Margarita Belandria: El encuentro

EL ENCUENTRO

Margarita Belandria

La funeraria repleta de flores en ramilletes y coronas no parece un día de duelo. De altos cirios brota cera encrespada pendiente abajo y sus llamas enhiestas parecieran homenajear la partida de Livio Cordel, cuyo cuerpo yace en la urna elegantemente vestido pero con su rostro en lotes cárdenos a consecuencia del infarto que lo mandara al otro mundo sin previo aviso porque siempre había gozado de estupenda salud. Es ya el tercer día de velorio esperando la llegada de su hija Perlita quien venía en un vuelo desde París. Pero informó a su madre, vía telefónica, que llevaba dieciséis horas atrapada en el Aeropuerto de Maiquetía a causa del retraso de los aviones; que ya va a llegar el avión, le decían, y en ese teje y maneje iban pasando las horas, que de haber anunciado a tiempo el problemón con los aviones habría tomado un autobús aunque hubiese tenido que viajar muerta de miedo toda la noche por la carretera corriendo el riesgo de los asaltos y atracos que se han convertido en el pan de cada día, y nada más el día anterior un autobús, según reporte del periódico que tenía en sus manos, había sido atacado por bandidos y despojados de sus pertenencias y violados todos sus pasajeros, sin distinción. Eso, naturalmente, le daba mucho miedo.

Ya en la tarde entra Perlita a la funeraria tambaleándose en brazos de familiares y amigos de sus padres. Su madre corre y la ampara en su regazo, retira la hermosa cabellera que le cubre la cara y limpia con sus manos el raudal de lágrimas que escurren por el desencajado rostro de su hija. Se sientan ambas en un mueble contiguo a la urna, fundidas en un abrazo de temblores y gemidos que partía el corazón de los que allí estuviesen mirando. Los hombres daban la vuelta y se marchaban al pasillo exterior; las mujeres, unas a otras se miraban con los ojos anegados.

Ven, vamos a mirar a tu padre, ruega la madre intentando quebrantar la resistencia de Perlita que sólo deseaba conservar en el recuerdo la viva imagen de su padre, elegante, amoroso y comprensivo. La madre consigue convencerla de que ella no recuerda al suyo descuartizado por los guerrilleros de las farc y lanzado a un pozo después de recibir varios millones por el rescate; no, ella lo recuerda hermosísimo, valiente y generoso como había sido hasta el último día en que lo vio partir de su casa con los brazos en alto entre los largos fusiles y rostros endemoniados de sus secuestradores; no, ella en su alma no lo recordaba así.

Vencida la resistencia, cada cierto tiempo Perlita se para frente a la urna a mirarlo, se desgarra a llorar y vuelve al sillón donde continúa su llanto convulsivo, con la cabeza doblada entre las piernas sin prestar atención a pésames ni conversaciones. Viéndola llorar piensa su madre en los remordimientos que tendría la pobre niña por vivir tan desarraigada de la familia y no estar presente ni siquiera cuando su padre descendió del avión en un ataúd, quién iba a imaginarlo, pues cuando el dueño del hotel le comunicó la fatídica noticia ella pasó el día tratando de ubicarla por teléfono sin resultado alguno, y ya muy entrada la noche, cuando logró que le respondiera un correo electrónico, Perlita se quejó de estar muy enferma, con vómito, fiebre, escalofríos y con más de una semana de estar varada en París en vez de estar en Bruselas resolviendo un asunto importante de la trasnacional en la que trabajaba. Toma un avión y te vienes como un relámpago porque tu padre acaba de morir, le dijo la madre de manera directa y sin matices. Fue a Caracas a renovar la visa en la embajada y murió solito en la habitación del hotel. Ahí sí se le quebró la voz a la madre de Perlita y omitió decirle por teléfono los pormenores de cómo lo habían hallado tirado en el piso de la habitación, con piernas y brazos extendidos y cara de espanto, y en cuántas se vieron los maquilladores funerarios para cerrar sus ojos desorbitados, sin poder restituirle ese talante apacible que todos le conocieran en vida. Algo terrible debió de haber visto en su último momento para que su rostro acusara tan pavorosa compostura, y cómo saberlo si estaba íngrimo en la habitación del hotel. Pero de que su alma iba camino al cielo no tenía la menor duda la madre de Perlita, puesto que su vida había sido, no de vez en cuando sino siempre, un modelo de bondad y rectitud. Bastaba recordar las infaltables contribuciones que, sin ningún alarde, aportaba a los hogares de ancianos, de niños abandonados, o de toda buena causa que precisara de una mano amiga. Bastaba recordar su actitud de sosiego y cordura frente a las adversidades, su palabra sabia y firme que inducía a la calma a sus desesperados pacientes que en los últimos tiempos aumentaban en número y en desespero, sus diagnósticos clínicos y tratamientos certeros, su claridad en la amistad y su lealtad en el amor, a toda prueba, pues ella jamás tuvo que quejarse de lo que a menudo solía escuchar a sus amigas, que si mi marido no llegó anoche a dormir, que qué desgracia; que si anda con la mujer de fulano, que si llegó con el cuello de la camisa manchado de carmín y oliendo a bicha, que si le montó un apartamento a todo trapo a la barragana y sólo llega de madrugada a dormir para que los niños no hagan preguntas. No, ella jamás sufrió de esas tremendas amarguras. Era una mujer amada, y hubiese sumado más dicha a su vida de no haber sido por el espíritu inflexible de Perlita, que de niña cariñosa y dócil se iba tornando al crecer en una joven de carácter enigmático, sombrío e impenetrable. Al cumplir la mayoría de edad sorprendió a sus padres con lo que a ellos les pareció la más loca y absurda decisión: quiero vivir sola en un apartamento, les dijo. No sin incontables ruegos a lo largo de dos meses conquistó lo ansiado y fue sólo en ese instante que se le vio cara de desconsuelo a Livio Cordel.

Compró entonces el apartamento para su hija, de lujoso amueblado, y pagaba todas sus cuentas en las que habitualmente ella se excedía. Que primero le faltase el aire a él antes de que algo le fuese a faltar a la niña de sus ojos, que nada fuese a perturbar sus estudios, que nada echara al garete las regias empresas para las que la sabía destinada. Habría dado hasta la vida si hubiese sido preciso por verla contenta en todo momento y no con esa actitud distante y su mirada desaparecida en no se sabe qué pensamientos, que él no quiso indagar para no asediar su intimidad. Ya una vez la madre había hecho el intento y tropezó con una muralla de hielo: prefiero que no interfieras en mi vida privada, mamá.

Concluidos sus estudios, el mismo día del acto académico les comunicó a sus padres otra loca y absurda decisión: me voy a vivir a Caracas. Sí, trabajaría en una empresa trasnacional y en consecuencia tendría que andar viajando por el mundo, todo el tiempo. Desde su partida sólo habían mantenido comunicación por teléfono. Su madre había tratado de indagar más sobre la vida de su hija, su trabajo, sus diversiones, sus amigas, novio. Solo en una ocasión les mandó una foto en la que aparecía en un velero que surcaba el Mediterráneo acompañada de un hombre maduro y de aspecto distinguido del cual indicó que era su jefe. La madre continuaba pensando en la vida de su hija como un completo misterio. Comenzó a buscarla en internet. Solo encontró la reseña de su tesis de grado en lenguas modernas y su mención honorífica en lengua inglesa. Al parecer su trabajo era sumamente absorbente, viajando con personajes importantes como traductora.

 Cuando Livio Cordel llegó a la capital en este último viaje que lo llevaría a la tumba, desde el mismo aeropuerto llamó por teléfono a su hija con la esperanza de que esta vez estuviese en la ciudad para invitarla a cenar y charlar aunque fuese un poco después de casi tres años de ausencia, pero su niña le respondió que se hallaba en Paris. Se alojó Livio Cordel en el mismo hotel donde habitualmente se hospedaba y, al registrarse, recordó a su viejo amigo el gerente, como de costumbre, la clave de su solicitud: «y un dulce de frambuesa a la habitación». Sube a la alcoba y como parte del ritual acostumbrado deja la puerta sin llave mientras se da una ducha energizante. Al salir del baño, fresco y perfumado, ve a su dulce de frambuesa que está de espaldas apoyada en la ventana mirando hacia el parque, esbelta y bien a su gusto, en diminutas prendas negras que resaltaban el nácar bronceado de su piel. Se aproximó en silencio y le acarició la espalda, desabrochó el sostén y lo tiró sobre el mueble, y al darle la vuelta para extasiar sus ojos con lo que estaba acariciando, dos enormes alaridos sacudieron la habitación. ¡Papá! ¡Perlita, Dios mío, mi niña! Y fue entonces cuando el hombre se desplomó al piso llevándose ambas manos al corazón con los ojos desorbitados llenos de espanto y que los expertos maquilladores funerarios a duras penas consiguieron entrecerrar con un pegamento trasparente.

  • Margarita Belandria. Escritora venezolana, Miembro Activo del Círculo de Escritores de Venezuela

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