Heberto Gamero: Caracas – Ushuaia. Un viaje en cuatro ruedas

En febrero de 2013 fue presentado el libro «CARACAS-USHUAIA. UN VIAJE EN CUATRO RUEDAS»del escritor venezolano Heberto Gamero Contín. Editado por Monte Ávila Editores Latinoamericana. Sobre esta obra escribe Krina Ber:

» … La lectura de este singular diario resulta adictiva. Recomiendo degustarlo de manera pausada –una a cuatro entradas por día– para realmente disfrutar de todo lo que nos ofrece y, sobre todo, para acoplar la lectura al ritmo de ese viaje. Así lo hice yo y, al retomarlo cada mañana como lo retomaban sus protagonistas despertándose en un nuevo pueblito o ciudad desconocida, sentía una ilusión parecida a la suya, un poco como si yo misma también estuviese viajando.»

A continuación, transcribimos la Introducción del libro, escrita por Heberto Gamero:

INTRODUCCIÓN
(EL DEDO EN EL MAPA)

Según las informaciones que encontramos en algunas agencias de viaje, desde Caracas, capital de Venezuela, hasta Ushuaia, la ciudad más al sur del mundo en el confín de la Patagonia Argentina, hay aproximadamente unos quince mil kilómetros. Claro, recorrer esta distancia no sería gran cosa si se hiciese en avión, en cuyo caso pasaríamos un par de horas, a lo sumo tres, en el aeropuerto, luego abordaríamos la nave, estiraríamos las piernas debajo del asiento delantero y tal vez con una copa de vino en la mano veríamos la película cómica del momento, leeríamos el periódico o simplemente observaríamos el paso de las nubes a través de la ventana. Luego, diez o doce horas más tarde, quince probablemente tomando en cuenta las posibles escalas y el obligatorio cambio de avión en alguna de las capitales sureñas, estaríamos ya en nuestro destino disfrutando de los deliciosos doce grados del verano austral y de las colonias de pingüinos, focas y demás animales marinos. Pero dado que este recorrido lo realizaremos vía terrestre, tanto de ida como de vuelta, la cosa se complica un poco: todo se multiplica por dos, comenzando por los kilómetros a recorrer que ya serían treinta mil, o alrededor de esta cifra —esto sin contar los desvíos que hay que hacer para ver algunos parajes de obligatoria visita, lo que puede traducirse en algunos cinco mil kilómetros más, me atrevo a calcular ahora—. Por supuesto que el viaje por carretera podría hacerse en menos tiempo del que tenemos pautado, me imagino que no somos los primeros que se lanzan a esta aventura, pero no es nuestro caso el de batir un récord en la distancia ya que la intención será conocer y disfrutar de un viaje que esperamos sea placentero. Para ello nos hemos impuesto la norma, lo que equivaldría a una pro- mesa de riguroso cumplimiento, de no manejar más de ocho horas diarias, cinco días por semana; esto hace que el tiempo en alcanzar nuestro objetivo pueda llegar hasta dos meses, sólo de ida, y un tanto similar de regreso, lo que haría un total estimado de cuatro meses de viaje y de aproximadamente unos treinta y cinco mil kilómetros de recorrido para estar de nuevo en casa; ya veremos al final cuál será la cuenta exacta. A grandes rasgos el itinerario es el siguiente: Venezuela, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela de nuevo.
Mi amor por los viajes, con preferencia por los viajes terrestres, no es nuevo. Apenas cumplí la mayoría de edad, aunque todavía no tenía carro, me las ingeniaba para salir con amigos y alimentar esas ansias de naturaleza que me llamaban con insistencia. Casi todos los fines de semana íbamos a una playa diferente, mientras más escondida y más intrincado el camino, mucho mejor. Así conocí muchas de las playas del Litoral Central, las de Aragua, las azules y transparentes del Parque Nacional Morrocoy, también las del oriente del país con esa arena color crepúsculo como la de Playa Colorada, o la de arena blanca y brillante como Isla de Plata, las resplandecientes del Parque Nacional Mochima y tantas otras que aún recuerdo como si las hubiera visitado ayer. Cuando las hube conocido todas, o casi todas, me dediqué a frecuentar las montañas, los imponentes páramos andinos de nuestro país que el sólo verlos y disfrutar de su aroma hace agua los ojos y eleva el alma. Así conocí Apartaderos, San Rafael de Mucuchíes, la bella Mérida, el pico Bolívar con su tope siempre blanco, Jají, Egido y tantos otros acogedores pueblitos típicos que con sus iglesias de campanas centenarias y sus plazas centrales llenas de árboles y bancos de madera tiñen de tradición la cadena de montaña.

Unos años después, cuando comencé a trabajar en el área de ventas en una fábrica de ropa, me tocó visitar casi todas las ciudades del país; me llamó mucho la atención el estado Bolívar, especialmente Ciudad Bolívar y Puerto Ordaz; allí conocí los ríos Orinoco y Caroní, de aguas marrones el primero y casi negras el segundo, donde ambos se unen en un abrazo majestuoso para luego viajar juntos hasta el delta y morir allá cobijados por el mar. Luego, en unas vacaciones, fui al río Caura, en Apure, navegué en curiara hasta llegar a una isla llamada La Juana, donde pasé varios días cobijado por la selva y sus sonidos. También hice incursiones por tierra en otros países. Recuerdo en una oportunidad que un amigo estaba en Estados Unidos, en una ciudad cerca de Nueva Orleans, volé hasta allá, pero luego no quise regresar de nuevo en avión y tomé un autobús hasta Miami vía Atlanta. Fueron varios días de paseo conociendo los pueblos norteamericanos que sorprenden por su aseo y organización, por la cantidad de jardines, por lo bien cuidado que tienen todo.
Un día, uno de esos domingos de lectura y bostezos, me dediqué a husmear el Atlas Mundial, específicamente en el mapa de Sudamérica. De pronto recordé un juego que me divertía mucho cuando estaba en primaria: pasaba el dedo por el globo terráqueo de la escuela imitando con la voz un carrito de juguete desde la Península de Paraguaná, mi casa, hasta ese circulito diminuto que se ve en el mapa y que distingue a Ushuaia en la Patagonia Argentina. Entonces me veo, me imagino, sueño nuevamente después de tantos años, recorriendo aquellos parajes del sur, hablando con aquella gente, comiendo sus comidas, oliendo sus aromas, admirando sus paisajes, sintiendo sus costumbres y me dije: «Algún día lo haré, algún día haré este viaje por tierra». Luego mi dedo, como en aquellos años de la infancia, se movió de nuevo, esta vez sobre el papel y, lentamente, con suavidad, como si de un loco pero irresistible atrevimiento se trata- se, comenzó a deslizarse desde Venezuela hasta posarse en aquel circulito al sur del continente sudamericano, en Ushuaia, la ciudad más austral del planeta.

Mis sienes ya se están poniendo grises, llegó la hora de hacerlo.
La preparación previa fue un proceso que llevó algún tiempo e involucró muchas decisiones, entre ellas escoger la mejor época, definir qué carro llevar (hacer un esfuerzo de comprar uno nuevo o, por el contrario, renovar el que ya tenía), los permisos para pasar de un país a otro, la licencia internacional, el pasaporte, el dinero y la forma de cambiarlo en cada país, las vacunas requeridas, el estudio de las carreteras, los posibles hoteles, mapas, etcétera.

Fue en febrero del 2006, tantos años después del globo terráqueo de la escuela y de mi determinación sobre el Atlas Mundial, cuando se encendió nuevamente dentro de mi cabeza la mecha que permanecía dormida y que hizo explotar esas ansias de viajar a la Patagonia a como diera lugar y ver de cerca un lobo marino o tomarme una copa de vino frente a una montaña de hielo.
Lápiz y papel, comencé a anotar ideas sin orden alguno. Lo primero era escoger la mejor fecha, sin duda debía coincidir con el verano austral que va desde octubre a marzo. Esto me daba un rango de seis meses para ubicar los tres o cuatro que tenía planificados tomarme, por lo que planeé mi salida para mediados de noviembre, días más días menos, de ese mismo año. Qué emoción cuando puse la fecha sobre el papel y la subrayé una vez, dos, tres, la envolví en un cuadrado, luego en un círculo, luego la repasé varias veces hasta que los números se hicieron muy negros y brillantes: 15 de noviembre del 2006. Mi mujer, quien sería la copiloto, saltó de alegría cuando le anuncié que por fin haríamos el viaje al Sur.
Según las estimaciones eso significaba que llegaríamos a Ushuaia para finales de diciembre, posiblemente justo para recibir el Año Nuevo. A pesar de que todavía teníamos muchos meses por delante, comenzamos a indagar sobre trámites y papeleo. Lo primero fue ir a la sede del Touring y Automóvil Club situada en la Plaza Venezuela de la ciudad. Allí nos encontramos con un personal muy atento que de inmediato me tomó una foto —inexplicablemente la cámara no sufrió daño alguno— y me afilió al club entregándome un vistoso carné con un logotipo que semeja una rueda de tacos gruesos para luego indicarme con lujo de detalles todo lo que tenía que hacer para viajar sin problemas. Nos facilitaron algunos mapas y esa misma tarde tramité también la licencia internacional. Cuando la tuve entre mis manos, una presión subió a mi cuello, la copiloto emocionada me apretó las manos y un susto sabroso que crecía como la leche hervida nos acompañó hasta el día de la partida. Luego nos dieron una hoja con una serie de trámites indispensables para el vehículo. Su enunciado destacaba en letras color naranja: PROCEDIMIENTOS, DOCUMENTOS Y COSTOS PARA TRAMITAR LA LIBRETA DE PASE POR ADUANA (LPA) PARA VIAJAR A SUR AMÉRICA.
Era una larga lista de papeles que llenaba las dos caras de la hoja y que al final explicaba: «La libreta de pase por aduana (LPA) es el documento que le permite ingresar y circular por todos los países de Sur América con el sólo trámite de sellada aduanal, es aceptado y reconocido por todas las autoridades para su libre circulación. La estadía legal de turismo es de doce (12) meses». Leímos con atención cada uno de los requisitos y a pesar de su extensión no nos pareció complicado recabarlos o cumplirlos. Entre tantas, una de las preguntas que me hizo Pedro, el que nos atendió en la oficina del club, joven de cara redonda, ojos alegres y actitud similar, fue sobre los kilómetros que tenía mi camioneta, yo le comenté que como setenta y cinco mil. Él movió la cabeza de lado a lado, como dudando un poco. Yo le dije que estaba en buen estado pero que aún así tenía intenciones de cambiarla para el momento del viaje. «Es mejor», me dijo. Luego me preguntó cuántas camionetas íbamos. «Sólo la mía», le dije. Repitió el movimiento negativo de cabeza y bajó la mirada por un segundo.
«¿Algún problema?», le pregunté. Él me miró y me dijo que no, que bueno, que siempre es mejor ir acompañado, por cualquier cosa, que uno nunca sabe, etc. Yo le dije que iba con mi señora, que con ella era suficiente y que además, como tenía intenciones de escribir el viaje, necesitaba la mayor independencia posible para hacerlo. Le expliqué nuestras máximas de viajar sólo de día, descansar al menos dos días por semana y tomar siempre todas las precauciones necesarias para no tener problemas. El hombre asintió con la cabeza sin parecer muy convencido de mis argumentos.

A principios de septiembre la resolución de hacer el viaje se había reafirmado dentro de mí con la fuerza con que se sujetan de la tierra las raíces de un árbol centenario. Comencé a buscar presupuesto para comprar una camioneta nueva con ciertas características especiales, como que tuviera un buen tanque de gasolina con la mayor capacidad posible; que fuera cuatro por cuatro, por si acaso nos topábamos con un camino de esos que revuelven el estómago, y de una marca y de un modelo que existiese en todos los países que visitaríamos a fin de poder practicarle el servicio de rigor: cambio de aceite, filtros y todas esas cosas que se hacen cuando uno rueda mucho. Todo iba muy bien hasta que vi los precios de las camionetas con esas características; el asombro fue tal que a partir de ese momento empecé a ver mi camioneta con otros ojos; ahora la veía más nueva que nunca aún con sus ochenta y dos mil kilómetros. «¡Qué buen motor!», me dije mil veces. No pasa aceite, es confortable, potente, nunca me ha dejado accidentado. Además, ¡qué gran tanque de gasolina tiene! En definitiva, no hay necesidad de cambiarla, claro que no: cauchos nuevos, batería nueva, entonación, una revisión general, algunos repuestos que me recomiende el mecánico y listo, ¡a viajar!

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