Arthur Rimbaud, el lenguaje del alma

Por Carmen Cristina Wolf

Y así ascender despacio

en un inmenso amor

de la prisión terrestre

a la belleza del día.

Arthur Rimbaud

Cuando alguien se adentra en su propia alma se crea un descalabro magnífico. La persona entra en ebullición en una relación oficiante palabra-tiempo-acto. Sus acciones acompañan intensamente a sus sentimientos. Deja de estar escindido. Abandona la costumbre de pensar una cosa y decir otra distinta.

Una manera de adentrarse en el alma es abandonar la máscara de la personalidad e irse en caída libre al centro de sí mismo. Desde allí se mira descarnadamente el desfile de frases que se entrelazan en nuestras cabezas. ¿Acaso no está en ese desfile la raíz de la lealtad o la traición, de la benevolencia o la crueldad, de la sinceridad o el engaño? La manera como las palabras se organizan en nuestra conciencia conforma nuestro espíritu.

Vuelvo a leer los versos de Rimbaud, con el encanto de quien tiene todo el tiempo del mundo para saborear y entusiasmarse como si el poeta hubiera escrito su obra hoy y en cualquier momento fuese a llegar a mi puerta para decirme:

Y así ascender despacio en un inmenso amor”, escribe el poeta. Vivimos con la esperanza de alcanzar el amor, si no hay amor, nadie quiere vivir. Añoramos cada día, cada minuto, cada segundo, cumplir nuestro amor. El arrebato del amor todo lo transforma, se es capaz de conquistar al mundo y escapar de todas las prisiones.

Versos que expresan la fe del creador– creyente en su palabra: “la fuerza y el amor que nosotros, de pie ante las furias y las penas, vemos pasar por el cielo tormentoso y las banderas del éxtasis”.

Otros poemas de Rimbaud revelan la desolación, el exilio del alma, un desierto sin oasis y casi sin espejismos: “El hombre es triste y feo, triste bajo el vasto cielo / Lleva vestidos porque ya no es casto.” Pero es así que el mundo, por más desolador que pueda parecer guarda  también su belleza, sus promesas: “Por momentos olvido la miseria en que caí / …viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las calles de ciudades desconocidas, sin preocupaciones, sin penas. ¡Oh! Esa vida de aventuras que existe en los libros infantiles para compensarme, he sufrido tanto.” La añoranza de la niñez, el deseo de viajar a ciudades desconocidas señala un sitio en el mapa de la ilusión, un lugar donde resplandece la belleza y se puede vivir sin preocupaciones, donde hay bailes, risas, alegres atavíos y sobre todo amor, porque Rimbaud jamás podrá “tirar el amor por la ventana.”

Cuesta mucho poner a las palabras a decir lo que el poeta quiere que digan. Él quebranta sus nexos de costumbre, desgrana las cuentas de la conversación para que las palabras regresen a ser ellas mismas recién estrenadas.

El poeta venezolano Eugenio Montejo en el libro Muerte y Memoria escribe:Algunas de nuestras palabras / son fuertes, francas, amarillas / otras redondas, lisas, de madera…” (…) Y en el libro Terredad, el poeta escribe: Esas voces que digo / han rodado por siglos puliéndose en sus aguas, / fuera del tiempo. / Son ecos de los muertos que me nombran / y me recorren como peces.”

La poesía rompe las frases desgastadas y ellas –las palabras- relucen sin sus usos habituales. Les arranca la des-significación y el fastidio que han acumulado de tanto ser pronunciadas.

Las palabras se lanzan y recogen, se re-unen con otras hasta que van adquiriendo su esplendor. El poeta las teje en la simultaneidad de sus sentimientos y pensamientos, propicia la amistad o la enemistad entre ellas en la eclosión del impulso de crear.

Se patentiza así la pasión entre las palabras, la seducción de una palabra por otra, el enamoramiento. Y el poema surge con serenidad o fiereza. Las palabras escapan de su cárcel, se ponen bellas, terribles. Como diría Rimbaud:

… “en un golpe de arco…la sinfonía desarrolla su movimiento, en las profundidades.”

“Busca tu alma”, leo en la Carta del Vidente: “Mírala bien, tócala, cultívala.” ¿Sólo los poetas, o todos estamos invitados a esta fiesta de búsqueda? Se requiere coraje y fe para mirar hacia adentro, hacia lo desconocido. Se necesita espíritu, hay que calzar las botas del explorador para recorrer los caminos de nuestro proyecto de ser, algunos bastante transitados. Otros hay que inventarlos.

Es necesario “ser vidente, hacerse vidente”, pues “sólo aquél que transforma su mirada y su corazón se encuentra a sí mismo en premio a haber cultivado su alma.”

Mientras somos únicamente espectadores del curso de las cosas, la existencia nos trae de aquí para allá, nos zarandea, nos empuja y detiene. ¿Me gusta ser llevada así, sin oponer resistencia, o prefiero rebelarme, intentar transgredir la ley de la inercia, para que no sean los valores impuestos desde afuera los que determinen mi existencia?

Si no salvamos nuestras palabras del naufragio, ¿quién lo hará? Los hombres viven en el mundo creado por su propio lenguaje. Cuando éste se empobrece todo aparece descolorido, muerto. La sociedad se desmorona desde los cimientos hasta el friso. Se propaga la farsa, la mediocridad. Si dejamos de amar lo que nos es más ínsito, más nuestro,  entonces dejamos de amarnos a nosotros mismos y a los demás.

Es inteligente observar, fluir con los cambios como un barco de vela que aprovecha el viento a su favor. Se esperan corrientes propicias, aunque no se puede aceptar que sean otros los que conduzcan nuestra nave cuando no nos gusta el mapa que usan, ni confiamos en su brújula. Y no podemos confiar en la gente que no ama el lenguaje.

La poesía arranca las frases de sus caminerías de costumbre. Los poemas que rescatan a las palabras de la tiranía de los usos y significados establecidos, inventando  “formas nuevas”, celebran el ritual de una relación simultánea entre pensamiento y sentimiento. Son poemas de vocación perdurable. Estrenan sus ritmos avasallantes, enloquecen la sintaxis y van más allá, mucho más allá, en una “terrible celeridad de la perfección de las formas”, abriéndose en una “fecundidad del espíritu”, hacia “la inmensidad del universo.” (Cursivas extraídas de la Carta del Vidente, de Rimbaud)

En la Alquimia del Verbo, Rimbaud escribe:

Inventé el color de las vocales!… Ordené la forma y el movimiento y me jactaba de haber inventado, mediante ritmos instintivos, un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos.

Nos fusionamos unos a los otros gracias a las frases cuando quedamos metidos en los ritmos que entran por nuestros sentidos. Con sus cadencias, sus asperezas o suavidades; entran por los ojos de la mente, con sus matices y claroscuros; las frases son saladas, picantes, ácidas, amargas o dulces. Ellas tienen su aroma peculiar, su perfume.


Rimbaud se enorgullece de haber inventado “mediante ritmos instintivos”, un verbo poético accesible a los sentidos. Todo está en el ritmo, cada cosa tiene su ritmo: los planetas, las estaciones, la sociedad, los cuerpos, también la conversación y el poema.

Las frases se forman a intervalos de inspiración y espiración, de graves y agudos. Cada palabra tiene su tiempo de silencio. Conforman el significado gracias al silencio: sonido-silencio, sonido-silencio, y así.

El silencio está formado de “cientos y cientos de instantes en  movimiento”, escribe Rainer M. Rilke. Instantes en los que se expresa lo dicho, que a veces significa tanto como lo no dicho.

Todo, desde una frase amorosa hasta las que brotan de la indignación y el odio, está inmerso en el ritmo.

Crear un lenguaje que penetrará en los sentidos, es hablar de un verbo que seduzca el cuerpo con sus significados, a través de la forma, la movilísima forma. Un verdadero poema fija vértigos y significa algo distinto para cada uno. Escribe lo inexpresable con palabras plenas, desbordantes, que se salen del borde de las páginas a fuerza de significar.

En un golpe de arco, los versos se vierten en las intensidades del alma, en un in crescendo sostenido, y ya no pensamos en nada que no sea el poema. Estamos atrapados en el poema, no podemos librarnos de su influencia. Todo lo que no es el poema se desdibuja, pierde peso.

La poesía nos lleva al resplandor del lenguaje y la prisión se abre para asaltar la belleza del día sin proclama alguna, ni arma de fuego.

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