PublicARTE, en su tercer aniversario, ¡a todo color!

PublicARTE, el periódico de la cultura, con motivo de su tercer Aniversario, saldrá a todo color a partir del mes de marzo. Su edición es impresa y digital, y se distribuye de manera gratuita en las mejores Librerías y Centros de Cultura de la ciudad de Caracas. También en las Salas de Teatro y Galerías de Arte.

Su Editora, Inés Muñoz Aguirre, es periodista, dramaturga, ensayista y poeta. También es gerente de IMApress Información. Cuenta con la colaboración de Mariam Krasner, Directora de la Revista.

La más cordial felicitación a una revista que se ha editado mensualmente durante tres años, cada vez con mayor calidad en cuanto a contenido, diagramación y fotografía. Un periódico de estas características no ha existido en Venezuela hasta hoy. Y nos hacía muchísima falta.

La información es amplia y ágil, sobre teatro, cine, literatura, libros y entrevistas. Se publican relatos cortos y poemas.

Si deseas consultar la página: http://publicarteblog.blogspot.com/

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El enemigo de la prensa, por Umberto Eco

Una reflexión de Umberto Eco sobre la libertad de expresión

Por Umberto Eco,  3 de Febrero de 2011

Será el pesimismo de la edad tardía, será la lucidez que la edad conlleva, la cuestión es que siento cierta perplejidad, mezclada con escepticismo, a la hora de intervenir para defender la libertad de prensa acogiendo la invitación del semanal L’Espresso. Lo que quiero decir es que cuando alguien tiene que intervenir para defender la libertad de prensa eso entraña que la sociedad, y con ella gran parte de la prensa, están enfermas. En las democracias que definiríamos “vigorosas no hay necesidad de defender la libertad de prensa porque a nadie se le ocurre limitarla.

Esta es la primera razón de mi escepticismo, de la que desciende un corolario. El problema italiano no es Silvio Berlusconi. La historia (me gustaría decir desde Catilina en adelante) está llena de hombres atrevidos y carismáticos, con escaso sentido del Estado y altísimo sentido de sus propios intereses, que han deseado instaurar un poder personal, desbancando parlamentos, magistraturas y constituciones, distribuyendo favores a los propios cortesanos y (a veces) a las propias cortesanas, identificando el placer personal con el interés de la comunidad. No siempre estos hombres han conquistado el poder al que aspiraban porque la sociedad no se lo ha permitido. Cuando la sociedad se lo ha permitido, ¿por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?

Recordaré siempre una historia que contaba mi madre: cuando tenía veinte años, encontró un buen empleo como secretaria y dactilógrafa de un diputado liberal, y digo liberal. El día siguiente al ascenso de Mussolini al poder, este hombre dijo: “En el fondo, vista la situación en que se encuentra Italia, quizá este Hombre encuentre la manera de poner un poco de orden”. Así pues, lo que instauró el fascismo no fue la energía de Mussolini (ocasión y pretexto) sino la indulgencia y relajación de este diputado liberal (representante ejemplar de un país en crisis).

Por lo tanto, es inútil tomársela con Berlusconi puesto que hace, por decirlo de alguna manera, su propio trabajo. Es la mayoría de los italianos la que ha aceptado el conflicto de intereses, la que acepta las patrullas ciudadanas, la que acepta la Ley Alfano con su garantía de inmunidad para el primer ministro, y la que ahora aceptaría con bastante tranquilidad si el Presidente de la República no hubiera movido una ceja la mordaza colocada (por ahora experimentalmente) a la prensa. La nación misma aceptaría sin dudarlo (y es más, con cierta maliciosa complicidad) que Berlusconi fuera de velinas, si ahora no interviniera para turbar la pública conciencia una cauta censura de la Iglesia (que se superará muy pronto porque desde que el mundo es mundo los italianos, y los cristianos en general, van de putas aunque el párroco diga que no se debería).

Entonces ¿por qué dedicar a estas alarmas un número de L’Espresso, si sabemos que esta revista llegará a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, y no lo leerán los que están dispuestos a aceptarlos con tal de que no les falte su ración de Gran Hermano y que, además, en el fondo saben poquísimo de muchos asuntos político-sexuales porque una información mayoritariamente bajo control ni siquiera los menciona?

Ya, ¿por qué hacerlo? El porqué es muy sencillo. En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (un 1 por ciento) se negaron y perdieron su plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inobservado en aquel entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo post-bélico, aconsejados incluso por Palmiro Togliatti o Bendetto Croce, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1118 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 que dijeron que no salvaron el honor de la Universidad y, en definitiva, el honor del país.

Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá para nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho. Traducción: Helena Lozano Miralles

.Fuente: Revista El Librero. Para entrar en  la revista, pulse  aquí.

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La Editorial Torremozas

Nuestras amigas de la Editorial Torremozan nos envían un mensaje sobre sus actividades y concursos literarios:

Torremozas es una editorial especializada en literatura escrita por mujeres, independiente, y que cuenta cada día con más suscriptores, que son la base de su objetivo que es difundir la obra de mujeres escritoras.
Tenemos una trayectoria de más de 25 años, en los que hemos publicado más de 500 títulos.
Contamos con el concurso de relatos Ana María Matute
el prestigioso Premio de poesía Carmen Conde
y el Concurso Voces Nuevas -reservado a suscriptoras- que termina el 28 de Febrero (¡anímate a participar!)

Si quieres formar parte de este proyecto, tienes toda la información sobre las suscripciones a nuestros libros de poesía y relato corto.
Gracias a ti podemos hacerlo realidad.

Puedes darte un paseo por la web– Si tienes alguna consulta o sugerencia, ponte en contacto con nosotros en el teléfono + 34  91 359 03 15  o por email: ediciones@torremozas.com

Un saludo muy cordial,

Ediciones Torremozas
www.torremozas.com

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Enrique Viloria ingresa en la Academia de Ciencias Económicas

Nuestras más sinceras felicitaciones al escritor Enrique Viloria Vera, Miembro de la Junta Directiva del Círculo de Escritores de Venezuela, por su designación como Individuo de Número de la Academia de Ciencias Económicas de Venezuela.

Y felicitamos a la Academia por esta merecida designación. La vasta obra publicada de Enrique en diferentes campos, literario, económico, cultural y gerencial, le acreditan plenamente.


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Enrique Bernardo Núñez: El gran ignorado

Por Eduardo Casanova

Enrique Bernardo Núñez nació el 20 de mayo de 1895, en Valencia de Venezuela, en el Estado Carabobo. Fue y es uno de los valores más notables e importantes de la narrativa latinoamericana y universal, aunque ignorado por su propio país. Cuando apenas tenía catorce años, en 1908, aparece como co-fundador de un periódico, Resonancias del pasado. Un año después se mudó con su familia a Caracas. A los veintitrés años publica su primera novela, Sol interior, que es saludada por la crítica como obra imperfecta de un joven que promete mucho. Un par de años después, cuando acaba de casarse con Mercedes Burgos Müller (“Mochea”) con quien tuvo tres hijos (Isabel, Carmen Elena y Francisco), publica una segunda novela, Después de Ayacucho, claramente incomprendida por la crítica del momento. Es una obra paródica, en la que el joven autor se burla de sus coetáneos y del estilo predominante en su tiempo.

El investigador y crítico venezolano Javier Lasarte, en la década de 1980, reivindicará esta obra y la ubicará en su debido sitio en la narrativa venezolana. En 1931 publicó Cubagua. Era un escritor de treinta y cinco años, que entre los veinticinco y los veintinueve había vivido en el estado Nueva Esparta, integrado por las islas de Margarita, Coche y Cubagua, y varias islillas regadas por un mar precioso. El Presidente del Estado (gobernador), el que lo convenció de que se fuera a vivir a la Isla para fundar un diario que no mucho tiempo después fracasó, era uno de los más notables escritores de nuestro país: Manuel Díaz Rodríguez, modernista. El año de la rebelión de los universitarios, 1928, Núñez, por no ser estudiante no se atreve a unirse a ellos, y como parte de las muchas contradicciones de su vida, acepta trabajar para el gobierno gomecista. Es designado Secretario de la Embajada de Venezuela en Bogotá. Luego pasa a La Habana, y poco después a Panamá. Es en La Habana, en enero de 1929, donde empieza a componer Cubagua. La terminará a mediados de 1930 en Panamá, en donde unos meses después en febrero de 1931, escribió su otra gran novela, La galera de TiberioCubagua fue editada en París en 1931 y olímpicamente ignorada por la crítica venezolana. En 1938 se publicaría La galera de Tiberio, sin que siquiera se tuviera la cortesía de mencionarla. Luego de la muerte de Gómez, en la década de 1940, fue Cónsul en Baltimore por algún tiempo.

Ya entonces se había iniciado su amistad con Rómulo Betancourt y con varios intelectuales ligados a Acción Democrática. Luego de abandonar para siempre la literatura de ficción publicó una crítica biografía de Cipriano Castro (El hombre de la levita gris, 1943), y otra de Arístides Rojas (Arístides Rojas, anticuario del Nuevo Mundo, 1944). En 1947 publicó uno de los libros más bellos que se han hecho sobre Caracas: La ciudad de los techos rojos. En 1948 se incorporó a la Academia Nacional, en el sillón “N». Su trabajo como Cronista de Caracas fue incesante y ejemplar.

Hacia el final de su vida se reunió con su esposa, de quien se había separado muchos años antes para vivir, solitario y un tanto taciturno, en un apartamento en La Candelaria, en el que tenía libros en todos los espacios disponibles. Al mudarse al este de Caracas, uno de los mejores arquitectos de su tiempo le hizo una bella biblioteca de dos pisos, separada de la casa. Lamentablemente su biblioteca no se conservó. Murió el 1º de octubre de 1964 en Caracas.
Su tercera novela, Cubagua, debería haber revolucionado la novelística venezolana e hispanoamericana, pero no tuvo el más mínimo reconocimiento. La novela narra la peripecia del doctor Ramón Leiziaga, “graduado en Harvard, al servicio del Ministerio de Fomento”, que descubre algo así como los dobles de personajes contemporáneos, ubicados en el pasado remoto de Cubagua. Esa duplicidad no se limita a los nombres, sino que parecería que son las mismas personas ubicadas en dos momentos separados por el tiempo pero, a la vez, unidos por el tiempo. Es un hábil truco emparentado con el nominalismo en un juego especular: cada uno de ellos tiene el nombre del otro, pero le debe faltar en parte la realidad del otro. En la novela se funden y se confunden los planos temporales. La búsqueda y explotación de las perlas de ayer es la búsqueda y explotación del petróleo de hoy. De la antigüedad se presenta el Conde de Lampugnano, un aventurero inescrupuloso que logró para sí una concesión del Emperador para explotar las perlas de Cubagua con una máquina maravillosa, y que, luego de caer en desgracia, accedió a envenenar al conquistador Diego de Ordaz como precio de su propia libertad. También es personaje el negrero Pedro Cálice, que existió en realidad, aunque no actuó nunca en Cubagua. En la novela es, a la vez, un enfermo de lepra en pleno siglo XX y un traficante de esclavos en el siglo XVI. Está asimismo la moderna y encantadora Nina Cálice, que se desdobla en diosa pagana. Y, sobre todo, está el misterioso fraile, Fray Dionisio, que parece viajar en el tiempo, y que poéticamente es un fraile que leía en su breviario alumbrándose con un cocuyo, amaba a los indios y viajaba por las regiones ignotas “enseñando el Evangelio”. La novela es justamente eso, un viaje maravilloso en el tiempo, un juego de planos que se mezclan y se confunden, se hacen mitos y construyen un espacio de tiempos mezclados por la mano alquimista de Enrique Bernardo Núñez.

Ese manejo del tiempo y el espacio será lo que tiempo después logrará el milagro de que la narrativa latinoamericana se haga famosa en el mundo. Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri, estuvieron entre los primeros lectores de Cubagua, y entre los primeros que se dieron cuenta de que ese era el camino. Luego vendría la otra generación, la de Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso, que usarían en plenitud los recursos que Núñez aportó casi sin darse cuenta y, sobre todo, sin beneficiarse para nada. Había abierto un camino, había transitado por él y había permitido que por él transitaran los que sí obtuvieron con él grandes ganancias. Y nadie tuvo siquiera la cortesía de agradecérselo. Siete años después de Cubagua, Núñez nodio a conocer su cuarta novena, La galera de Tiberio, que Domingo Miliani califica como la más importante novela de toda su producción y una obra maestra de la literatura hispanoamericana. Digo no dio a conocer porque por decisión del autor, toda la edición fue destruida, lanzada a las aguas del río Hudson, y apenas se salvaron unos pocos ejemplares, entre ellos uno que quedó en manos de su esposa, y que fue el que usó Miliani para editar de nuevo en Cuba el libro, a pesar de la voluntad de Núñez, que había suprimido varios pasajes que consideró ofensivos a una o dos personas de su entorno. La segunda edición, recortada, que fue la que circuló, tampoco alcanzó el más mínimo éxito. La había escrito inmediatamente después de Cubagua. La empezó en Panamá, en sus tiempos libres en la misión diplomática, y la terminó en Barcelona, en el Oriente venezolano. Para hacerla utilizó técnicas estrictamente cinematográficas, usó el tiempo de manera arbitraria, aplicó fórmulas del surrealismo, en fin, se adelantó como nadie a su tiempo. La novela es un collage, como afirma Miliani, que contiene fragmentos de obras de Andreiev, Paul Morand, etcétera, que se manejan como visiones y lecturas de un intelectual revolucionario, Xavier Silvela. Varios ejes son expuestos en forma magistral para combinar historias del tiempo del emperador Tiberio con otras del tiempo de Núñez, que hace ver que los presidentes norteamericanos actúan como verdaderos emperadores romanos. Hay personajes del mundo diplomático (que Núñez vivía en su realidad), del de los exiliados venezolanos (que le hubiera gustado vivir), así como del ambiente rebelde de los estudiantes de la Generación del 28, que tampoco pudo ser suyo. Mezcla tiempos de una manera ejemplar: así, una galera de los tiempos de Tiberio César atraviesa el Canal de Panamá y convive con buques de guerra yanquis usados para abusar de los latinoamericanos. Alice Ayres, Darío Alfonzo, y otros personajes contemporáneos tienen elementos que pueden ser calificados de mágicos. La ironía hiriente está presente, y es en parte lo que motivó a Núñez a mutilar el texto original, para evitar resentimientos de personas que podían verse retratados en figuras nada felices. Ficción y realidad se combinan, se entremezclan, tal como se hará muchos años después para conquistar un gran mercado al que Enrique Bernardo Núñez no tuvo ni siquiera oportunidad de vislumbrar de lejos, como una posibilidad, como una tierra prometida. Una tierra que merecía y le fue negada.

Fuente: www.literanova.net

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La Búsqueda: La resistencia a los totalitarismos

Una lectura de la novela «La Búsqueda» de Blanca Miosi

He finalizado la lectura de la novela La Búsqueda, (Roca Editorial. Barcelona. 2008) con un sentimiento de desolación. La autora es Blanca Miosi, escritora peruana residente en Caracas y Miembro Activo del Círculo de Escritores de Venezuela. He sufrido con Waldek Grodek, su inolvidable protagonista el menosprecio y la crueldad, como víctima de dos de los más terribles engendros del mal, el Nazismo y el Comunismo, movimientos políticos inspirados por ideologías que buscaban la permanencia del poder totalitario y la devastación y sometimiento del ser humano. Marcado por un sino trágico, Waldek expresa su pasión por la vida mediante la capacidad que tiene para adaptarse a las situaciones trágicas y una vez superadas,  alcanzar logros desarrollando brillantes proyectos.

El hilo narrativo de esta obra de ficción se extiende entre dos hechos que simbolizan la violencia desmedida del Siglo XX, la invasión de Varsovia por Adolf Hitler el 1º de  septiembre de 1939 y la explosión de las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre  de 1998. Ambos hechos nos enfrentan a una de las mayores desgarraduras del alma universal, al encarar la amenaza del terrorismo y del fanatismo, cuando son usados como instrumento de destrucción y de muerte. Septiembre parece ser en estas páginas, el mes  más cruel, en amplia contradicción con el poema que nombra a Abril.

Como transeúnte de esta centuria he recordado en esta lectura de ficción, pero apegada al acontecer histórico, el drama del hombre contemporáneo. La causa de este drama se debe sin duda a los males acarreados a los habitantes de este planeta por los  gobiernos totalitarios. La peor de todas las consecuencias es la pérdida de las cualidades  indispensables para detentar la condición de ser humano: la dignidad y la compasión junto a las restricciones a la libertad y a los derechos fundamentales del hombre.

Waldek adolescente es apresado por su trabajo en la resistencia contra los invasores alemanes, y llevado a un campo de concentración. En las citas siguientes se testimonia lo expuesto anteriormente. “Empezamos a comportarnos como animales desesperados   por    sobrevivir,   insensibles al dolor ajeno…” (pag.69) “Había perdido casi completamente la capacidad de tener sentimientos, esa fue la peor consecuencia de mi cautiverio. (pag.94-95).

En las situaciones límites, el hombre siempre encuentra la esperanza que le impide caer en la inconsciencia. Si bien, el narrador mantiene el relato de las vicisitudes que soportan quienes son llevados por su credo, su nacionalidad o su posición política a los campos de exterminio de una manera fiel  al horror padecido,  muestra también las experiencias, que por instantes, devolvían a aquellos seres despojados  de toda esperanza, la fe en sí mismos.

Entre los personajes que ayudaron a mantener encendida alguna luz entre tanta oscuridad está el Tío Romatowski,  un  sastre polaco que confeccionaba los uniformes de los oficiales. El animaba a los jóvenes a recibir clases al final de la jornada y repartía entre los asistentes mendrugos de pan y otros alimentos a los que tenía acceso por su trabajo. El protagonista expresa su opinión de la siguiente manera: ”El Tío Romatowski me ayudó moralmente a conservar algo de humanidad.” (pag. Uno de los rasgos que me fascinaron de quien relata la historia, es su hondo conocimiento de la condición humana.  El lector encara la historia del mal, pero no hay una línea que separe  “los buenos” de  “los malos”. Existen pequeñeces, incomprensiones egoísmo y maldad en personas del entorno cercano al protagonista, amigos y familiares. Se señala también gestos de bondad y de grandeza entre los opresores, entre los causantes del dolor y de la tragedia. Es en este caleidoscopio de pasiones donde la novela toma una gran dimensión. El universo que nos muestra la escritora, es el del mundo real. El siglo donde el hombre caminaba al borde del abismo, en el claro oscuro de la vileza y de la generosidad.

Para quien desde temprana edad había sufrido los destrozos de la posguerra, la experiencia de los campos de concentración y una fuga del recién levantado muro de Berlín, el cual abría una incisión en Europa y en el mundo,  no podía tener otro deseo diferente al de viajar para residenciarse en un país de América del Sur. La visión que tenía este personaje de este continente era la de un “Nuevo Mundo” conformado como paraíso terrenal, con apacibles paisajes y sobre todo con la oportunidad de vivir en paz.

Aunque es en estas tierras donde desarrolla su potencial profesional obteniendo el éxito económico, sin embargo las traiciones, las injusticias, la depresión y la muerte lo llevaron nuevamente a vivir situaciones dolorosas.  Primero en Perú  durante el gobierno del General Odría quien repitió la formula de la izquierda radical, expropiando y limitando las libertades individuales y arrastrando al país a la miseria y al atraso. Huyendo de esta realidad Waldek Grodek se traslada a Venezuela, donde es testigo de la conmoción social del 27 de Febrero de 1993. Se inicia con Hugo Chávez una supuesta revolución socialista bajo las banderas del populismo y del resentimiento La resistencia del pueblo desembocó en los fatídicos hechos de Abril del 2002 cuando una gigantesca marcha fue sorprendida por francotiradores que sembraron el pánico y la desesperación dejando las calles bañadas en sangre.

Cómo una serpiente que se come su propia cola, el protagonista cierra su ciclo vital, no sin antes darnos una muestra de la indiferencia del hombre posmoderno y de la ineficacia de las Instituciones Internacionales. En memorable monólogo se duele de la fuerza que lo ha impulsado a huir. Seguidamente reflexiona sobre la vocación de su vida y rectifica. El jamás ha huido, desde los 14 años ha resistido al mal, se ha  enfrentado con valentía y coraje a las fuerzas que han desencadenado la destrucción de la felicidad.  Se hace una pregunta para la cual no hay respuesta: “¿Qué clase de gen de maldad comparten Hitler, Stalin, Bin Laden y otros muchos que han provocado y siguen provocando la desdicha de tantos millones de personas? Y lo más extraño de todo ¿por qué tanta gente los sigue?” (pag.316).

El retrato que hace la autora de los diversos personajes, la descripción de los espacios y el excelente uso de la narración y de los diálogos, enriquecen la estructura de la novela y le proporciona verosimilitud e interés a la historia. Atributos que mantienen viva la atención del lector. Literalmente devoré sus páginas sin poder abandonar aquel relato que me tocaban muy hondo.  Esta novela inspirada en la biografía de un hombre perseguido por los signos de uno  de  los tiempos  más feroces,  nos muestra el triunfo de la vida, del  valor de los sueños y del trabajo en oposición al odio, al poder desmedido causante del mal y de la muerte.

Agradezco a Carmen Cristina Wolf, presidente del Círculo de Escritores de Venezuela,  el haber puesto en mis manos tan excelente obra y reconozco en la pluma de Blanca Miosi, el oficio y la integridad de un narrador con gran potencial. Sería interesante conocer al personaje que inspiró estas páginas.

Lidia Salas

Poeta y crítico.

Caracas, Enero del 2011

*Lidia Salas es Magister en Literatura de la Universidad del Atlántico, Colombia. Profesora de lengua inglesa, con una vasta obra poética publicada e importantes reconocimientos.

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Eso que tú y yo llamamos Libertad

Por Maite Ayala

Ese concepto que llamamos libertad en nuestro país Venezuela ha sido muy mal entendido, convirtiéndose en su mal hijo, el libertinaje, es decir, el hacer lo que a cada quien le viene en gana, traspasando en su búsqueda derechos que son y pertenecen a otros.

La generación actual padece de un egocentrismo elevado a enésimas potencias, ellos comprenden el concepto de libertad en tanto y en cuanto significa todo lo que les otorga placer y huída de la realidad, de sus propias responsabilidades.

En suma, una generación obsesionada con la apariencia y la comodidad que se mira a sí misma como poderosa, pero en el fondo está sumergida en la inmadurez crónica y el cinismo.

Se ha venido afianzando dicho mal arrastrado desde pasadas generaciones, sin colocarse los correctivos necesarios para salvaguardar el futuro de la sociedad en su entera complejidad y totalidad; uno de estos factores fue sin duda el ya mencionado egoísmo, pero hay otros no menos importantes, como lo son el empobrecimiento del individuo en todos los órdenes de su existencia.

Al no haber utilizado el tiempo libre para mejorar la educación y con ello también la herramienta primera de comunicación que tenemos como lo es el lenguaje, hemos perdido una porción invaluable de calidad de vida.

NO DEFENDIMOS EL LENGUAJE, ya sabemos que quien no defiende y amplía lo que le es dado corre el riesgo de perderlo y a veces lo pierde irremisiblemente.

La dignidad que le ha conferido Dios al ser humano,anthropos, confiriéndole no sólo el don de la lengua, el valiosísimo poder de la palabra que lo separa del resto de los animales, sino que también le dió la capacidad de estar erguido para que pueda obtener perspectiva de su entorno y dominar para el bien de todos la creación, a diferencia del mono o del antropoide que no puede comunicarse sino con gestos y sonidos guturales, pero que además no puede erguirse y dominar el entorno en el cual vive, sino que es dominado por este, y su vida se desliza enteramente a merced de los embates de la naturaleza.

Esta dignidad de estar y mantenerse erguido, en pie, que nos ha sido dada como un don precioso y gratuito del creador,  debe entenderse también como sinónimo de dignidad espiritual que en nuestro bello país también se ha ido perdiendo junto con el lenguaje y, como consecuencia la sociedad está sometida no sólo al hampa y a un lenguaje de la más baja calidad posible, sino a un peor sometimiento: el de la mediocridad generalizada que, en consecuencia, es otro modo de esclavitud.

Dime como hablas, dime qué lees, con que alimentas tu espíritu y te diré quién eres…

Maite Ayala de Baldó

Poeta venezolana

23/01/2011

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Dos sonetos de Noé Machado Matheus

DADME, CRISTO LA SANGRE

Dadme, Cristo, la sangre de tu muerte,

dadme la voz del llanto que te aqueja,

la  herida de la lanza  y de la piedra,

la corona de espinas de tu frente.


Dadme tu  sed, Señor, dadme la fuente

bebida  en la maldad aventurera;

el sudario, sudor y la condena

y el llanto de la madre  por tu muerte.


Dadme los clavos que te dio el verdugo,

acostada la cruz sobre la arena;

los golpes del martillo uno a uno


y el látigo, serpiente de la  fuerza;

por último, Señor,  dadme la cruz

para morir también como tú en ella.

&   &   &

TU SOMBRA

Tu sombra no es la sombra que se pierde

debajo de otra sombra que  la cubre;

tu sombra es la nostalgia que en octubre

en su viaje fugaz dejó septiembre.


Tu sombra no es el tiempo detenido

en alas del reloj que se detiene;

es la luz de tu sol donde se tejen

tus pasos en la tierra del camino.


Tu sombra, confidente de mi sueño,

cobijó con su sueño el sueño mío,

y cautivo en tu voz y en el silencio


busqué tu nombre azul desde mi asilo,

mientras mi sombra, errante en tu recuerdo,

buscó a tu sombra errante al lado mío.

*Poeta venezolano. Obra publicada: Fabulario del tiempo, Maracaibo, 2010

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TERESA DE LA PARRA, EN BUSCA DEL TIEMPO ENCONTRADO

Por Eduardo Casanova

Teresa de la Parra (Ana Teresa Parra Sanojo, nacida en París en octubre de 1889 y muerta en Madrid en 1936), no fue la primera novelista venezolana. Ni siquiera fue la primera escritora venezolana. Ess posición le corresponde a Zulima (Lina López de Aramburu), que en 1885 publicó “El Medallón”, en 1889, año en que nació Teresa, publicó “Un crimen misterioso”, y en 1898 “Blanca; o consecuencias de la vanidad”. Pero la posición en las letras venezolanas, americanas y mundiales de Teresa de la Parra va mucho más allá. Domingo Miliani, uno de los más serios investigadores de nuestra literatura, la relaciona con Marcel Proust (1871-1922), Franz Kafka (1883-1924) y James Joyce (1882-1941), es decir, con lo más alto de la novelística mundial de su momento. Fueron suficientes dos libros –afirma Miliani– para que su proyección en la historia de nuestra narrativa emergiera, casi insular, en un arte de la ironía finísima, del humor piadoso ante una sociedad en declive, tratada en tono de añoranza vivencial, con un tiempo lento y perdido, que la aproximó, a los ojos de una crítica más moderna, al nombre de Marcel Proust. José Rafael Pocaterra, en su revista de narrativa, La lectura semanal, había insertado en 1922, un fragmento de Ifigenia, “diario de una señorita que se fastidia”. Dos años después, aquella novela obtuvo un premio de novela en París. Su nombre era casi ignorado hasta ese momento. Vino la crítica, elogiosa. Llovieron las entrevistas y las declaraciones de prensa. Una de ellas, la colocaba como simpatizante del gomecismo y entonces, también supo del escarnio y la negación. Pero la obra, impecable, profunda, crítica de la burguesía provinciana [95] de Caracas, perduró y rompió esquemas y estereotipos. (…) En 1929, su segundo libro, Memorias de mamá Blanca completó el cuadro, menudo en número, cuantioso en hallazgos, de un relato hecho para quedar como un clásico de nuestra mejor literatura moderna. La novela europea escrita por los mismos años en que Teresa de la Parra escribía las suyas, había eliminado ya el proyecto de narrar una historia dentro de tina cronología lineal. Irónica y poética, la novela ahora comienza a “Evocar, en vez de contar, saborear en los hechos la emoción que ellos llevan en sí, más que la lógica de su encantamiento” (…) Ese fue el legado de Teresa de la Parra a la novela venezolana, como fue el de Gide, Rilke, Barres, o Valery Larbaud a la novela europea de los mismos años. Un mundo que Proust había de resumir y agotar en sí mismo. Y en realidad, Ifigenia y Memorias de mamá blanca, son, por sí solas, suficientes para poner el nombre de su autora en la cumbre de la novelística nuestra e hispanoamericana en general.

Nació la novelista en París, en donde sus padres (Rafael Parra Hernáiz, representante diplomático de Venezuela en Berlín, e Isabel Sanojo de Parra) se encontraban de paso. A los dos años se estableció con sus padres en la hacienda de la familia, “Tazón”, que era entonces la salida de Caracas hacia los Valles del Tuy (y volvería a serlo en la década de 1960, cuando se abrió la Autopista Regional del Centro). Con la legada del siglo XX murió su padre, y su madre decidió ir a vivir a Europa. La niña entró a un colegio de monjas, el Sagrado Corazón de Godella, en tierras de la Valencia original, en España. Allí empezó su formación literaria, especialmente por su interés en la poesía. En 1909 ganó un premio por unos versos dedicados a la beatificación de la Madre Magdalena Sofía Barat. Un año después se establecieron en Caracas, en pleno centro, a poca distancia de la Plaza Bolívar (Torre a Veroes). En 1915 publica sus primeros cuentos fantásticos. En El Universal y en Lectura Semanal (Un evangelio indio: Buda y la leprosa, Flor de loto: una leyenda japonesa, El ermitaño del reloj, El genio del pesacartas y La historia de la señorita grano de polvo, bailarina del sol), con el seudónimo “Fru-Fru”. En Actualidades, la revista de Rómulo Gallegos, aparece en 1920 Diario de una caraqueña por el Lejano Oriente, que no es en realidad un Diario, sino una obra de ficción, precursora de Ifigenia, su primera gran novela, editada en español y francés en 1924, con la que estrenó su seudónimo Teresa de la Parra, y que le valió en París, a donde se había mudado en 1923, el primer premio del concurso literario del Instituto Hispanoamericano de la Cultura Francesa. Y además la fama, no sólo en Venezuela, sino en los círculos literarios europeos. En ese tiempo se acercó a otra de las grandes estrellas de las letras hispanoamericanas, Gabriela Mistral. Viajó por Cuba, Estados Unidos, Colombia, y dondequiera fue recibida en forma apoteósica. En 1929 publicó su segunda novela, Memorias de Mamá Blanca, escrita en Vevey, Suiza, y en 1931, luego de recorrer varios sitios en plan de auténtica estrella de las letras, se instaló de nuevo en Europa. Las costumbres sociales de su tiempo, especialmente las de su país, le impidieron tomar el camino que su sexualidad le pedía, y en el terreno sentimental se limitó a mantener una relación más de afecto y amistad que de amor, con el gran escritor y diplomático ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide (1884-1965). Por los problemas pulmonares que la se le manifestaron poco después, buscó la curación en las montañas Suizas, tal como los personajes de La montaña mágica (1924) de Thomas Mann (1875-1955), pero la situación política de Europa la compelió a buscar otros paisajes. Finalmente la tuberculosis acaba con su vida en abril de 1936, en el Sanatorio de La Fuenfría, ubicado en la Sierra de Guadarrama, no lejos de Madrid. En sus últimos momentos la acompañaron su madre, su hermana, María, y su gran amiga cubana Lydia Cabrera (1899-1991), que le dedicó su obra fundamental: Contes nègres de Cuba, editados por Gallimard ese mismo año. Había empezado una biografía de Simón Bolívar que no concluyó. A pesar de la altísima calidad de la literatura escrita por mujeres venezolanas, Teresa de la Parra siempre se destacará entre todos los escritores venezolanos de todos los tiempos.

*Eduardo Casanova, escritor venezolano, novelista, ensayista, biógrafo y editor de la revista digital Literanova. Ha recibido numerosos reconocimientos por su obra literaria. Miembro del Consejo Consultivo del Círculo de Escritores de Venezuela.

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Ana María Velázquez Anderson, ganadora del Premio de Poesía 2011 de Latin Heritage Foundation

Felicitamos a la escritora venezolana por haber obtenido el premio, que  consiste en la publicación del poema ganador en la antología Una isla en la isla a ser distribuida en Estados Unidos e Inglaterra.

También ganadores fueron los autores venezolanos Pedro Segundo Yajure, Damelis Brito, Rosalinda Mariño, Urbano Antonio Durán. 

La antología reunirá a varios autores ganadores de Argentina, Puerto Rico, España, Perú, Cuba, Colombia, Panamá, México, Estados Unidos, Chile, Canadá, El Salvador, Brasil, Ecuador y Polonia.

Ana María Velásquez es ensayista, poeta e investigadora. Ha obtenido un gran éxito con sus libros de relatos, Creí que me besarías antes de partir y Con los ojos abiertos. Es integrante del Círculo de Escritores de Venezuela.
http://www.latinhf.com/premioconcursopoesia.htm

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Helena Sassone: Búsqueda del Yo trascendental y función poética

Búsqueda del Yo Trascendental y función poética en

“Enigmas Calcinados”

 Por LAURA GIMENO SASSONE

  Prólogo traducido al español, de la edición francesa de Enigmas calcinados, de la poeta, novelista y semióloga Helena Sassone

    “Una voz te nombra y no es tu nombre”, así empieza el primer poema del último libro de poesía publicado por Helena Sassone, “Enigmas Calcinados”, marcando el preludio de lo que va a ser una búsqueda exhaustiva de su Yo Trascendental, o según sus propias palabras: 

      “Busco la esencia de mi propio Ser.”

 

   Esta búsqueda nos planteará aparentemente una contradicción de fondo en el pensamiento de la autora, pues habiendo sido su poesía en “Diálogos de la Nada”  un reflejo de su afirmación de la Nada (Nietzche, y la muerte de Dios), de repente Helena Sassone apela a un “Todo” o a una especie de “suma” 

     

      “Dejar a los amigos en la cripta

     vivos o muertos puede que no importe

     todos hacen uno solo eterno…”

 

que existiría en el trasfondo de su búsqueda trascendental del “Yo” y del universo en el que vive. Este cambio casi drástico de pensamiento pierde su dramatismo y entra en el dominio de la lógica si nos atenemos a las palabras de Dubrosky.

 

      “Como en toda superación verdadera, la negación es también  conservación.

      (¿Por qué la nueva crítica?)”

 

      Pero, ¿cómo podríamos definir la Nada en la consciencia de Helena Sassone?

Ella misma nos dará la respuesta:

 

      Existe una soledad, semejante al silencio en música, en el espacio interior del juicio”.

 

Este silencio se verá rellenado por la “suma”:

 

 “Oh, eternidad callada

      belleza austera que nadie ha visto todavía

      sólo eres tal vez la suma

      de quienes aquí yacemos.”

 

y

 

      “entre todos labramos el tumulto que nos iguala

      y determina un ritmo en la conciencia austera.”

 

como hemos visto anteriormente, cuya idea implica una totalidad: así es como nos deslizamos suavemente desde el concepto de la Nada hacia el Todo.

 

      El silencio o en este caso la Nada va a ser colmado por las vivencias de la poetisa que en un acto de alquimia de dimensiones casi sobrenaturales llegará a invadirlo Todo. Este principio de invasión de naturaleza “oceánica” es la definición que nos prodiga Michel de Certeau en su artículo “La mystique”, (Enciclopedia Universalis): el místico se ve avasallado por un “sentimiento oceánico” en el transcurso de su experiencia.

 

      Esta búsqueda muchas veces implacable, de la esencia del Ser en el poeta va a estar compuesta por distintos elementos que serán los testigos de esta lucha interior y conformarán su realidad última: el otro (“Una voz te nombra”), en su pequeña medida de individuo aislado, o en su multiplicidad, reflejando así la totalidad de la humanidad

(no exenta por otra parte de una preocupación por la lucha social: “Mansos”), ya sean seres desconocidos o amigos allegados; la naturaleza, sobre todo los pájaros, que retratará muchas veces el sentir interior del poeta:

 

      “Llegas a sufrir

      de ese amigo de toda la vida

      el silencio de un día sin pájaros.”

 

los viajes y la materia: objetos sin aparente trascendencia (“Inventario”) y , por supuesto, la propia creación poética, el acto de escribir, la soledad inherente del poeta:

 

    2

      “Quisiste gritar tu voz no acudió

      nadie leyó el lenguaje de tu cuerpo”

 

      De esta manera, Helena Sassone va a tejer todo un mundo de dimensiones  ora inquietantes, ora apacibles, en el que el poeta, tras la inmensa lucha con y en contra de su destino, cae agotado y finalmente encuentra sosiego: 

 

       “Recordando las sombras sin ira

      perdonando

      tal vez así

      alma de amor nacida

      a ti regreses.”

 

      Si tuviésemos que trazar esa búsqueda trascendental del Yo en el contexto de un pensamiento filosófico podríamos acudir a la India, siglo VI antes de Cristo y, más concretamente, a las Upanishads, la parte final de los Vedas. En ellas, se describe al cuerpo del Universo como no diferente de su Creador, en un proceso de “Emancipación”

y no de “Creación” del mismo propio del Cristianismo. Los pequeños objetos trascienden su condición de objetos elevando la materia y convirtiéndola en pequeñas partículas del Supremo Ser, aunque sólo sea en una condición un tanto más degradada del mismo (“Inventario”). En este poema la autora siente haber extraviado parte de su Ser trasvasándolo a los objetos perdidos que se tornan, en una extraña y prodigiosa alquimia, en un tiempo:

 

      “Los instantes en que pude buscarme

      simple inventario son .”

 

      Este mismo pensamiento en el que la mera materia es elevada a un reflejo de lo trascendente ha sido ya explorada anteriormente en el Hinduismo, y en Occidente en el Uno de Plotino (siglo I).

 

      Pero, por supuesto, no se puede negar el pozo que ha creado el pensamiento cristiano en la poética de Helena Sassone que así mismo habla del descenso, de la culpa, del  perdón, de la redención, etc., aunando de una manera intuitiva y extraordinaria el pensamiento de Oriente con el pensamiento de Occidente, otorgando a su poemario una belleza extraña de contrastes que estilísticamente se va a ver sumida y reflejada en el uso frecuente de la antonimia  y de la antítesis, llevada éstas a su punto culminante cuando habla de alas sin aves,

 

3

      “Que signos hirientes de tu alma escapan

      preciosas alas volando sin aves”,

 

de “un saber mutilado” o, más conmovedoramente, del silencio del poeta que no tiene público:

 

      “Jamás emergería indemne

      del hermetismo silábico.”

 

      El silencio del poeta supone la muerte del poeta: es un pintor ciego, un bailarín mutilado. Eluard anteriormente había hablado del silencio del poeta. Tras la muerte de su amada Nusch, exclama en “Nuestra Vida”:

 

      “El pasado se disuelve, doy paso al silencio 

 

      Este silencio, acompañado de una soledad extrema, propicia un caldo de cultivo excelente en el que el ser desnudo frente a sí mismo no tiene más remedio que iniciar la búsqueda de sí mismo, es decir, su Yo trascendental, propósito primero y último de la existencia humana.

 

      Por otra parte, si nos atenemos a la función poética del escritor tan bien descrita por Victor Hugo en “Fonction d’un poète”, comprendemos que en éste último libro de poemas Helena Sassone ha cumplido ampliamente lo preescrito: por una parte, llega a su condición de Poeta-Visionario,

 

      “El ve cuando los otros vegetan”

(Victor Hugo: “Función del poeta”)

vehículo de transmisión celestial, entre la tierra y el mundo,

 

      “En el universo en que él es Dios,

      en el que él es el que ve en Dios.”

(Amrouche: “D’un poète”)

 

instándonos con su ejemplo a través de sus versos a que nosotros iniciemos también nuestra propia búsqueda

4

 

      Y sobre todo, podríamos hablar del poder curativo de la poesía y de su función terapéutica tan bien descrita por Alfred de Musset en “Les confessions d’un enfant du siècle”. Esta función terapéutica es doble en el sentido de que el poeta ofrece una vía de curación ante todo para sí mismo, pero también, y quizá sea éste el último propósito de la literatura, para con el otro:

 

            “Habiendo sido aquejado joven aún, por una enfermedad moral abominable,

      cuento  lo que me aconteció durante tres años.

            Si fuese el único enfermo no diría nada, pero como hay muchos otros además de

      mí que sufren del mismo mal escribo para ellos, sin prestar demasiada atención;

      porque aunque nadie me prestase atención habré aún retirado este fruto de mis

      palabras, de haberme curado mejor a mí mismo, y como el zorro cogido en la trampa,

      habré lamido mi pie cautivo.”

 

      La poesía sería susceptible de sanar a la humanidad, al corazón, y con el corazón al cuerpo.

 

      Así pues, el poeta cumple con su doble cometido en el mundo. Al desvelar su mundo propio a través de sus versos, nos ofrece su ejemplo como posibilidad a seguir y, caso de errar el tiro, según las palabras de Alfred de Musset, siempre habrá podido embalsamar su propia herida. La palabra se convertiría en algo así como una “logorrea liberadora”, dentro de un contexto del psicoanálisis ejercido a través de la escritura: por una parte el escritor se libera de su pesadilla interior, ofreciendo al mismo tiempo una posibilidad de catarsis al lector, “salvándolo de la desesperanza” (Simone de Beauvoir).

 

      Helena Sassone va más allá y, trascendiendo esta realidad, eleva la palabra a Verbo, volviendo al “Soñador sagrado” de Hugo:

 

      “La palabra es sagrada

      regresa a la vida eternamente.”        

Prólogo traducido al español, de la edición francesa de Enigmas calcinado de Helena Sassone

 

 

 

 

  

                                      

 

 

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Tres poemas de Ligia Colmenares

Las Nereidas. Gaston Brussiere

Ligia Colmenares, selección de la Antología El Ojo errante. Escritora venezolana, autora de: La mujer de la casa de adobe (El pez soluble, 2005); Desde el patio del limonero, Antología de Talleristas (Monteávila Editores y El Pez Soluble 2006); En el río de la palabra (Universidad Nacional Abierta, 2007). Es integrante del Círculo de Escritores de Venezuela. 

 LIMINAR 

 Blanco sobre blanco 

mórbida textura que incita 

la palabra 

  

Invisibles trazos 

la línea vertical 

el rojo equilibrio 

sostenido en el tiempo 

  

Blanco sobre blanco 

  

La vida 

 &   &   & 

 Boceto a Stravinsky 

 Viva llama en los arcanos 

blanco boceto 

flotando en el espacio 

  

Pájaro de fuego 

menguante luna 

  

En la gravitante noche 

se deshila el azul 

  

Alada mujer 

en tu mano 

la rosa carmesí 

ilumina 

  

 &   &   & 

 Ala en el vino 

El ala es el pájaro de la imaginación 

  

Vuelo de pájaro 

  

Ala 

que embriaga 

la gota de vino 

  

En los labios 

la bermeja lágrima 

  

En el aire 

suspendida gota 

  

que cae 

en el ala 

que cae 

gota 

que cae 

  

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ARMANDO ROJAS GUARDIA: PATRIA Y OTROS POEMAS

Por Alberto Hernández

La tierra, “la de otros muertos”, como confiesa Marguerite Duras en La mar escrita, consigue lugar en algunos de los versos que se agitan en Patria y otros poemas de Armando Rojas Guardia (Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar, Caracas 2008). Y lo afirmo con el rigor que podría conferirme una lectura donde el presente, éste que escuece y enferma, es el más desaforado compañero. Admito que la poeta francesa tiene en la muerte una tumba clausurada, con los datos de los enterrados, asunto que no toca la poesía de Rojas Guardia, quien recorre la carne viva de hombres vivos –ellos llevan la tumba a cuestas-, que morían a diario sin epitafio alguno o escondidos en los sótanos y catacumbas de nuestras dictaduras. O de otras ajenas, que se nos hicieron cercanas y propias.


Marguerite Duras pregunta: “Quiénes son ustedes, sin ese anonimato, esa patria reciente, moderna, la de otros muertos, la de esa infancia muerta en combate con su cuerpo”. Y deja el tema pendiente, para luego entrar de nuevo en la muerte hasta el punto final, “perfecto”, del poema. La narrativa de este texto configura la “catástrofe” que una vez anunció Lacan –citado por Jaqueline Goldberg- a propósito de la desaparición de quien escribe, para darle paso a quien lee: una muerte, un nacimiento. Así, en Rojas Guardia tanto escritor como lector se hacen una sola tragedia, un momento del lugar y del sentir por una tierra, por una gente, por una particularidad de los afectos: el padre, el loco, el insomne, el que estuvo preso, el que ya murió y ha quedado como una gota de ácido sobre la conciencia de un país.


Este libro de Rojas Guardia, con once presencias cuya fuerza y densidad forman parte de una conmoción que une a poeta y lector en una suerte de lucha por deshacerse del niño que una vez fue testigo o víctima de esa experiencia, la de haber vivido en un territorio donde la maldad política, la tortura y la prisión eran los platos fuertes de la existencia. Digo, este libro del autor caraqueño muda el tiempo: nos trae el pasado y lo coloca sobre la horma de este presente que agobia, que desfigura la palabra patria y la convierte en un ahogo.

2.-

El cuerpo que se desvanece para dar realidad a la mirada”, así lo dice Guillermo Sucre en el ensayo de su imprescindible La máscara, la transparencia, el titulado “La última lectura”, y con el que cierra con una pregunta de Lezama Lima que queda colgando en la línea final del voluminoso tomo: “¿Leer es poseer el libro de la vida, donde tiene que leerse nuestro nombre, y ya, no somos poseídos?”. Podría parecer exagerado, pero estas dos reflexiones animan la lectura, la hacen más renuente a ocultarse con el escritor, con el que escribe y se abandona al sonido lejano de las imágenes. Dos pronunciamientos, uno toca la llaga, la herida, los pies hinchados por los grillos. Otro define la fuerza de una “realidad”, para muchos desvaída, que aún late en la memoria, en la vida de quienes la regresan en versos y la hacen de nuevo vida. Poseído por la vitalidad de la memoria, Rojas Guardia rescribe el país, la patria que le ahonda, que lo subsume, que lo desfallece. “Patria” –entonces- es el poema de “había una vez” y el poema de “hoy te quedas, quizá mañana”. Son dos tiempos en dos cuerpos, en dos países que terminan en un uno. En un solo instante que hizo escribir a Gabriela Kízer: “Patria” es imagen y, como tal, revela y oculta, permite el destello de la oscura clave –el cuerpo ajeno, ávido, otro- que somos”. En efecto, esa “patria” hemos sido todos revelados o escondidos, libres o presos, pero más, un hombre, cualquiera, sometido al escarnio de cadenas alrededor de los tobillos, al ring, a la piqueta, a la electricidad en el escroto, a la burla, a la humillación en nombre de un nombre, en nombre de algún héroe, de una bandera, en nombre de la patria de quienes humillan.


El poema se lee y se duele: “Alguna vez amamos, o dijimos amar, / la terquedad sombría de su fuerza. / La voz del padre enronquecida/ al evocar calabozos, muchedumbres, / hombres desnudos vadeando el pantano,/ llanto de mujer, un hijo/ y más arriba (¿dónde arriba?)/ el trapo contumaz de una bandera./ Supimos, lenta y vagamente/, que lo imposible te buscaba/ extraviándote los pies…”
La “patria”, la del poema, la de aquel país del padre torturado, tiene el mismo miedo y el sudor de ésta en la que alguien arrastra el presente y lo hace pasado.

3.-

El libro viaja en su interior. Una apuesta, un naufragio de quien lee y luego escribe: el libro comienza con “Patria” y termina con “La desnudez del loco”. Son los extremos de un mismo tema, de un mismo golpe. Y afirmo apuesta y naufragio porque quien busca en el resto de las páginas la continuación de la ofrenda, queda suspendido, en equilibrio, en vilo, en las imágenes del “Retén judicial” (“La soldadesca ríe y las antorchas/ iluminan mi frente, señalándome. / Ustedes somos todos, somos el/ llevado a declarar, fotografiado/ en todos los archivos, los prontuarios/, las actas judiciales de Judea”). Otra instancia de la tortura. Se trata de aquel hijo en uno de los versos del texto que le da nombre al libro, que es testigo del “paseo” que hace el padre a los tribunales. Pero después Rojas Guardia nos saca del lugar y nos lleva, una vez oído el canto del gallo, seguramente el mismo que anunció las negaciones de Pedro, a la luz, a un poema conceptual, muy del adentro, y nos deja un momento en oración musical con “el acorde” de Nuestra Señora, en pregunta a Dios por ese sonido, por ese profundo sonido de la memoria. Busca una canción, la de la despedida, pero continúa en la esencia de los objetos, de “Las cosas”, en una indagación que anuncia “la utopía/ inscrita en esa santidad/ constantemente maculada/ de la amnesia fragante de las cosas”. ¿Querrá decirnos el autor de la cercanía entre el Dios de los hombres y los mismos hombres, victimas de los mismos hombres? Otros textos pasan por el alma del lector, que ansía llegar al último donde se mirará sin ropa, en ruinas, sucio de miedo, moribundo, aquejado por la perversión, por la maldad de otros hombres que también son una patria, un estadio, un lugar en la conciencia, en la muerte y en la carne aporreada.

4.-

No se desvanecen los presos de Guasina, los de Palenque, los que viajaron en el mismo avión o remolcados en un camión mientras el ojo de Otero Silva los asilaba en La muerte de Honorio. No se quedan rezagados los condenados que el lector acumula en la memoria de la que nos dotó José Vicente Abreu en Se llamaba SN. Nada se pierde: “La desnudez del loco” es nuestra desnudez, la de aquellos padres que pasaron la prueba y emergieron vivos o cadáveres. Es la misma cárcel, el mismo campo de concentración, la misma tortura, la misma muerte: la de Auschwitz o Dachau, la del Retén de Catia, la misma muerte siempre, con el mismo nombre, con todos los nombres.
“La desnudez del loco” es un poema hermosamente doloroso, musicalmente doloroso. Escrito con una tensión envidiable, el texto se pasea por la lengua, por los ojos, por las imágenes que van y vienen, con la piel agitada. Es un poema para dolerse en él. Hay que decirlo: somos ese poema, somos en ese poema. Rojas Guardia lo maneja con destreza, con magistral destreza. Desde la experiencia de la historia, desde los campos de la muerte de Hitler, desde la simulación del mundo, desde la desnudez de un grupo de hombres que se desvanece en “la solar ingrimitud de ser un cuerpo/ parado allí frente a los ojos/ del escrutinio ajeno”. Son seres disminuidos, castigados “en la pulpa del hombre”, en medio del “asco de tanto desamparo genital”. Son hombres en un poema, pero fueron hombres reales, mutilados, cegados, asfixiados, desnudados, ofendidos, medidos para la muerte y para el sufrimiento.


La anécdota bíblica, la parábola o la historia de quien sigue al Padre arropado por una sábana, auspiciado por el amor que siente por el Hijo del Hombre. Y así sigue, desnudo, polvoriento, alucinado, amado, pero también los otros, los que sucumben o sobreviven en las ergástulas de Hitler, Mussolini, Gómez, Pérez Jiménez, Pinochet, Castro u otros pervertidos que se solazan “en cada bocado masticando el pánico”.


Desnudo está el poema. Musicalmente desnudo, aterido por el clima en un muchacho que se niega a bañarse a las doce. Entonces aparece otro crimen: “Otra desnudez, distinta a la/ buscada para lavar el propio cuerpo en el agua lustral,/ bajo la ducha, le era ahora ofrecida dentro de aquel/ calabozo: la de estar sin abrigo en la gélida humedad,/ y la de estar excluido, siendo un réprobo”.
Los presos son uno solo. Un grupo de hombres con un nombre común. Muchos en uno solo. O uno solo en muchos. Así, “éramos y aún somos aquel hombre”…”Nosotros todos éramos y somos/ aquel evangélico muchacho”. La lectura nos deja desnudos, apocados frente al mismo texto y frente a quien nos mira leernos. Al leerlos. Rojas Guardia se desnuda en él y muere en él. Vuelve desde la desnudez de esos hombres y cierra el poemario: “la libertad desnuda de Adán en el jardín/ y esa misma desnudez ya avergonzada”. Dos patrias, la primera del Génesis; la segunda de un Apocalipsis que amenaza y se trajea frente a todos con la desnudez de quien se atreva a desafiarlo.

Alberto Hernández, escritor venezolano, poeta, ensayista y editor

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Carora es de Morón y Morón es de Carora

Por Enrique Viloria Vera

Además de Cuicas es la villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora la población que convoca los recuerdos más sentidos y emotivos de Guillermo Morón que hizo también de ella auténtica patria chica y orgulloso gentilicio estricto. Esa ciudad habitada por “godos grandes carajos, por cara – coloradas hijueputas”, fue la que albergó tanto las travesuras naturales como las lecturas decisivas de nuestro narrador, quien a muy temprana edad “estuvo en la tienda de Polo a buscar un libro de Historia, los libros están apilados en la trastienda, sopotocientos libros, impresos en España, impresos en una ciudad que es la más grande de todas las ciudades fundadas por los españoles cuando fundaron también a Carora, llamada Buenos Aires.”

Carora se jacta de conservar intactos los mismos linderos desde su fundación, el 15 de octubre de 1569, así como de exhibir el linaje de unos apellidos – Riera, Zubillaga, Perera, Oropeza, Álvarez, Herrera y los que faltan para completar los veinte recogidos por el genealogista de la villa – que se mezclan entre sí, se entrecruzan una y otra vez, para dar origen a ese caroreño blanco, godo, colorado y peculiar, muchas veces genuino pero no legítimo: “ de sangre azul conocida, cristianos viejos probados, ni turcos ni negros ni judíos ni indios ni protestantes, Jesús amén, sólo caroreños antiguos y principales ” y nunca a los otros, los ilegítimos, los pecaminosos, “los hijos naturales ni los pardos del siglo XVIII que aunque se hacían pasar por honorables y blancos eran todos negros, descendientes de esclavos, que las familias les permitían usar sus nombres y apellidos.”

En fin, ese caroreño genuino, blanco y legítimo también se caracteriza por proferir palabras gruesas y agresivas, no necesariamente malas palabras, aunque sí gritadas: “como si tiraran pedrugones con la lengua.” En efecto, recuerda el escritor: “cuando un Álvarez habla por el teléfono de manigueta desde la hacienda que tienen en El Blanco, en las cabeceras del río, se escucha el escándalo en Carora y en los pueblos vecinos, no necesitan usar el teléfono ni mandar recados para los peones, se ponen a gritar y todo el mundo se entera de que no llueve en la hacienda, que los pozos de agua están secos, de que esos carajos peones son unos perezosos, que si no aumenta el precio de la leche a esto se lo llevó el diablo, que cómo va a ser eso de dejar entrar al Club Torres a ese negraje de Barrio Nuevo, Carora se acabó, no puede ser, entonces nos tendremos que ir de aquí, los vozarrones de los Álvarez aumentan el calor de la ciudad, ah buena vaina, carajo.”

Carora es sinónimo de agobiante e inclemente calor – “continuo, día y noche, desde enero a diciembre, apenas bate el viento por la tarde, con cierto ruido de borrasca” – sólo comparable con el de los desiertos más inclementes del planeta: el conocido Sahara, el inquieto Sahel o el más lejano Gobi: “Porque lo que pasa lo sabe todo el mundo, aquí abajo en esta maldita tierra y allá arriba en ese maldito cielo, un cielo maldito, que no hace sino relumbrar, echar sol como si no tuviera otro oficio, como si en lugar de ser el cielo fuera el infierno.” Francisco ha sudado ese calor, a chorros lo ha sentido correr por su pequeño y enjuto cuerpo de niño precoz, dotado de “unas nalgas poco atractivas, más bien flacas, los huesos se adivinan debajo del pantalón sin calzoncillos, carne magra, como un firulí el cuerpo pequeño de Francisco, pero reluciente el rostro, ágiles los movimientos, oscuros y brillantes como estrellas los ojos, el pelo negro, el perfil de su abuela materna, respingada la nariz, te pareces a Simón Bolívar le dijo la maestra Teresa Molero y desde ese día sus compañeros le pusieron chapa de oro con el está bien, Bolivita, hola Bolivita, Francisco tuvo que agarrarse de nuevo cuatro horas en El Pajón con Amorfiel Martínez para quitarse la chapa de encima.”

Un calor permanente y un río agazapado caracterizan a esa villa de Carora que Francisco se conoce de memoria, al dedillo, de pe a pa, en cada uno de sus detalles, de tanto recorrerla, caminando, dando brincos, saltando de una acera a la otra, a pleno sol o en la cómplice oscuridad de las sombras, volando ligero: “tomé la decisión de mirar desde arriba todas las casas, en vuelo despacio, no como los pájaros, sino agachado, agarradas las piernas con las dos manos. Pero la mano derecha, suelta para pasar por encima de las maporas de la plaza y más alto que la torre de San Juan”, en fin, vagando a sus anchas por unas calles que conoce al pelo y que puede recitar, una a una, con los ojos cerrados, visitarlas de nuevo con la imaginación como si estuviera consultando un preciosista portulano o las vías mostradas en pantalla por el más eficiente buscador satelital. Rememora Francisco las calles de la ciudad de poniente a naciente: “la calle Bolívar, la Zamora, la Torres, la Carabobo (…) la calle de La Paz, la Miranda, la Democracia que le cambiaron el nombre, la Libertad que también le pusieron otro nombre por si acaso y no se alcen los caroreños son todos gobierneros, por eso hay que mudar los nombres federales de las calles transversales, la Calle Falcón, ¡quién ha visto! que es la primera cerca del río, paralela claro está a la calle del Comercio las dos capillas en sus puntas, luego la calle real y principal, que es la de San Juan, toda hecha con casas sagradas (…) la calle Bruzual quién será ése, la Sucre más arriba que no le han cambiado el nombre al Mariscal de Ayacucho, Monagas cuál de los dos será, debe ser el libertador de los esclavos, que nos echó ese tronco e vaina de dejarnos sin esclavos, la calle Federación ésa sí ya dejó de llamarse así (…), y la última que era la calle Independencia, porque de ahí para arriba ya es el trasandino y la carretera trasandina de tierra….”

Pero no hay calle verdadera, genuina, sin sus habitantes y sus moradas, esas edificaciones, esas viviendas de particular estilo que le otorgan especial identidad a Carora, verdaderas casas sagradas que el escritor visita con ánimo de urbanista del espíritu, de antropólogo de la historia caroreña. Siempre dispuesto a trasladarnos vivazmente a la villa de sus afectos a través de sus emotivas evocaciones, Morón explica minucioso, detallista, reparón, que una casa sagrada caroreña tiene: “portón y anteportón, con lo cual se da existencia de presente al zaguán. Las casas sagradas de la ciudad, donde viven los godos, tienen todas zaguán (…) todas las casas caroreñas tienen y deben tener esa entrada entre el portón que es la puerta principal de la morada y el contra – portón o segundo portón que es la puerta con acceso final hacia el interior sagrado de la casa (…) en Carora hay como mil casas, unas doscientas serán casi sagradas, donde viven los blancos de la plaza, las diversas clases de godos, que unos son llamados Chuios y otros son llamados Chuaos, eso no quiere decir gran cosa sino que unos son más godos que otros, no es que sean más blancos ni más caracolorás, sino que lo hacen para pelear los puestos públicos.”

El sol y el calor de la ciudad son objeto de variadas y sudorosas imágenes que dejan su indeleble mancha sobre las páginas que garrapatea el escritor. Morón advierte con estricta crudeza acerca de las consecuencias fatales que pueden producir los furibundos rayos solares del cielo de Carora sobre cualquier mortal negligente o irreflexivo. Para que estemos prevenidos aconseja: “a las diez aprieta el sol, hay que llevar sombrero aludo porque de lo contrario se achicharra la cabeza y se pueden quedar los huesos pelados entre los tejos de la playa, como huesos de chivo muerto, se mueren de sed, se los comen los zamuros y se quedan los cachos en la cabeza pelada en un sitio, más allacita las costillas y por los lados, todos regados, los huesos de las patas, todos ruyíos, desmigados por el calor, por eso hay que ponerse sombrero de cogollo bien alón, para que el sol no haga de las suyas y lo convierta a uno en chivo muerto.”

Las villas poseen para temor de niños y adultos sus propios espíritus, sus apariciones o aparecidos, sus fantasmas: El Silbón, La Llorona “que llora inconsolablemente la muerte de su hijo muerto sin haber nacido porque ella misma le dio un gran manotón y el hombrecito (porque era macho, veis) le gritó desde adentro, ¿por qué me matáis antes de tiempo?”, el hombre del carretón, El Salvaje, La Sayona, El Maniador, pero solamente Carora muestra con orgullo a su espanto fundamental y sin comparación: el mismo Mandinga, un demonio sin amarras, el propio Diablo que todavía anda suelto en Carora. A tenor de lo narrado por Morón, la presencia permanente y libertaria del diablo en la ciudad infernal se debe justamente al calor insoportable que la define y le es consustancial:´”El calor se aposentó en la ciudad, el calor soltó al diablo, el diablo estaba bien amarrado en el solar del convento de Santa Lucía, el convento franciscano; allí lo había dejado tuerto Santa Lucía de un bastonazo que le dio, cuando el diablo entró al oratorio donde estaba la santa dedicada a sus oraciones (…), en el convento estaba amarrado el diablo desde cuando se fundó el convento, tuerto y amarrado con fuertes cadenas en el tronco de un cují seco, con el rabo mocho, un franciscano se lo pisó, cuando Santa Lucía le saltó un ojo de un bastonazo, y entre los frailes lo dominaron a palos, lo amarraron con las cadenas de amarrar negros y lo dejaron en el solar, amarrado, sin darle de comer, más de doscientos años estuvo el diablo amarrado en el convento, hasta que se soltó y la culpa la tiene el calor, porque el día en que se soltó el diablo en Carora hacía más calor que en el propio infierno, cómo haría de calor que los caroreños, se acostaron, desnudos, empapados en sudor, a las diez de la mañana, como si fueran las dos de la tarde, que es cuando se duerme la siesta después de almorzar mondongo de chivo, cabeza de ovejo, caraotas caldúas, lomo prensado, longanizas, tajadas fritas, suero, queso raspado, arepas, y un chocolatico caliente, como hacía tánto calor, los caroreños decidieron desayunar como si fuera el almuerzo y todo el mundo se echó en sus chinchorros a dormir la siesta con ese inmenso calorón, todas las barrigas caroreñas repletas de mondongo ocuparon los chinchorros, sin una gota de aire, caliente el sol, despiadado encima de las tejas, implacable en la plaza y en las calles, los árboles se quedaron pasmados de calor, un gran silencio entró a las casas sagradas, el silencio del calor y de la siesta, todo el mundo con la barriga desnuda, la paloma apagada, los brazos colgando fuera del chinchorro, el calor se hizo dueño de la ciudad, para que el diablo soltara sus amarras, para que el diablo endemoniara el convento, nueve muertos con calor y sudor dejó el diablo en Carora el día que se soltó y ya no lo han vuelto a amarrar, porque el convento se cayó, los godos de Carora expulsaron al último fraile y Santa Lucía se quedó ciega…”

Sin embargo, otros entendidos en el asunto del Diablo de Carora como Don Pedro Nolasco de Álvarez dicen, en boca de Francisco y con los presuntos cachos del diablo bien sujetos en sus manos: “El diablo se soltó de sus cadenas. Y comenzó a realizar acciones heroicas, de muy diversa naturaleza. Para vengarse de Santa Lucía que lo había amarrado en el tronco del cují, en el patio de su convento, comenzó a poner ciegos a todos los curas de la ciudad, y principalmente al Padre Francisco Ramos, que era Doctor en cánones, para que no pudiera ver quién era quién y así mandara para el infierno a los inocentes y remitiera en sacos de lona a los culpables para el cielo; luego el diablo confundió a unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí. A unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí, como en efecto se mataron, los Alcaldes Ordinarios pasaron por las armas al Juez de Comisos y el teniente Justicia de la Compañía de Volante, que también era el Buenaventura, le dio de puñaladas a los presos, de tal manera que se armó la sampablera. Y también el diablo, sólo por fuñir, sin otra intención, comenzó a cogerse a todas las mujeres de la ciudad, de lo cual se aprovecharon algunos maricos viejos y sabios y otros maricos jóvenes e inexpertos para hacerse pasar por mujeres, sólo por aprovechar. De modo que el convento de la Consolación, fundado en el barrio de la Greda, donde la ciudad repetiría su propia historia, con casas y todo, tuvo muchas reclusas santas, hijas adulterinas del diablo. Nada de esto se puede decir en voz alta porque es absolutamente pecaminoso y forma parte del Capítulo Décimo titulado De las Prohibiciones y Fornicaciones en el Libro Secreto escrito con mucho cuidado, amor de Dios, santo celo y curiosa preocupación, por el Ilustrísimo Señor Obispo Don Mariano Martí, cuyo capítulo se refiere íntegramente a la ciudad de Carora visitada por el Obispo, inmediatamente después de la fecha en que el diablo se soltó en Carora.”

Sea como sea, cuéntese como se cuente, entiéndase como se entienda, nárrese como se narre, desde aquellos lejanos, confusos y aciagos días en el convento de Santa Lucía, ningún visitante de la villa pregunta por el Dios de la ciudad, sino por el distinguido, célebre, famoso y suelto, Diablo de Carora.

Culminados con excelencia sus estudios en la ciudad donde el diablo continúa suelto: “yo soy estudiante de puros veintes en todo, también en conducta, aunque tengo que pelear en el recreo”, más adulto, más persona, más seguro, con la indoblegable esperanza puesta, desde el instante mismo en que partió de Cuicas, en el logro de un porvenir diferente, el escritor, al momento de pasar por el Trasandino con destino a Caracas, en la parte alta de Carora, no quiso divisar la villa de su adolescencia: “no quería ver las casas sagradas, cuando sea rico y doctor volveré, dijo a los catorce años Francisco, camino de la flor amarilla del araguaney, la flor del araguaney es amarilla, florea el árbol todo entero, se caen las hojas y la flor amarilla llena frondosamente las ramas. La flor del araguaney se cae al suelo a los quince días. Sólo quince días dura la flor del araguaney. Francisco no tuvo tiempo de recordar su infancia.”

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ULTIMA PUERTA DEL SILENCIO, DE JUAN RUIZ DE TORRES

Este año hemos recibido un hermoso regalo. Se trata del último libro del escritor español Juan Ruiz De Torres, Última puerta del silencio. Editado por Huerga y Fierro Editores, Vizcaya, España 2010. El autor es Miembro Correspondiente y Emérito del Círculo de Escritores de Venezuela, Doctor en Filología Hispánica, Ingeniero Industrial y Licenciado en Informática. Es Director de la Revista Prometeo Digital. Desde 1980 dirige la Asociación Prometeo de Poesía y coordina la Academia Iberoamericana de Poesía, entre otras instituciones. Escribe narrativa, ensayo y poesía.

Sobre esta “última puerta del silencio”, escribe el dramaturgo y poeta español Alfredo Villaverde: “Quiere traspasar ahora Juan esta última puerta como ese peregrino jacobeo… seguro de que esta puerta que hoy traspasamos no conduce al silencio, sino que no es más que otro umbral que nos recibe sonoro, pletórico de palabras y afectos … otra cosa es que el maestro Ruiz de Torres haya despojado tanto el árbol del lenguaje de ramas, cortezas y hasta de parte de su tronco para dejarlo reducido a este último dístico del libro: “Derrama sangre mi palabra / ¡y no sé qué la hiere!, en la búsqueda del poema único y perfecto que él persigue como el Santo Grial de la literatura y que desconfía ya de alcanzar”.

El libro está dividido en los siguientes capítulos: “Mucho más allá”, catorce poemas de ciencia-ficción. “Paso grande de América”, veinte poemas dedicados a diez países americanos. “Poemas del mundo”, veintiocho poemas para una docena de países. “Minipoemas”, nueve miniaturas que el autor confiesa no haber sabido clasificar. “Peripoemas II”, seis breves poemas de “anarquía pura”. “A dúo”, un par de poemas escritos al alimón con dos admirados poetas tocayos, Enrique Valle y Enrique Gracia. “Los poemas perdidos”, cuarenta y ocho poemas encontrados en los archivos del autor sin publicar. Incluye un poema-fractal-visual. “La palabra poética”, veintisiete versículos en ediciones de la Carta de la Poesía de la Asociación Prometeo de Poesía. “Y basta ya”, con seis poemas finales.

De los Minipoemas, seleccionamos dos, para delicia del lector:

EL POEMA DEFINITIVO

“Un día,

alguno de nosotros escribirá el poema.

Y en él seremos uno.”

&   &   &

“A romper,

a romper.

Tanto verso fallido.

Fotos.

Y diccionarios.

Ombligos, crucigramas.

Sólo el instante único

se resuelve en poema.

El resto es vanidad,

tiempo al amor perdido.

A romper.

Incluso este manual..

Hay que salvar los bosques. ”

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