Huir de Neruda: llegar a Neruda

Por María Antonieta Flores

La existencia gravitante de un Neruda omnipresente, capaz de cantar a todo lo viviente y también a lo ausente, ha vivido los inevitables avatares del deseo.

Desde la más profunda atracción, el afán devorador de poseer todo lo que su palabra abarcó hasta la depresión postcoital de la separación de ese cuerpo nerudiano que su palabra ha conformado, han sido vivenciados por el lector. Y, roto el abrazo cuando nos descubrimos otro, se cumple la separación definitiva y advienen el olvido junto con la evasiva memoria que a veces lo trae. Todo esto habita en el mismo lugar que se abre y se hace más cóncavo para nuevos objetos de deseo que revestidos de novedad traen lo ya conocido para que, al final, sea sólo un primero, ese olvidado objeto que abrió las puertas del deseo y del amor por la palabra.

Sea, quizás, la palabra de Neruda como la de la madre incondicional que todo lo da y que sólo existe en la mente infantil. Por esta razón, para constituirse en individuo, la separación es una obligación. Igualmente, las vivencias y las circunstancias construyen una nueva sensibilidad y ella exige voces distintas que ofrezcan facetas diversas de las experiencias y perspectivas que conforman los tópicos universales de lo poético.

Todo se desgasta, todo cumple un ciclo y todo exige volverse semilla y aguardar. Así, también, la palabra de Neruda, palabra que a veces dice mucho y otras, nada.

La saciedad deja una agobiante sensación y, a veces, abre paso a la repugnancia y al rechazo. Pero el tiempo es certero, y transcurre para colocarnos de nuevo frente a los primeros objetos deseados, estremecidos en las oscuras capas de la memoria. Allí donde «me gusta cuando callas porque estás como ausente» atraviesa un sueño o una pesadilla, obliga a detenerse ante un silencioso rostro sin saber por qué, o ante el silencio del amado o la amada, la mirada se deleita sin saber que es la resonancia de un verso, de un poema, el que cristalizó un deseo antiguo, un instante único del amor.

Pero no es sólo esa presencia que durante más de cincuenta años del siglo XX, acompañó sus avatares y los condensó y dilató en verso, sino una posición ante la realidad que celebrada por algunos, utilizada por otros, rechazada por agotamiento, ofrecía una lectura absoluta del mundo que se descubría relativo y frágil.

Como ya se sabe, hubo y hay mucho de titanismo en la palabra nerudiana, mucho de fe en los poderes de lo humano y una enternecedora ingenuidad al creer en valores inamovibles y en la palabra como expreso vehículo de comunicación y vía unívoca de transformación.

Los grandes relatos que Pablo Neruda plasmó en sus poemas pugnan con los relatos mínimos de su interioridad. Voz desgarrada por el conflicto de su naturaleza melancólica y crepuscular y la voluntad ideológica de cantar y construir a través de la palabra una épica hispanoamericana, construye una obra desconcertante para quienes sólo entienden el mundo desde la coherencia y la norma. Neruda escindido, abierto a las posibilidades de lo diurno y lo nocturno, del largo aliento y el susurro.

Hubo y hay mucho de humanidad fervorosa, dispuesta a quemar sus naves y a navegar por sus circunstancias. Y, precisamente, esta humanidad nerudiana ha creado en sus lectores y a los que entre ellos han sido llamados a la creación, un deseo de huida.

«¿Se va la poesía de las cosas / o no la puede condensar mi vida?».

Huir de un canto general, que ya no podía serlo a medida que avanzaba la segunda mitad del siglo XX, y de los poderes plenos que se adjudicaba a una palabra que cantaba y celebraba las pequeñas cosas, era inevitable mientras se constataban que la amenaza del poder y la guerra, el odio y el mal seguían indiferentes su camino dejando atrás los sueños de progreso. La apuesta ideológica y radical del poeta contribuyó a esa huida.

No era sólo la necesidad de encontrar una voz propia que no fuera devorada por la potencia de su verbo, sino que también las transformaciones políticas, económicas y culturales marcaron otro rumbo. Huir de Neruda era necesario para que la vida y la palabra no se fosilizaran y para que el poema prosiguiera su marcha.

De ahí la necesidad de escapar de una propuesta existencial y estética que devoraba y marcaba, porque así como todo latinoamericano lleva en su palabra y en su psiquis la huella de Rubén Darío, lleva igualmente la de Pablo Neruda. Y, cuando la necesidad de individuación, de crecimiento y desarrollo de identidad detiene al sujeto en la encrucijada de las elecciones, la psiquis cumple con la obligación de huir de aquello que puede apresarla, de una voz como la de Neruda, para poder encontrar su propia palabra, su propia voz. Lo han hecho así, tanto lectores como escritores. También los movimientos de la época y la inevitable Fama, la cantada por Virgilio y Oviedo, la que «vive rodeada de la Credulidad, el Error, la Falsa Alegría, el Terror, la Sedición y los Falsos Rumores, y, desde su alcázar vigila el mundo entero» (Pierre Grimal, 1981, Diccionario de mitología griega y romana, p. 192), impusieron esta huida, mas no la negación de su importancia en nuestras letras. Allá quedaba entronizado, tutelar, pero mudo en su mucho decir.

Acusado de escribir bajo el signo de la abundancia y de lo desbordado, su lectura exige depurar, seleccionar y obliga a escoger. Cada quien tiene su selección de poemas de Neruda y el corpus de sus deseos plasmados en la voz del poeta.

Cuando se cumplieron veinte años de su muerte, el tabú ante lo nerudiano -que en su momento pudo ser un insulto o una descalificación a un texto- empezó a resquebrajarse porque fue el momento oportuno para la reconciliación y para preguntarse qué está diciendo todavía. Pero como bien lo dice el tango, veinte años no es nada y ahora ante el centenario de su nacimiento, se produce un tácito y más claro permiso de regreso. Quizás porque el nacimiento es llegada y no partida.

Pero ya, íntimamente, el regreso se estaba produciendo. Los últimos años del siglo XX y los primeros de éste que comienza, planteaban la lucha y la convivencia de lo público y lo privado, el regreso a la interioridad, a la casa no como hogar sino como refugio ante las contingencias cotidianas. Lo nocturno y lo íntimo prevalecen frente al discurso dominante de la banalidad y el vacío de los ochenta y los años subsiguientes. Y he aquí que de lo nocturno y de lo íntimo oscuro surgió la voz de Pablo Neruda, su tristeza constante, melancolía que buscó en el canto celebratorio de las mínimas cosas, de los pueblos y de cierta ideología, un acto redentor para su naturaleza plúmbea, para su acedia.

Y es a ese Pablo Neruda, al cual puedo regresar, con la vela encendida del ruego y ante el espejo de su voz inmensa.

«Y fue a esa edad… Llegó la poesía / a buscarme.» …

Llegar a Neruda de nuevo era el destino claro de la huida. El camino que abre no sólo para los lectores sino para los poetas es innegable. Sin el Neruda que todo lo incorpora a su canto osada y naturalmente, demasiado naturalmente, y se apropia de la fea y difícil palabra alstromoeria para cantarle a una flor: «la tierna multitud de alstromoeria», no se hubieran podido escribir muchos poemas y obras, hoy fundamentales y universales.

Se descubre, así, entre tanta palabra, entre tanto poema a ese hombre que abre caminos y que invoca lo solar y lo titánico para sobrevivir a esa noche errante que lo nutre pero que también lo devora.

A puro sol escribo, a plena calle,
a pleno mar, en donde puedo canto,
sólo la noche errante me detiene
pero en su interrupción recojo espacio,
recojo sombra para mucho tiempo.

Cuando el lector se vincula con la voz del melancólico que busca desprenderse de las líneas del eterno grabado de Durero y alzar las alas por instantes y a bocanadas, regresa a un poeta lúcido que gracias a la poesía sabe que «de noche y agua está mi boca llena». Y quien, probablemente, gracias a cada poema lograba permanecer.

No hay Canto general sin el «Tango del viudo», uno de sus mejores poemas: «y respiro en el aire la ceniza y lo destruido,/el largo, solitario espacio que me rodea para siempre».

Se llega de nuevo a Neruda a través de ese hilo que enarbola al otro como vía de salvación, lo femenino. En «Cuerpo de mujer…» ya lo revela:

Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros,
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero no es sólo el eros redentor el aspecto predominante en este aspecto vital de su poesía, ya que cierta violencia y pugna signan al erotismo nerudiano: desgarrado, desesperado, deudor del erotismo fundado por el romanticismo y el surrealismo se expresa con todo esplendor en el poema «Las furias y las penas»:

nos desnudamos
como para morir o nadar o envejecer
y nos metimos uno dentro del otro,
ella rodeándome como un agujero,
yo quebrantándola como quien
golpea una campana
pues ella era el sonido que me hería
y la cúpula dura decidida a temblar.
………………………………..
Enemiga, enemiga
es posible que el amor haya caído al polvo
y no haya sino carne y huesos velozmente adorados
mientras el fuego se consume
y los caballos vestidos de rojo galopan al infierno?

La intimidad y la fragilidad, el humus que alimentó su poesía de afán épico y fundacional, queda allí para siempre cuando necesitamos regresar a Neruda. ¿Qué otra cosa queda después que se huye? El regreso. Nos llaman sus versos: «Voy, duro de pasiones, montado en mi ola única,/lunar, solar, ardiente y frío, repentino». Pues si la palabra raptó a Pablo Neruda, nos rapta ahora hacia su noche y hacia su húmeda intimidad.

Y en ese llegar a Neruda, termino evocando los versos finales de «Barrio sin luz», que hace ya unos años me regaló la memoria de una amiga y yo terminé escribiendo en una pared rebelde que persistía en la humedad:

Y aquí estoy yo, sentado entre las ruinas,
mordiendo solo todas las tristezas,
como si el llanto fuera una semilla
y yo el único surco de la tierra.

Leer sobre la autora en la revista El Cautivo

* Este ensayo forma parte del libro Neruda y Mistral por siempre, que será publicado por el Círculo de Escritores de Venezuela

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