EMILY DICKINSON: POESÍA SIN TRAMPAS DE LENGUAJE

Por Carmen Cristina Wolf

¿Qué daría por ver su rostro?

Daría mi vida, naturalmente”.

Emily Dickinson

 

Emily Dickinson nació en Massachussets el 10 de diciembre de 1830. No escribía para deslumbrar a nadie, ponerse de moda ni obtener algún premio. No se exhibió en los salones. Se guardaba en casa, viviendo, no aparentando vivir. Escribiendo, no aparentando que escribía.

Fue su elección, tan válida como cualquier otra, o tal vez fueron las circunstancias que la llevaron a una existencia casi solitaria. No obstante, su soledad no la esconde, la revela en una manera propia de transformar su mundo en poesía.

Hoy me adentro en el jardín de Emily Dickinson, sembrado de violetas y tréboles, bordeado de “juncos de azul flexible”, atravesado por una fina agudeza y un sentido del humor no exento de ironía.  Imagino que ella se asoma a la puerta y mira a lo lejos “un aire alterado en las colinas”. Siempre está en la cabecera de mi cama la selección y traducción de Silvina Ocampo, con prefacio de Jorge Luis Borges quien escribe: “No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y más solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo… Publicar no era, para ella, parte esencial del destino de un escritor; después de su muerte, que acaeció en 1886, encontraron en sus cajones más de mil piezas manuscritas… No es cotidiano el hecho de un poeta traducido por otro poeta… la cadencia, la entonación, la pudorosa complejidad de Emily Dickinson aguardan al lector de estas páginas, en una suerte de venturosa transmigración”.

 

Así dice uno de sus poemas:

 

“Es todo lo que tengo hoy para traer

esto y mi corazón además.

(…)

No puedo bailar

en puntas de pie

nadie me lo enseñó

pero, a menudo, en mi mente

un júbilo me posee

que si tuviera conocimiento de ballet

–lo demostraría–

            en piruetas para palidecer una compañía de ballet

            o enloquecer a una prima donna”.

 

Me atrevo a pensar que ella escribió este poema en uno de esos días, en los cuales se sintió tan feliz que todo fue motivo de celebración: estrenar unas zapatillas de lazo azul, o recibir una carta. En ese instante único, surge el deseo de atrapar el sentimiento para que no se vaya. Las palabras se entrelazan y ocurre la necesidad de revelar ese instante de pequeño gozo. Impulso de fijar aquellas cosas hechas de fugacidades:

           “Algo en un día de verano

            una profundidad –un azul–

            un perfume

            trasciende éxtasis.

            (…)

¡Es tanta la alegría!

            Si tuviera que desfallecer ¡Qué pobreza!”.

 

En un día así provoca instalarse en la alegría. La vida es la vida, solo eso, cada cosa es lo que es, sin eufemismos. No queremos ir más allá: “Arrobamiento es solo arrobamiento”.

 

La felicidad y el dolor no están en conflicto. Se alimentan la una del otro. Cuando nos sentimos felices, de pronto, igual a un fantasma que gime desde el fondo de la casa, nos asalta el temor a perder la dicha que no puede asirse y no permanece.

Y cuando se apodera de nosotros la tristeza, una mínima estrella envía señales: mañana será diferente. Habrá un motivo para sonreír de nuevo: es la esperanza. Algo ha de suceder, otra vez él o ella vendrá y nos dirá:

“Vine a comprar una sonrisa –hoy–

una sola sonrisa, la más pequeña de tu cara

me agradará lo mismo”.

En la poesía de Emily Dickinson se percibe una existencia alimentada por el anhelo, aquello que aún no se ha cumplido. Nada más interesa al cuerpo, las cosas se desdibujan, pierden sus dimensiones de realidad y se regresa al bosquejo, a aquello en el anhelo bosquejado.

Pareciera que solo importa él, el amado, su pulso, su respiración:

 

“¿Qué daría yo por ver su rostro?

Daría mi vida, naturalmente.

¡Pero eso no es bastante!”.

Se está dispuesto a entregarlo todo, lo demás llega a ocupar un lugar secundario.  Y el amado lo ignora, no conoce la entrega de ese corazón porque está distraído en otras cosas, sumergido en su propia existencia. Dickinson está decidida a traerle “rosas de Zanzíbar, abejas –por millas– / desfiladeros azules, /  ejércitos de mariposas”.

Para el ser humano, el anhelo se convierte en el centro de la existencia, de penas y alegrías. Se enquista en el corazón una “(…) dolencia de amor que no se cura / sino con la presencia y la figura”, como escribió San Juan de la Cruz, del cual Emily estuvo siempre enamorada según lo revelan sus versos. Nada calma la sed ni remedia el mal. El adolecido de amor apenas respira, se quiebra, aguarda, desespera:

“¡Qué importa si digo que no voy a esperar!

¡Qué importa si violento la puerta carnal

y escapo hacia ti!”.

 

En los versos de E. Dickinson, la sed no se lee, no se piensa, se muere uno de sed. La angustia no es un concepto, no es de papel, de cuento, se muere uno de angustia. El desasosiego somete, muerde, desespera, ya no se quiere nada, no se sabe nada, no existe nada que interese al cuerpo. Cuando E. D. dice “angustia” no narra, no explica, es la propia angustia. Uno no puede permanecer impasible cuando lee un poema escrito por ella, no deja de sentir un estremecimiento. Ella no ha escrito poemas que hablan sobre el dolor y cuando vamos a leerlos, no sentimos la garra del dolor.

El poema es sufrimiento o alegría sin trampas de lenguaje, se dice a sí mismo como una palabra que “lleva una espada” y “puede atravesar a un hombre”. El poema deja sentir el rapto de la pasión, “como los hombres ciegos conocen el sol”. E. D. agoniza de sed, y sabe que corren arroyos por las praderas, pero esa no es su agua y la deja correr. Ella quiere la suya, no otra.

Los poemas de Emily Dickinson: un corazón en palabras de una belleza terrible y leve. Su corazón, es todo. Sin cartas de presentación, sin buenas referencias ni códigos aprendidos sobre cómo debe escribirse un poema en tal o cual época, sin recetas literarias.

El poema que es un verdadero poema se adentra siete centímetros en el pecho: suficiente, mucho, demasiado. Dickinson ofrece, muy segura, muy tranquila: “todos los campos”, “todas las praderas”, por si acaso no basta con su alma. Se aprende a no decir aquello que se quiere decir, se aprende a callar la frase exacta. Pero el poema no miente. Y si no le aceptan su entrega, musita, susurra, canta y dice: “Traigo mi rosa”.

El que ama le pierde el temor a la muerte, se acostumbra a ella. Su agonía no viene por el asalto de la muerte. Viene “en un cierto sesgo de luz / en las tardes de invierno / que oprime como / la profundidad de las catedrales”. El abatimiento conduce al sacrificio. Sus poemas están impregnados de una suave ironía y una prontitud de lenguaje que causa escalofríos:

 

“Morir

            lleva solo un corto tiempo

dicen que no duele

es solo un desmayo  –por etapas“   

Uno se queda en suspenso, suavemente quieto, parece que morir no es algo amenazante ni tenebroso, tampoco duele. Y es un orgullo morir sin hacer ruido, sin alharacas ni lamentos. Estar presto en esa hora:

 

“No lo menciones por esas calles

porque las tiendas me mirarían

que alguien tan tímido –tan ignorante–

tenga el descaro de morir”.

Algunos “entendidos” que leyeron sus poemas, menospreciaron su obra porque no obedeció a las tendencias que prevalecían en su época. Su escritura no estaba “de moda”.

Emily Dickinson, ella que se guardaba en casa casi siempre, nos permitió entrar en su mundo a través de sus poemas de extraordinaria belleza y hondo significado.  Es imposible leer sus versos y permanecer indiferentes.

Fuente: «Vida y Escritura», libro de Ensayos de Carmen Cristina Wolf. Publicado en Amazon

#Carmen Cristina Wolf

#Poesíaeningles #poetry

#EmilyDickinson

Biografía

(Amherst, 1830 – 1886) “Poeta estadounidense cuya obra, por su especial sensibilidad, misterio y profundidad, ha sido celebrada como una de las más grandes de habla inglesa de todos los tiempos.

Su padre, miembro del Congreso y tesorero del Amherst College, fue un abogado culto y austero, según el estilo burgués de Nueva Inglaterra. Dickinson estudió en la Academia de Amherst y en el seminario Femenino de Mount Holyoke, en Massachussets, donde recibió una rígida educación calvinista que dejó huellas en su personalidad y a la que se enfrentaría con su carácter escéptico. A través de Benjamín F. Newton conoció muy temprano la obra de Ralph Waldo Emerson. También leyó a Henry David Thoreau, y a los novelistas Nathaniel Hawthorne y Harriet Beecher Stowe.

Muy pronto decidió aislarse del mundo, manteniendo contacto solamente con unas pocas amistades, como el escritor Samuel Boswell, con quien sostuvo una larga correspondencia. A los veintitrés años, Dickinson tenía conciencia de su propia vocación casi mística, y a los treinta su alejamiento del mundo era ya absoluto, casi monástico. Retirada en la casa paterna, se dedicaba a las ocupaciones domésticas y garabateaba en pedazos de papel (con frecuencia ocultados en los cajones) sus apuntes y versos que, después de su muerte, se revelaron como uno de los logros poéticos más notables de la América del siglo XIX. En su aislamiento sólo vistió de color blanco («mi blanca elección», según sus propias palabras), rasgo que expresaba la ética y transparencia de su poesía.

Uno de sus biógrafos escribió acerca de su naturaleza poética: «Era una especialista de la luz». Su escritura puede ser descrita como producto de la soledad, del retiro de cualquier tipo de vida social, incluida la relativa a la publicación de sus poemas. De ella dijo Jorge Luis Borges: «No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y tenerlo». Algunos de sus poemas reflejan la decepción que sufrió por un amor (dirigía cartas a un hombre al que llamaba «Master», del que no se conoce su verdadero nombre), y la ulterior sublimación y trasvase de ese amor a Dios.

Sus primeros poemas fueron convencionales, según el estilo corriente de la poesía en esos momentos, pero ya a comienzos de 1860 escribió versos más experimentales, sobre todo en lo que respecta al lenguaje y a los elementos prosódicos. Su escritura se volvió melódica y a la vez precisa, despojada de palabras superfluas y exploradora de nuevos ritmos, unas veces lentos y otras veloces, según el momento y la intención y no como un patrón rígido, como era usual. Su poesía devino intelectual y meditativa, sin que esto supusiera una merma de su sensibilidad.

Actualmente algunos especialistas subrayan esa complejidad intelectual, pues por lo general la crítica había jerarquizado su lirismo como un valor supremo, o su feminidad como categoría poética que la separaba de los demás autores norteamericanos. En su poesía pesan la extrañeza y la oscuridad como cualidades esenciales, y la sutilidad dialéctica entre las imágenes, las sensaciones y los conceptos. Influyó en poetas posteriores (como E. Bishop, A. Rich, W. Stevens y otros) por esa capacidad de crear un lenguaje a la vez metafísico y emotivo.”

Fuente: Biografías y Vidas biografíasyvidas.com

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *