayoría de los que pasaron de España a las Indias, Núñez apela de nuevo a la ironía: Éste había sido paje de la reina Isabel; aquél, caballerizo del emperador. Habían asistido a la toma de Granada y a las campañas de Italia. Venían de Flandes, de Francia. Describían las tiendas reales, las fiestas y batallas. Todos dejaban empeñados haciendas y mayorazgos para venir al Nuevo Mundo a ganar honra. Cada quien pedía diez mil indios para remediarse. Y el recurso se repite cuando habla de Nila y su misterio, que es el misterio del Orinoco y del antiquísimo Escudo Guayanés, la zona de los tepuyes y de las selvas que más parecen océanos de vegetación: Camino del Orinoco salieron entomólogos, mineros, arqueólogos, aventureros, geógrafos. Muchos no volvían. Algunos compraban flechas e ídolos y publicaban a su regreso noticias sobre los tamanacos o los maroas que nunca vieron. Así alinearon cientos de objetos en las vitrinas de los museos.

La luz es otro de los elementos que Núñez maneja con absoluta maestría. De la luz tropical, blanca, lechosa y caliente de la isleta de Cubagua, pasa, sin solución de continuidad, a la penumbra húmeda y lobuna de «uno de esos antros fétidos de esclavos», y de allí, también sin transición, al espacio brillante y dorado de un antiguo palacio señorial de Milán, en donde destaca el color de las trenzas de Laura, que «no había partido aún al convento de clarisas». Más que de tono narrativo, los cambios son de luz, de tono visual, como en una film perfecto, realizado con todos los recursos de la ciencia actual. ¿O será el material del que están hechos los sueños más gratos? Sin embargo, hay en todo el texto algo que va más allá de lo simplemente onírico. Es como si el gran novelista, el novelista universal que es Enrique Bernardo Núñez, participara, junto con Dante, Miguel Ángel, William Shakespeare y Johann Sebastian Bach, de un secreto que muy pocos iniciados han podido conocer a lo largo de toda la eternidad. Es eso lo que escucha, ve y siente el lector, por ejemplo, cuando del cañuto de un indio encerrado junto a Lampugnano brota un hermoso poema: Coronada de saúco -dice-, tu cabellera, noche maravillosa, me hizo entender sus clamores. Coronada de saúco, tus ojos suplicantes se escondieron entre mis brazos y pude disipar todas sus ansias. La selva no es más misteriosa que tú ni la serpiente más cauta y ágil cuando te deslizas en mi lecho y te enlazas a mí. Las copiosas resinas nunca embalsamarán como tu boca. He creído todo esto cuando he sentido tu pecho florido en mi pecho y he creído también que soy fuerte contra el enemigo. Pero ahora estás ausente, encadenada, y tu cuerpo oscuro, dulce y parpadeante, ha sido ultrajado. ¡Desenlázate de tus cadenas, Zenquerot!

Luego el narrador juega con el tiempo dentro del tiempo. «Él» aparece y desaparece, como el pañuelo de un mago, y todo va convirtiéndose en un magnífico caleidoscopio, en el que lo erótico deviene épico para terminar en cotidiano. Es la apoteosis de la novela.

Lo que narra Núñez no es otra cosa que la conquista. La lucha imposible de los indígenas por conservar su poder y su libertad. La lucha de los españoles por apropiarse de las tierras de los derrotados. Es una lucha desigual, en la que los indios están condenados a perder, y en ella Núñez vuelve a ser el historiador, el cronista, que es capaz de dar vida a la materia muerta. Combina los épico con lo miserablemente cotidiano. Los indios que van a tener a Cubagua ya no luchan: se revientan de tanto tener que bajar a las profundidades del mar. Y sin embargo, en parte son los esclavos los que defienden a quienes los esclavizan. A pesar de la gran claridad que todo lo domina, predomina la penumbra. Es la vida terrible de los indios esclavizados, condenados, a quienes se les niega toda posibilidad de vida, toda forma de alegría. Pero que no se entregan mansamente y matan, cuando pueden, a los blancos acosados por los dardos mortíferos. La madre naturaleza trata de ayudarlos, y para eso utiliza las fieras y el hambre. Es Cubagua, isla mágica, es la humanidad descrita, inventada, reinventada con precisión de minimalista por un verdadero poeta de la novela.

¿Es ficción o es realidad el ataque de Arimuy a Cubagua? No importa. Es. Es, porque así lo dispuso el novelista, que, sean o no hechos históricos, inventó el mundo de Cubagua. Los hechos, los personajes, así hayan sido reales, se convierten en hechos y personajes de ficción al entrar a una novela. Y esa ficcionalidad de la realidad se acentúa cuando quien la convierte en palabra escrita es un novelista de la talla universal de Enrique Bernardo Núñez. En Cubagua el autor ha creado un mundo nuevo a partir del Nuevo Mundo, y en él Lampugnano, que es Leiziaga, el buscador de perlas que es el buscador de petróleo, recibe un rol preponderante que en la vida real jamás tuvo: se le encarga envenenar a Diego de Ordaz, el conquistador que informó por vez primera a los europeos de la existencia del gran río Orinoco, y que por un problema de jurisdicciones se enfrentó a Antonio Sedeño, gobernador y capitán general de Trinidad, y a Pedro Ortiz de Matienzo, Alcalde y Justicia Mayor de Cubagua, de quien se dice que, en efecto, envenenó a Ordaz mientras viajaban a España. Parece ser que Matienzo, que había enfrentado a Ordaz, temía que éste hiciera valer sus influencias en la corte para derrotarlo. El crimen de Lampugnano, los muchos crímenes de los conquistadores, son las verdaderas causas de la ruina de Cubagua, tal como había sentenciado fray Dionisio, cuya cabeza «parecía desenterrada»: Los placeres no se agotaron nunca. Cuando se empobrecían de un lado, se hallaba otra zona más rica. Es el mismo sistema empleado hoy. Otras causas determinaron el abandono de Cubagua. La interrogante, la tensión creada previamente se resuelve. Fray Dionisio estuvo allí y lo sabe. Y el lector vuelve a los tiempos modernos, a la realidad después del sueño mágico. Pero hay más, mucho más: Núñez, narrador omnisciente, afirma: La ciudad quedó abandonada y el mar sepultó sus escombros. Quisieron hacer una ciudad de piedra y apenas levantaron unas ruinas. De la explotación irracional de la riqueza, de las perlas entonces y del petróleo ahora, nada quedó para los que venían después. Sólo ruinas y desolación. Pero Leiziaga no lo entiende, y en aras de un progreso superficial y mal entendido, se prepara a repetir el mismo error que cuatro centurias antes cometió y ayudó a cometer.

Núñez no deja el más mínimo resquicio a dudas: Cubagua = Venezuela; perlas = petróleo; conquistadores = gringos: Las expediciones vuelven a poblar las costas. Se tiene permiso para introducir centenares de negros y taladrar Cubagua. Indios, europeos, criollos vendedores de toda especie se hacinan en viviendas estrechas. Traen un cine. Se elevan torres de acero. Depósitos grises y bares con anuncios luminosos. También se lee una tabla: «Aquí se hacen féretros.» Los negros llegan bajo contrato. Los muelles están llenos de tanques. Los buques rápidos con sus penachos de humo recuerdan las velas de las naos. Son mundos paralelos en tiempos paralelos.

En el Capítulo IV (El cardón), Núñez vuelve a jugar con el tiempo y la metáfora: la relación entre Nila y fray Dionisio es la ideal que planteaba el fraile Bartolomé de las Casas. En la novela es algo que puede haberse producido en los comienzos del siglo XX, pero lo que está planteado es lo que debió ser en el siglo XVI. Es el fraile que, dulcemente, da la Buena Nueva a los indígenas americanos. Es la cristianización de un mundo hasta entonces pagano, pero no mediante la violencia y el despojo, sino mediante el amor y la comprensión. Y está dicho por el novelista: Dionisio comprendía sus lenguas, sus símbolos, sus conjuros; lo cual no es otra cosa que una apelación al sincretismo, al encuentro, no el topetazo, de dos culturas que deberían complementarse mutuamente, sin que una de ellas destruyese la otra. Es un planteamiento destinado al fracaso: Nila fue a Europa, a Norte América. Los profesores le parecían ridículos en su seriedad, confiados ciegamente en su ciencia que le parecía a ella una fantasía maravillosa. Ese capítulo, en el que el autor repite con cierta obsesión las palabras «cardón» y «cardones», es el que con más fuerza presenta la magia enfrentada a la modernidad. Y es también de los más ricos en la magia de las palabras: hay luciérnagas que se convierten en una especie de iluminación natural y artificial, hay mujeres desnudas adornadas de oro que brotan de entre los cardones (Sin embargo, las luciérnagas vuelan en torno de los cardones y su vuelo es una caricia ardiente y lánguida. De entre ellos salen mujeres desnudas. En sus cuerpos brillan ajorcas, arrancadas de oro. Sus curvas son como frutas. Tienen la sonrisa de las conchas que en las profundidades se bañan de un humor rojo. Se alejan corriendo y se dispersan en las orillas plateadas. Sus plantas producen aquellos rumores furtivos.

Núñez es, pues, tan indigenista como los grandes cultores del indigenismo en la novela hispanoamericana, pero lo es con un instrumento mucho más avanzado que el que utilizaron sus predecesores en ése, que es apenas uno de sus campos, uno de los campos que cultiva con maestría.

El primer párrafo del siguiente capítulo (V, «Vocchi») es, por sí solo, una pequeña obra maestra de la literatura universal: La siguiente noticia acerca de Vocchi fue encontrada en el cuarte del policía de La Asunción, en la antigua huerta de los frailes. Después de las mujeres y el brandy, la gran afición del coronel Rojas eran los gallos. Siempre tenía algunos atados a la pared de una galería llena de excrementos. Los papeles pertenecían a la biblioteca del convento. Estaban revestidos de una capa verdosa estriada de blanco, y así fue muy difícil salvar el texto. Además, la escritura, antigua y deteriorada en gran parte, hizo casi imposible su lectura. Comienza de la forma más ambigua posible: «La siguiente noticia» bien puede ser la continuación de algo o la noticia que sigue en el texto. Es algo que se circunscribe al idioma español, y no puede ser traducido en propiedad a otro. Es parte de la riqueza semántica del castellano muy bien utilizada por un novelista único. Interna al lector de repente en un misterio, para sacarlo tan de repente como lo metió, con la nada poética referencia a los gallos del prosaico jefe de policía, y, muy de paso, ofrece la «fuente» de donde ha sacado todo lo que está narrando. Y todo alrededor de un personaje de la mitología universal más antigua, cuyos datos entrega al lector en el siguiente párrafo.

En cuanto al capítulo V, el llamado simplemente «Vocchi» por el nombre de un enigmático personaje, hermano de Amalivaca que Núñez convierte en dios de los albores de la humanidad, oriental, por lo demás, se puede resumir en una sola sentencia: ¡Ah, la esclavitud de los dioses condenados a seguir siempre a los hombres!. El racional Núñez cuenta la historia del dios para dejar sentado que los dioses, hasta el Dios de judíos, cristianos y musulmanes, están hechos a imagen y semejanza del hombre, y no a la inversa. Y, por lo tanto, toda creación humana que esté por debajo de lo divino, está también el servicio del hombre. Y de ello no escapa en absoluto la creación literaria. Incluidos Cubagua y, por supuesto, sus personajes y sus mundos. Pero en realidad el objetivo literario que se planteó Núñez en este capítulo es el de poner en un mismo nivel las mitologías americanas y las del mundo antiguo, las de la primera humanidad y las de la nueva humanidad. Amalivaca, según los caribes y tamanacos fue un dios de piel blanca, creador de la humanidad, del Orinoco y del viento. Vivió mucho tiempo con los tamanacos a quienes hizo inmortales, condición que perdieron a causa de la incredulidad de una anciana. En esa cosmogonía aparece, como en muchas otras, un gran diluvio, un diluvio universal, debido al cual Amalivaca recorrió en una canoa el mundo, y, con su hermano Vocchi, reparó los grandes daños causados por el diluvio. De la gran inundación solo quedó una pareja de humanos, que desde una gran colina arrojaron los frutos de la palma moriche para que de sus semillas brotaran los hombres y las mujeres que repoblaron el mundo. Núñez narra a su manera esa vieja leyenda, sin señalar las coincidencias con la historia bíblica del Diluvio y Noé. De hecho, el capítulo V puede parecer un texto extraño incluido arbitrariamente en el conjunto, que no parece cumplir función alguna en su estructura; podría verse también como prescindible: el lector podría saltárselo del todo sin que ello afectara la comprensión de la novela. Sin embargo, no debe prescindirse de él en absoluto y sí es parte importante de la obra. Es otra de las grandes paradojas del novelista Núñez, tal como lo será tiempo después del cuentista Jorge Luis Borges, usador por igual de mitos que utiliza a su antojo.

Pero hay mucho más. En el relato de las aventuras de Vocchi hay un detalle que conecta ese pasado remoto con el porvenir: Había allí ciudades opulentas surcadas de canales, descollando entre palmeras y jardines. Los hombres se remontaban en máquinas y se comunicaban a grandes distancias por medio de las señales de sus torres, lo cual se complementa con esto: Desde las terrazas se veían cruzar por el cielo máquinas raudas. Se trata de aviones y comunicaciones radioeléctricas. Lo que nos dice el autor es que la humanidad es una misma y el tiempo es algo absolutamente relativo, que puede ser manejado al antojo del hombre. Del escritor. Del mago. Dicho en sus propias palabras: el mundo se hace y se deshace de nuevo. También se observa que al referirse a Vocchi, el dios subsidiario, y no a Amalivaca, que es el principal, Núñez trata de alterar la historia, lo que se ratifica al verse que Vocchi, a quien ofrecieron un templo con altas terrazas donde los sacerdotes observaban los astros y fijaban los solsticios y equinoccios. Todas las tardes una doncella tañía un salterio delante de él. Las mujeres se inclinaban trémulas a depositar sus ofrendas y eran en las gradas penumbrosas un haz de lirios vivos está en la raíz misma del judaísmo, del judeocristianismo, con lo que, en la novela, se sincretizan los mundos, se sincretiza la humanidad. Pero también hay que notar que Vocchi termina siendo inferior a Amalivaca, y no logra, quizás porque no quiere, mantener la armonía entre los hombres, que, a pesar de las buenas intenciones del dios, no pueden vivir en libertad. De eso habría que sacar mil lecciones.

El capítulo cierra con el descubrimiento de América, con el «topetazo» de las dos culturas, del cual sale destruida la más nueva, que es la más antigua. Y cerca de ese final hay una reflexión que define, por sí sola, muchas cosas: sólo las almas superiores penetran en el reino de lo maravilloso.

El siguiente capítulo es una caja de sorpresas. Un viaje a un El Dorado muy especial (un dorado que sobrepasaba todos sus proyectos), en donde Núñez convierte a Vocchi en personaje de la novela. Un viaje que tiene mucho de las alucinaciones que la cultura occidental, especialmente en América del Norte, hará comunes mediante alucinógenos o simples drogas y sustancias psicotrópicas (el polvo que le ofrecía en una concha de nácar y a imitación suya empezó a absorberlo por la nariz), pero que está relacionado con la Comedia del Dante y las ceremonias de los masones, y en el que hay subyacente una brillante muestra de humor y de ironía que pocos parecen haber notado hasta ahora. En medio de su visión, de una visión que anticipa algunos libros de la década de 1970, está Nila, la diosa. No es una ceremonia de Cubagua, ni del Orinoco. Es del Caribe entero, de toda América, y del mundo entero. Después, Leiziaga, que a la vista del oro tangible desfalleció, quizás como muchos años después el venezolano no encontrará la voluntad para crecer y preferirá importar bienes y vida fácil, volverá, un poco desconcertado, a la vida normal, o a lo que debe ser la vida normal de un ser civilizado.

Tras otra escena fantástica, que puede ser el eco, la recidiva, de la anterior, Leiziaga reaparece en el mundo real, el mundo físico, de monedas y desperdicios. Fray Dionisio y Nila se han ido y Leiziaga está demasiado cansado para entender lo que vive. Hay allí fragmentos que destilan poesía de la más pura: Ahora era el aire de una pastoral fúnebre. Los niños —refieren— han desaparecido; las doncellas también desaparecieron, y las fiestas. Creían que los astros iban también a morir, pero las resinas de los bosques se derramaban en la noche y el cielo resplandecía como siempre. El anillo de Leiziaga está en la mano de Vocchi, con lo que se da la unión perfecta de los mundos. Y siempre queda la duda: ¿es acaso un sueño de Leiziaga, un sueño de ebriedad, de droga? Si es un sueño, es parte de otra vida, de una vida paralela, que se conecta con su paralela por algún mecanismo misterioso que no es otro que la literatura, y así queda claro cuando Leiziaga descubre las catacumbas de Cubagua.

En ocasiones los diálogos desconciertan al lector. Es como si Núñez olvidara incluir algo. Suele continuar la narración después de un parlamento, sin el necesario guión, lo cual puede conducir a errores de lectura. Y a veces no está claro quién es el personaje que habla. También, con frecuencia, Núñez prefiere una parquedad que puede ser desconcertante para el lector promedio: en lugar de oraciones, usa simples frases (En la calle, algunos curiosos), y a veces deja una oración deliberadamente trunca (Figueiras golpeaba desesperadamente). Pero no se trata de defectos, sino de modalidades de estilo que en nada rebajan la calidad de la obra. Menos afortunado en el caso de unas pocas oraciones algo confusas, como la que también aparece casi al final de la obra, en la que se evidencia algún descuido: Estaba en pijama con una lámpara de hoja de lata en la mano, la cual despedía un humo espeso. ¿Qué es lo que despedía el humo, la lámpara o la mano del juez? Pecado venial. Aparte de que se trata de una escena en la que lo que se impone es el humor, otra de las características de la triunfante novelística latinoamericana de la década de 1960.

Ramón Leiziaga, de regreso del Hades, ha cambiado: descubre la belleza la vida sencilla, que hasta entonces no había apreciado. Descubre que la civilización no es un bien, y mucho menos cuando es impuesta desde afuera. El hombre que ha vuelto de aquella aventura demoníaca es, definitivamente, otro:

Un sentimiento desconocido se apodera de Leiziaga. Con la mano puesta en la frente para atenuar la luz observa sus maniobras. Realmente los otros tenían razón.

—¡Se necesitan diez mil indios!

Hobuac asiente complacido.

—Se necesitan diez mil indios y un látigo.

Cubagua proyecta su sombra en el mar.

Esa sombra no es otra cosa que una maldición. La maldición de la ambición y la avaricia, del ansia incontenible de riqueza, que tanto ha afectado a Venezuela desde 1922, cuando el famoso «Reventón» petrolero en el Lago de Maracaibo.

Y sin embargo está dominado por la codicia, aunque no vea en las perlas «su valor material». Está embrujado por el brillo de la riqueza fácil, que lo ha idiotizado. Al apoderarse de un lote de perlas cree poseer en alguna forma la gracia luminosa de Nila. Leiziaga, al poseer aquella riqueza se deja dominar por un desmayo, por un desgano que tiene mucho de erótico. Un abandono total. Es su triunfo mayor, que es su derrota.

El capítulo VIII, llamado «El Faraute», tiene un tono como de despertar. El propio título del capítulo requiere una explicación, pues se trata en realidad del nombre de una embarcación, pero la palabra «faraute», que en las Crónicas de Indias suele referirse a los traductores, a los intérpretes, identifica en realidad a los actores que leían prólogos en las obras dramáticas. Es posible que Núñez le haya querido dar un contenido ambiguo: el «faraute» es el período intermedio ente la parte fantasiosa y la parte real de la obra, o es el necesario intérprete entre el sueño y la realidad. En todo caso, el tono narrativo vuelve a ser el de crónica, el de historia que es contada por un narrador que trata de ser impersonal.

La aventura de Leiziaga no termina bien. ¿Es posible que lo que hayamos recorrido hasta entonces sea lo que le narra Leiziaga al académico doctor Tiberio Mendoza, que no le cree y lo tiene por loco o disparatero? Lo cierto es que el protagonista se ve envuelto en un grave proceso, del que lo salva algo totalmente inesperado. Un cierto tono gris, desvaído, lo envuelve todo en el final, en el que los primeros personajes, especialmente el juez Figueiras, que sueña con enriquecerse ilícitamente, encajan perfectamente en el rompecabezas que el lector termina de armar. Leiziaga se enfrenta a la racionalidad, al pensamiento positivo: ha dejado de ser el ingeniero de cabeza cuadrada para convertirse en el creyente en lo que, sin haberlo visto, vio. Y en ese momento defiende el alma verdadera del pueblo, especialmente del pueblo margariteño, que es uno de los más dignos y nobles de su parte del mundo, con palabras llenas de comprensión, de una comprensión que en realidad refleja la del novelista: República, burocracia, todo les deja indiferentes. El negro y el indio toman la guitarra en sus manos del mismo modo que el rifle, cantan con una tristeza pueril y viven sin conocerse o se matan entre sí. Bailes y canciones, luz, palmeras, he ahí todo el sentimiento, el alma de la raza.

La narración, entonces, se hace circular, aun sin volver al comienzo (es posible, sí, que lo que hayamos leído sea lo narrado al doctor Mendoza, científico e incrédulo que termina lucrándose con lo que averigua, mientras que Leiziaga ni siquiera podrá gozar el placer de contarlo). Hay, sin embargo, una última maniobra de tiempos trocados, o de tiempos alterados, cuando Leiziaga, condenado a lo gris, a lo impersonal, se encuentra consigo mismo, pero no con Leiziaga, sino con Lampugnano, y le pide que se aparte de él: Somos uno mismo -le dice-, realmente no tengo necesidad de verte. No era, pues, alucinación, no era sueño. Y sin embargo, sí lo era. Con algún elemento de esquizofrenia muy bien manejado por el novelista. Es una escena estrictamente cinematográfica, como muchas que aparecerán después en la narrativa no sólo latinoamericana, sino mundial.

El final, como muchas de las situaciones de la novela, es deliberadamente indefinido, ambiguo y tiene mucho de suspenso, de thriller. El autor prefiere terminar más bien en lo que puede considerarse uno de los temas subsidiarios, como si se tratara de la coda de una bella sinfonía, y deja claramente al lector la tarea de descifrar la verdad, con lo cual también inaugura lo que después se denominó lector cómplice en la novelística latinoamericana y mundial. El gran acto de magia se completa y el lector, sin percibir apenas dónde concluye y comienza la realidad habrá recorrido uno de los espacios novelísticos más completos de la lengua castellana, no de ahora, sino de todos los tiempos pasados y futuros, que debería haber bastado para consagrar a Enrique Bernardo Núñez como uno de los más grandes maestros de la novelística universal. Pero no fue así. Algo faltó. Algo falló en el camino. Algo que deberíamos, de cara al porvenir, corregir del todo. Algo que nos permita evitar que todo esté como hace cuatrocientos años. Que la falsa riqueza siga impidiendo el progreso verdadero. Como en Cubagua.

3. Conclusión.

Enrique Bernardo Núñez dejó atrás la novelística conocida en su momento y creó una nueva, alejada de todo lo que pudiera disminuir al hombre americano, al mestizo, y también de la que pretendía ser reivindicadora. Tampoco cayó en el esquema de enfrentar civilización y barbarie. La suya es novela per se, que vale por sí misma y no necesita muletas de ninguna especie. Sin embargo, no encontró eco, y hasta él mismo cayó en la trampa de no creer con absoluta fe en su propia obra. Llegó a expresar dudas sobre el género literario de Cubagua, dudas que no se justifican en lo absoluto, y después de su siguiente novela (La galera de Tiberio), abandonó la novela como forma de expresión.

¿Qué había pasado? ¿Qué pasa? ¿Por qué Cubagua no ocupa aún el lugar que se merece entre las grandes novelas del mundo hispanoparlante? No es necesario repetirlo. Lo que sí es necesario es corregir la tremenda injusticia que se cometió contra Enrique Bernardo Núñez y con ese inmenso poema-novela, esa inmensa novela-poema que es Cubagua. No por él, sino por nosotros mismos. Por todos los que hablamos y leemos español, por todos los que, de no hacerse esa indispensable reparación, seguirán perdiéndose el disfrute de esa obra, realmente formidable, que es Cubagua.

Caraballeda, Venezuela, octubre de 2008

1 comentario

  1. Gracias, eduardo Casanova por su excelente articulo en el que nos permite descubrir al autor de la novela Cubagua, Enrique Bernardo Nunez, pionero del realismo magico en la novelistica latinoamericana.
    Su obra habia quedado sepultada por el olvido como la mitica isla cuyas misteriosas ruinas son testimonio de la codicia de los invasores espanoles. Tuve la suerte de estar en Cubagua en 2015, buscando inspirarme para forjar un relato sobre la historia de nuestra emancipacion. Cordial saludo. Nestor Arboleda Toro. Bogota, Colombia

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