Puerta 17 (Milagro). Cuento de Heberto Gamero Contín

—Hola, Gilberto, ¿cómo van las cosas?

—Bien, muy bien, Andrés, preparando mi viaje.

—Sí, ya me enteré de que viajas a España y si no es molestia me gustaría pedirte un favor.

—Lo que sea.

—Se trata de una pieza de porcelana. Tal vez la viste cuando estuviste en casa. Quiero venderla… Verás, es parte de una vajilla que tiene años, posiblemente siglos, y abrigo la esperanza de que tenga algún valor. Mi abuelo la recibió de su abuelo y así por varias generaciones. En Europa siempre hay mercado para estas cosas… tú sabes… hay más gente interesada en viejos objetos… coleccionistas… casas de subasta… Mira, tiene una marca en la parte de abajo. Tal vez ellos sepan en qué año se fabricó. Parece asiática. Entiendo que es solo una pieza, la azucarera, y eso quizás le reste valor, pero no dormiría tranquilo si al menos no lo intentara. Las cosas no andan bien por aquí, ya sabes. Matilde enferma, las secuelas del virus… y el tratamiento cuesta una fortuna —Andrés bajó la voz— (diez mil dólares, unos nueve mil euros). Sí, ya sé que es mucho dinero por una simple azucarera, pero en estos momentos, querido amigo, después de haber vendido casi todo lo que teníamos, no descarto ninguna posibilidad por lejana o absurda que parezca. Bueno, bueno… perdona… a ver qué puedes hacer por allá… te lo agradecería mucho.

Gilberto le dijo que tocaría algunas puertas y le avisaría en cuanto tuviera alguna noticia. Apenas llegó a Madrid, antes de museos, tapas y fútbol, se dispuso a trabajar en el encargo de su amigo. Le pareció que lo más indicado sería visitar una casa de antigüedades. Consultó en Internet y dio con una de las casas de antigüedades más prestigiosas de toda España. Para no perder tiempo decidió llamar por teléfono y pedir una cita. Dos días después se entrevistaba con el propio dueño de la casa, David de la Fuente y Valdés, cuyos ancestros fundaron una fábrica de porcelana que supuso el primer horno que para ese fin se instalaba al sur de Europa.

Era un hombre cercano a los setenta, de pelo y barba blancos, gran coleccionista, que se jactaba de tener entre sus existencias las piezas más antiguas y auténticas de toda España: lámparas a granel —la mayoría Tiffany—, relojes de pared de diferentes épocas, fonógrafos similares a los de Edison, óleos de autores anónimos de siglos pasados y en muy buen estado, muebles Luis XV, floreros y jarrones chinos, vasijas peruanas, libros ribeteados en oro y tal miscelánea de objetos que no había espacio para meter un dedo, y el olor que flotaba en el ambiente era el de una reseca caverna medieval.

Cuando vio la azucarera de Andrés se quitó los lentes y la acercó lo más que pudo a sus ojos. Luego la puso bajo la luz de una bombilla y lanzó una sonora carcajada.

—¡Yo tengo una vajilla como esta! —dijo—. No aquí, la conservo en casa. No sería capaz de venderla. Se la compré a un coleccionista chino por una fortuna. Pensé que era la única que quedaba sobre la tierra. Ja, nunca la usamos, pero la disfruto de vez en cuando limpiándola a fondo y preservándola para mis hijos. Los amigos quedan extasiados cuando me visitan —todos grandes conocedores del tema— y la ven tras los cristales de la vitrina. Qué caras de envidia. Debo estar atento porque con estas joyas no se puede confiar ni en los amigos. ¿Dónde la encontró? Esto es un verdadero hallazgo, señor mío. Mire —con cuidado acarició el borde de la pieza. Gilberto no dejaba de sorprenderse—, es de una porcelana muy fina, auténtica. No le hará falta visitar una biblioteca para informarse sobre esta joya: yo le diré todo lo que tenga que saber. No estamos hablando de una Limoges ni de una Wedgwood, Meissen o Doulton, mucho más que eso, es un sello chino muy antiguo de la época Kangxi —el hombre señala con el dedo la parte inferior de la azucarera—. Si simplemente dijera “Bone en China” o “English Bone China” sabríamos que fue hecha después de 1891, pero no se consideraría una antigüedad en todo el sentido de la palabra (recuerde que la mayoría de las piezas modernas se fabricaron en el siglo XX). Quiero decir, sería una pieza muy vieja pero no una antigüedad como sin duda lo es la que me ha traído. El solo tocarla me llena de emoción. Su vajilla data de siglos antes, señor mío, siglos. Se lo digo con propiedad porque pasé semanas investigando a fin de convencerme de que el elevado monto que pedía el coleccionista chino era justo. Y sí, lo era, incluso pudo haber cobrado un poco más porque no solo estaba completa sino que al parecer nunca fue usada. Qué suerte tuve. Observe, aquí puede ver el pequeño dragón pintado en azul. Un azul ya casi celeste, apenas visible, el mismo celeste que a través de los años ha tomado la que tengo en casa. No hay duda de que son de la misma época: finales del siglo diecisiete y comienzos del dieciocho, años en los que reinó en China el emperador Kangxi. Generalmente el sello o símbolo que aquí vemos da una idea bastante exacta de la fecha de fabricación. Y este es uno de los más antiguos que existen, se lo garantizo. Además, si quiere comprobar que lo que tiene entre las manos es auténtica cerámica china lo único que tiene que hacer es golpearla levemente así —y le dio un pequeño toque con el dedo medio— y ella debe resonar como un metal. ¿Oyó? Es lo primero que hago cuando me dicen que una cerámica proviene de China; luego me dedico a realizar las investigaciones de rigor.

Gilberto apenas pestañeaba. Sintió temor de la reacción del especialista cuando se enterara de que apenas contaba con una pieza, que el resto había desaparecido por el uso diario, los descuidos y, quizás, por las peleas familiares. Pero aún tenía la posibilidad de alargar aquella charla.

—Dígame, ¿cuánto podría costar?

—Es difícil saberlo, hoy en día. Yo compré la mía hace poco más de diez años y, como le dije, pagué mucho dinero. Y no le recomiendo que vaya a un tasador profesional porque yo soy uno de ellos y si quien contrate es bueno en su oficio le dirá lo mismo que yo le estoy diciendo ahora, con la diferencia de que le cobrará una buena pasta por un informe técnico a veces cargado de faltas de ortografía. Tampoco le podría decir que vaya a una casa de subasta porque le dirán que vale muy poco, que tiene defectos, que la pintura del sello no parece genuina. Todo lo contrario de lo que dirán el día que la subasten, por supuesto. Y la verdad que esta pieza… mire usted qué blanco, qué consistencia… no es la típica cerámica blanda (o tierna, como algunos le llaman), tampoco la exclusivamente caolinita o la elaborada con cenizas de hueso o esmalte de estaño, o la que hacen principalmente con polvo de alabastro o mármol, o la que lleva cuarzo, magnesio, potasio, aluminio… es todo ello junto: una maravilla del arte chino magnificado por estas hermosas y coloridas flores en miniatura. Es cierto que en Europa se reinventó la cerámica, pero jamás alcanzó la exquisitez de la china, ¡jamás! Y nosotros, usted y yo, poseemos lo mejor de su producción; al menos de lo poco que sobrevive de aquellos lejanos tiempos. ¿Un precio? Dígame antes, ¿su vajilla está completa, tiene alguna pieza rota y restaurada, alguna astilla quizá, ha perdido el brillo o está manchada?

Después de algunos carraspeos y de esbozar una tímida sonrisa, Gilberto dijo:

—Solo puedo ofrecerle esta pieza.

—¿Solo esta pieza? —casi grita el hombre.

—Sí, esta azucarera. Es todo lo que tengo. El resto… En realidad no es mía, un amigo me pidió que vendiera esta única pieza.

El hombre lo miró fijo un par de segundos y en me97

dio de una repentina pérdida de interés le dijo que lo sentía mucho pero que las piezas por separado tenían poco o ningún valor.

—Pero está en muy buen estado —insistió Gilberto—. Puede verla. No está manchada ni astillada y su blanco es muy puro. Además, como usted dice, pertenece a la dinastía Kangxi.

—De eso no tengo ninguna duda, señor mío, y luce como nueva a pesar de los siglos, pero entenderá que mis clientes son muy exigentes y de verdad no creo que ninguno de ellos se interese en comprar una sola pieza. Puede intentarlo, pero tampoco creo que tenga suerte en otra casa de antigüedades. Tal vez un museo pueda darle algo por ella o, lo más probable, se la pida en donación.

Gilberto se masajeó la nuca. Pensó en Andrés, en los diez mil dólares que costaba la operación, en lo mucho que amaba a su mujer, en la falta que les haría a sus hijos. También en lo bien que lo trataron el tiempo que vivió con ellos al divorciarse y quedar en la calle.

—¿Así que no ve otra posibilidad? —dijo Gilberto. O más bien murmuró para sí.

El hombre pareció impaciente por terminar la conversación.

—La única posibilidad, señor mío —dijo con cierto sarcasmo y ya levantándose de la silla—. La única posibilidad —repitió—, si es que existiera una, de que usted venda esta pieza, y la venda al precio que más le convenga, es que se reúnan tres condiciones importantes, y eso es casi imposible.

Gilberto preguntó con la mirada, aferrándose a un soplo de aire.

—La primera es que alguien tenga una vajilla exactamente igual, la segunda que le falte justo esa pieza y la tercera que sea un coleccionista tan apasionado como lo puedo ser yo y esté dispuesto a pagar lo que fuera para completar su colección. Condiciones, señor mío, muy difíciles de lograr. Sería un milagro.

Gilberto salió cabizbajo de la casa de antigüedades. Durante varios días visitó otras casas que igualmente rechazaron comprar la pieza, museos que le ofrecían muy poco o nada porque su autenticidad no venía respaldada por un documento legal, casas de subasta que esgrimían la misma razón y que de cualquier manera no comprarían una vajilla incompleta, y no faltó quien se riera descaradamente cuando les decía que se trataba de una pieza de la dinastía Kangxi.

Cansado de arar en el mar optó por disfrutar de sus vacaciones y olvidarse del asunto. Lo que logró con poco éxito por cuanto no dejaba de pensar en el encargo de su amigo. Hasta que poco antes de regresar a su país tuvo un sueño. Soñó que el hombre de pelo y barba blancos, mientras limpiaba su valiosa vajilla, la azucarera, como tomando vida propia, saltó de sus manos y cayó al suelo haciéndose añicos. El hombre lloraba de rodillas tratando de juntar los pedazos en una pequeña montaña que se derrumbaba una y otra vez.

Gilberto despertó sobresaltado. Se rio de sí mismo cuando recordó el sueño y le pareció tan real que pensó en llamar al hombre de la casa de antigüedades con la esperanza de que, más que un sueño, aquello fuera una revelación, un milagro de Dios, y no el producto de su frustrada imaginación. Pero se sintió en extremo ingenuo al albergar ese tipo de pensamientos y desechó la idea.

Así llegó el día de la partida. La maleta lista, los documentos en orden, la pequeña azucarera en el maletín y la espinosa sensación de que algo faltaba. Ya a punto de salir del centro de la ciudad, el taxi que lo llevaba al aeropuerto tuvo que desviarse por trabajos en la vía y pasar por el frente de la casa de antigüedades. Esto es demasiado, pensó. ¡Pare!, dijo de golpe. Lleno de una repentina confianza le pidió al taxista que lo esperara y a paso rápido entró a la tienda.

—Señor mío —dijo el coleccionista apenas lo vio—, por fin aparece, lo he estado buscando por toda Madrid, ¿cuánto quiere por su azucarera?

Gilberto no pudo evitar que se le aguaran los ojos solo de pensar que el milagro había sucedido y en lo feliz que se pondría Andrés cuando se enterara de la noticia.

—No lo va a creer, pero sé exactamente lo que pasó con su azucarera.

—¿Sí?, entonces podrá decirme cuál de mis amigos la robó.

 

 

Relato del libro «Tras la puerta de abril». Autor: Heberto Gamero

www.hebertogamero.wordpress.com   @hebertogamero  #hebertogamero https;//www.amazon.com/Heberto-Gamero-Cont%C#%ADn/e/BOOCF157DW

Miembro Activo del Círculo de Escritores de Venezuela @circuloescritoresvenezuela.org

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