Proclama desordenada para el cadáver que es el teatro venezolano

Por José Tomás Angola Heredia

El arte teatral en Venezuela es un continuo, una serpiente que se muerde la cola (Guillermo Meneses dixit). El que no lo crea o es un soberbio o un ignorante. En este principio de siglo los dramaturgos que cargamos el ataúd del teatro (no vayan a dudar que el teatro en Venezuela parece más un cadáver que un saludable hombre) somos los herederos de lo que escribieron Otazo, Ayala Michelena, Rafael Guinand, Leo, Luis Peraza, Rengifo, Aquiles Nazoa, Ida Gramcko, Pedro Berroeta, Uslar, Ricardo Acosta o José Ignacio Cabrujas. Negar eso sería como negar la influencia que hoy tienen, directa o indirectamente, Isaac Chocrón, José Antonio Rial, Gilberto Pinto, José Simón Escalona, Alejandro Lasser o Levy Rossell. En los últimos años se puede sentir ese nudo gentil que ata a los nuevos escritores con los que ya se han consagrado: De otra manera cómo se entendería el acompañamiento de Rodolfo Santana a la obra de Gustavo Ott o a Gerardo Blanco lanzando al ruedo a Mónica Montañés o incluso la estimulante presencia de Xiomara Moreno al lado de León Febres Cordero. Somos una silenciosa cofradía, sin escuelas formales para los dramaturgos, sin grandilocuentes gestos de filiación, pero con la certeza de que nada habría escrito Marcos Purroy, Gennys Pérez o Ana Teresa Sosa sin la lejana dramaturgia de Eduardo Calcaño o Aquiles Certad.

Pero si los dramaturgos reconocemos nuestra herencia, los directores son otra cosa. Existe un divorcio generacional y egomaníaco entre ellos. Al hablar con cualquier puestista nativo destacarán siempre las influencias de Peter Brook, Giorgio Strehler o Ronconi. Pueden analizar con admirado conocimiento la obra de Clurman o Kazan e incluso de Tomaz Pandur pero ¿y no son estos directores los mismos compatriotas de Ibrahim Guerra o de Carlos Giménez? Si bien el ascendiente internacional es saludable, el no valorar el origen, el olvidar tanto sendero recorrido por creadores que no tienen nada que envidiarle a los extranjeros es un acto de miopía. ¿Cómo un joven director con ánimos experimentales podrá obviar el trabajo de Orlando Arocha, Javier Vidal o Antonio Constante? ¿Cómo un director que le interese desarrollar el trabajo con los actores podría desconocer la labor de Horacio Peterson o Enrique Porte? No hace falta mirar a tantos kilómetros de distancia, todavía tenemos la posibilidad de hablar con verdaderos maestros, leyendas nuestras que son gratuitas linternas para los más jóvenes. Fernando Yvorsky es una de esas figuras o Kiddio España o Miguel Torrence. Nada más gratificante que una charla modesta e iluminadora con el Maestro Romeo Costea para entender la maravillosa experiencia que lo une a la evolución del teatro mundial. Pero el orgullo es una novia cruel y antojadiza. Mientras nuestros regidores sigan mirándose el ombligo, jamás entenderán que en cada nuevo montaje están repitiendo lo que alguien hizo dos o tres décadas atrás, que cada recurso que supongan nuevo no es más que la reedición de uno que usó alguien antes. Avanzar no significa partir de cero. Arrancar donde Alberto de Paz y Mateos, Juana Sujo o Juan Carlos Gené nos dejaron, es caminar con pies ajenos muchas horas de desvelo, de pasión creadora, de ensayo y error, de triunfo y fracaso.

Pero si pareciera que la soberbia se apropia de los responsables de montar en los escenarios lo escrito en un papel, también hay que mencionar el desprecio que estos tienen por la dramaturgia nacional. A Rodolfo Santana le oí decir que el problema era que nuestros directores no entendían lo que hacíamos los escritores venezolanos. Si nuestros coterráneos, con quienes compartimos imaginería, lengua y afectos, no nos entienden como sí lo han hecho españoles, alemanes, franceses, estadounidenses o gentes de otras latitudes donde se reponen las obras de Ott, Chocrón, Uslar y Santana, entonces estamos perdidos. A lo mejor es que nuestra dramaturgia no posee el reconocimiento necesario, sin embargo allí están Edilio Peña y Gustavo Ott ganando el Premio Tirso de Molina, quizá el galardón teatral más relevante para los hispanoparlantes, o las universidades norteamericanas estudiando a Chocrón y Rengifo o el cine filmando las obras de Mariela Romero o Chalbaud. Algún complejo nos embarga, el mismo que hace que al ir a una librería compremos una novela de Vargas Llosa o Sandor Marai antes que un libro de Garmendia o Adriano González León. ¿Qué misterio habrá para que nos deslumbremos por otras literaturas y desechemos lo que en realidad somos? Quizá en la propia pregunta está la respuesta. Quizá no queremos vernos como somos. Quizá nos da vergüenza reconocernos en esos espejos desgarradores que son «Lo que dejó la tempestad», «El General Piar», «La Revolución», «El Juego», «La Empresa perdona un momento de locura», «Fotomatón», «Acto Cultural» o «El día que me quieras».

El teatro no puede ser un acto únicamente estético, de serlo sería vacío y fatuo. Algo hay que decir, algo hay que revelarle a los auditorios, algo hay que reflexionar en un tiempo de irreflexión.

Permítanme ahora una digresión, que me interne en el espacio de la dignidad de los artistas. Los creadores somos menos que viento sin los mecenas. Nadie habría oído jamás de Miguelángel sino hubiese tenido un Médicis apoyándolo. El trabajo del creador no es para producir riqueza material, al menos no como objetivo principal. Lo que él genera no tiene ninguna forma de ser tasado o cuantificado económicamente. ¿Alguien se atrevería a ponerle precio al «Ricardo III» de Shakespeare, alguien responsablemente me podría decir cuánto vale «Fuenteovejuna»? Lo confieso, este grito de rabia es para los burócratas gubernamentales que día a día atienden un horario rutinario de trabajo, que día a día se tropiezan con las solicitudes de grupos y artistas y que día a día sonríen con burla ante esas peticiones. En Venezuela, los creadores somos menos que recogelatas culturales. Gentes miserables que nos arrastramos por cuanto pasillo existe para pedir la limosna con la cual poder crear en un país cada vez más insensible y hueco.

Culpa tenemos, culpa de permitir el irrespeto. Dejar que del gobierno, ese ineficiente y podrido organismo, que de esa masa amorfa de esquinas inmundas provengan todos los dineros para hacer arte, es volvernos cómplices de la indolencia, la parsimonia y el estancamiento que se come a la revolución por dentro. Hay que matar al gobierno subsidiador, hay que asesinar con el puñal de Otelo los miles de escritorios frente a los que ahora se paran muchos a mendigar la sobrevevivencia. La consigna es buscar nuevas fuentes, buscar otros mecenas que nos respeten, para los que no seamos unos «sin oficio que viven a costa del gobierno».

Nosotros somos los que hacemos el país. Y no lo digo demagógicamente. La invención del país nos pertenece. En cada sala de teatro, en cada texto teatral nace la patria, la visión universal, el retrato perenne. Abjurar de esa responsabilidad es aceptar el desprecio de esa ignorante clase gobernante que nada sabe del parto artístico. La historia se invierte: ellos son nada sin nosotros. ¿De qué vale un Ministerio de Cultura en un país sin autores?, ¿de qué valdría ser nación sin hombres y mujeres que la crearan todos los días? Por años, ni en la cuarta ni en la quinta república (división por demás maniquea y estúpida) los artistas hemos obtenido el respeto que nos merecemos. Ya es tiempo de que nos levantemos. Escribir de rodillas es muy penoso. Hacer teatro cuidando lo que decimos es vergonzoso. Con estas líneas quisiera decretar la muerte del gobierno narciso y paternal. Rompo esa prisión ignominiosa en la que nos humillan y proclamo abiertamente mi desprecio por la burocracia ruinosa. El que se respete que le escupa la cara a la revolución y me siga.

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