TERESA CARREÑO

 

Teresa Carreño

Por Heberto Gamero Contín

 “¡Pues se hace como yo digo porque yo soy Rubinstein!”, le dijo Anton Rubinstein a Teresa Carreño al no estar de acuerdo con la interpretación de un pasaje. Anton, altivo, con el cabello tan abundante como la melena de un león y sus ojos azules a punto de arder, se señalaba el pecho con el dedo y la miraba como si estuviese a punto de devorarla, de tragársela viva o de por lo menos echársela sobre las piernas y darle unas cuantas nalgadas. Y claro, por su mayor edad, vasta experiencia e incontables reconocimientos como pianista, imaginaba que la niña bajaría la cabeza y apenada se disculparía ante el prestigioso maestro a quien había osado contradecir… Teresa, de apenas quince años, se quedó inmóvil, perpleja, sorprendida ante las palabras del gran artista ruso. Y claro, no era para menos, Anton Rubinstein no solo era un afamado director de orquesta y compositor sino que, como pianista, se le consideraba el rival de Franz Liszt y uno de los grandes virtuosos del piano. Fue también fundador del conservatorio de San Petersburgo, dos veces rector del mismo y profesor de música durante años. Asombraba a todos con su amplio repertorio y su deseo de ser el mejor lo llevó a interpretar casi todas las grandes obras que para piano existían hasta la fecha. Había escrito conciertos para violín y violonchelo, óperas, tríos, sinfonías, poemas tonales…, un currículo que a cualquiera impresionaría y más aún a una niña recién llegada de Nueva York y nacida en un desconocido y lejano país llamado Venezuela.

 

Todo esto lo sabía la joven Teresa que sentía sobre sí el poder avasallante de aquel hombre que la miraba como una fiera y que esperaba sus disculpas, pero aún se encontraba en shock, sin saber qué hacer y con la mirada fija y perdida en los azules ojos de Rubinstein, cada vez más inquisidores. “¡Pues se hace como yo digo porque yo soy Rubinstein!”, resonaba en la mente de la niña como las molestas cuerdas de un violín desafinado. Pero, ¿qué podía decir ante tal gigante? No estaba en su naturaleza reaccionar como una de esas damitas mansas y disciplinadas como tal vez Rubinstein imaginaba, ella era diferente: aguerrida, de carácter, que difícilmente aceptaría tal humillación… Sus antecedentes familiares podrían darnos una señal de cuál sería su respuesta. Era nieta de Cayetano Carreño —hermano de Simón Rodríguez (aunque de apellidos diferentes), gran filósofo y educador venezolano— militar, organista y maestro de Capilla de la Catedral de Caracas. Su padre, Manuel Antonio Carreño, fue también un destacado pianista, organista, compositor, matemático, científico, traductor; desempeñó importantes cargos públicos y fue autor de un famoso libro sobre urbanidad y buenas maneras titulado Manual de Carreño, que aún hoy se reedita en su país. Clorinda García de Sena y Toro, su madre, era sobrina política del libertador Simón Bolívar y pariente del famoso Marqués del Toro. Así que Teresa podía sentirse orgullosa de sus ancestros. En 1862, cuando tenía nueve años, decidieron abandonar Venezuela. José Antonio Páez había tomado el poder y la familia Carreño, claros opositores del régimen, marginados de cualquier cargo público y tratados como ciudadanos de segunda, no vieron mejor opción que la de emigrar a los Estados Unidos. Además, Venezuela en aquella época no era el país ideal para que una niña con el talento de Teresa se labrara un mejor futuro: las escuelas no eran muchas, los teatros escaseaban y los conciertos y la llegada de intérpretes internacionales de renombre eran toda una novedad en la pequeña república. Así que vendieron la hacienda familiar y demás propiedades y se marcharon al país del Norte. No fue fácil la transición. Hay raíces que por más que se intente nunca podrán ser sacadas del todo de la tierra, y si se lograra quedaríamos desgarrados, como las últimas hebras de un cabo roto. Desde la borda del barco la niña decía adiós a las casitas de techos rojos que adornaban la bahía de La Guaira, al resto de sus familiares, al país que la vio nacer y al que no regresaría sino hasta treinta y dos años después… El silencio en el estudio es notorio: el piano espera, Rubinstein espera y la música de Meldelssohn también espera sobre el atril.

¿Qué piensa esa niña?, se pregunta el ruso. ¿Cómo se atreve a desafiarme, a poner en

tela de juicio mi criterio musical? Pero es que la pequeña Teresa tiene bases de sobra para ello. Desde muy chiquitita fue considerada una niña prodigio. Parece increíble, pero su padre, Manuel Antonio, le confió una vez a un amigo que la niña seguía el compás de la música mientras se amamantaba: movía su cabecita con armonía y dejaba de hacerlo cuando la melodía paraba. Y cuando apenas tuvo control de sus deditos repicaba en las teclas del piano canciones que ya había escuchado de su padre o de algún amigo de este. Tenía a todos impresionados. Al mismo tiempo que aprendía a hablar comenzaba a cantar, y al mismo tiempo que aprendía a caminar comenzaba también a bailar, una cosa y la otra, palabras y cantos, pasos y bailes, se mezclaban en las aptitudes de la niña con infinita naturalidad, sin esfuerzo: la espontánea maravilla de lo divino, de lo que por alguna razón desconocida e incomprensible solo toca a algunos

 

seres privilegiados. A los tres años de edad ya estaba recibiendo clases de piano con su padre, con quien practicaba cientos de ejercicios musicales que este había ideado para que la niña lograra mayor destreza rítmica y técnica en sus interpretaciones; ejercicios que ella luego emplearía para enseñar a sus alumnos. A los cuatro años ya tocaba con soltura, con ambas manos, y podía memorizar piezas completas con tan solo escucharlas unas pocas veces, sin que nadie la guiara o le dijera cómo hacerlo, y de ellas surgían originales improvisaciones que dejaban pasmados a sus oyentes. Muy pronto comenzó sus estudios con el pianista Julio Hohené. A los cinco años compuso su primera obra y a los siete interpretaba a la perfección obras como Fantasía sobre Norma, de Thalberg, la cual aprendió en tan solo cuatro días. Un año después, en 1861, compone una Polka para una banda militar… La niña no descansaba de estudiar y aprender. A los siete años ya es reconocida como una virtuosa del piano. Decenas de invitados asisten a su casa para escuchar a la graciosa niña que los deleita con las obras de los grandes músicos y con valses y danzas de su propia creación; hablan maravillas de ella, los críticos se quitan el sombrero como si estuviesen en presencia de una deidad y hasta las aves del hermoso valle de Caracas parecen callar para escuchar a la pequeña genio de cabellos oscuros y ojos vivaces… Cecilio Acosta, escritor venezolano que participó en uno (o en varios) de esos encuentros musicales, lo dijo con estas palabras: “Era cosa singular verla concebir la obertura y tocarla, y ponerse después a desenvolver sin parar, todo el argumento, con tanta propiedad de expresión, con tanta alteza de conceptos, con tanta armonía imitativa, tan bien dialogado, tan animado en la acción, tan caracterizado en las pasiones… No se para, no vacila, se sienta al piano como quien va a reinar y reina en efecto…”.

Aunque había guerra al Sur del país, al Norte, en Nueva York, las cosas parecían diferentes: se podía caminar por las calles, leer el periódico en los parques y el mundo musical se desarrollaba sin grandes altibajos. Manuel no perdió tiempo y desde su llegada comenzó a hacer los contactos para promocionar a su hija. La economía familiar se había venido a menos y confiaba en que los ingresos de la niña los sacaran del apuro. Y así fue. Se reunió entonces con dueños de teatros, músicos, periodistas, críticos, organizó conciertos privados y, no mucho después, logró su objetivo: comenzaron a aparecer artículos de prensa donde se resaltaba el talento de la niña sudamericana de expresión infantil que tocaba como toda una mujer, que podía improvisar una ópera al mismo tiempo que a viva voz le explica al público el argumento de la obra. Un talento que deslumbra a los expertos, que deja sin palabras a los críticos. Un periodista del Ilustrated News dijo: “…la oímos tocar la música más deliciosa compuesta por ella a medida que ejecuta…”. Y el compositor J. G. Maeder comentó: “Primero tocó un nocturno compuesto por ella, después una primorosa composición entrelazando a la vez hasta tres temas diferentes. Luego tocó la Norma con gran entusiasmo y fuerza, pieza que tiene dificultades como para cuatro manos, con más razón para dos, y siendo las de una niña”. Pero, si el próximo paso era ofrecer su primer concierto público en la Gran Manzana, entonces debían estar bien seguros de su éxito, para ello nada mejor que asesorarse con el gran virtuoso de la época, el estadounidense Louis Moreau Gottschalk, creador de más de doscientas piezas para piano. Simón Camacho, amigo de la familia y también músico, describe así el encuentro entre la niña (siempre acompañada por sus

 

padres) y el famoso pianista: “… se oían los latidos del corazón de una madre; el rostro severo de un padre había cambiado con la expresión de la agonía de la incertidumbre… A los pocos minutos Gottschalk, el rey del piano, llevaba con la cabeza el compás de una brillante fantasía de Thalberg tocada por Teresa Carreño… Un segundo más y la palabra ¡bravo! se escapó de los labios de Gottschalk”. No era mucho lo que quedaba por hacer: unas pocas lecciones, uno que otro detalle técnico y la niña quedaría lista para enfrentarse al gran público. Así, en noviembre de 1862, Teresa ofrece su primer concierto público en el Irving Hall de Nueva York, luego otro y otro, su éxito fue abrumador, en toda la ciudad solo se hablaba de la simpática venezolanita que tocaba el piano con las manos de Dios. Las giras por otras ciudades importantes no se hicieron esperar, ofreció veinte conciertos en Boston, otros tantos en Cambridge, Salem, Providence, New Haven… Los periódicos no dejaban de hablar de la niña prodigio y ella no paraba de trabajar: imprimen sus obras, viaja a Cuba, dedica una de sus composiciones al país y ofrece otra serie de conciertos en Matanzas y en La Habana… De regreso a Nueva York se encuentra con la gran sorpresa de haber sido invitada por el presidente Abraham Lincoln a ofrecer un concierto en la Casa Blanca. La emoción no cabe dentro de la familia Carreño. El concierto privado fue todo un éxito, aunque la niña, espontánea y poco política como todos los niños, se quejó del piano porque lo encontraba algo desafinado… Ya con trece años viaja a Europa, nunca sería considerada una gran pianista si no triunfaba en Europa, todos lo sabían, así que Manuel Antonio comenzó a repetir todo aquel trabajo promocional que había hecho en Estados Unidos, pero ahora con la facilidad de tener algo que mostrar: una valija llena de triunfos y recomendaciones. El éxito no se hizo esperar, se presenta en la sala Erard de París, la prensa exalta su talento, conoce a Rossini, a la soprano Adelina Patti, a Liszt, a Gounod, a Berlioz… En 1886 visita Inglaterra, España, interpreta a Osborne, a Aubert, a Beethoven, a Beriot, a Chopin, cerrando siempre las presentaciones con sus propios valses. De vuelta a Londres, y ya con quince años, Teresa es invitada por la princesa de Gales a ofrecer un concierto privado en su palacio. Se siente eufórica, lo considera el máximo honor que puede tener un artista, el aire puro que solo se respira en la cúspide de la montaña o en la cresta de una ola en medio del océano… Fue poco después de este encuentro cuando conoció a Antón Rubinstein, de quien recibía algunas lecciones.

Anton esperaba una respuesta: hacía sonar su zapato repetidas veces contra el suelo, una gota de sudor se le deslizaba por la frente y en sus ojos había la seguridad de que finalmente la joven aceptaría que las cosas en materia musical debían hacerse como él decía, porque él era Rubinstein. De pronto, en el segundo que se cuenta una vida, la expresión sorprendida, asustada y quizás un poco sumisa que en un primer momento había mostrado la joven Teresa comenzó a cambiar. Su ceño se frunció, levantó la cabeza con la violencia de un látigo que se eleva por los aires, hizo puños sus manos y dijo con sobrada seguridad: “Pues se hace como lo digo yo, porque yo soy la Carreño”.

Heberto Gamero Contín

(Del libro «Músicos», 2015).

Heberto Gamero, venezolano,  es cuentista y novelista, con una extensa obra publicada. Ganador del Concurso de Cuentos de El Nacional con su relato «Los zapatos de mi hermano». Fundador y presidente de la Fundación Aprende a escribir un cuento. Ha impartido numerosos talleres y ha formado a escritores exitosos.

1 comentario

  1. ¡Qué grande, Teresa Carreño! Bravo…
    Gracias al Círculo de Escritores por publicar este cuento. Una propuesta muy interesante de Heberto para dar a conocer nuestra gente. He oído decir a varias personas que lo han leído: «No sabía esto, o aquello de la Carreño», y debo reconocer, que yo tampoco.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *