Enrique Viloria Vera
Ciudad como cicatriz quemada
lágrima que no se seca.
“Tuvo lugar ayer el funeral del doctor Fernando Antonio Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de edad, natural de Lisboa, graduado en letras por la Universidad de Inglaterra, escritor y poeta muy conocido en los medios literarios”. Esta nota fúnebre aparecida en un periódico lusitano, o tal vez, un telegrama, corto, escueto, conciso, fue lo que motivó a Ricardo Reis a volver a Lisboa para re-encontrarse – quién lo sabe – con la ciudad o con el poeta muerto, que era como encontrarse consigo mismo.
José Saramago en su novela «El año de la muerte de Ricardo Reis», hace que su protagonista emprenda un largo viaje por barco, después de una estada de 16 años en Brasil, para que enfrente de nuevo a Lisboa, “esa ciudad cenicienta, urbe rasa sobre colinas, como sí sólo estuviera construida de casas de una sola planta, quizá, allá, un ciborio alto, un entablamento más esforzado, una silueta que parece ruina de castillo, salvo sí todo es ilusión, quimera, espejismo”. Enfrentamiento múltiple que implica para Reis, además de la vuelta a los orígenes, de las preguntas acerca de la propia identidad, un encuentro con el espíritu de Pessoa, con ese poeta amigo que murió “casi ignorado por las multitudes”.
Ricardo Reis desamarra Lisboa, la sufre húmeda, la recorre inundada, la pasea entumecido para comprobar si sus recuerdos se corresponden con la realidad, y no son como “un grabado a buril reconstruido por la imaginación”. El médico-poeta de Saramago va y viene, de un recuerdo a un olvido, de una añoranza a una constatación, para acudir a la cita que un destino común le había deparado con el fantasma de su alter ego Pessoa. Anduvo calles medievales que no han perdido su encanto, ruas y puentes, nuevos y viejos, contemplando como siempre y como nunca el castillo de San Jorge, el monasterio de los Jerónimos, la Torre de Belém, la casa de los Picos, las iglesias de la Concepción Vieja y de Santa Catalina, el Hospital de San Luis donde falleció el poeta, y el cementerio de Prazeres donde reposan los restos de su amigo muerto, para luego regresar al Hotel de Bragança en busca de una intimidad inexistente, porque como ya se sabe: “un hotel no es una casa, le van quedando olores de éste y de aquel un sudor insomne, una noche de amor, un abrigo mojado, y luego vienen las camareras a hacer las camas, a barrer, queda también su propio halo de mujeres”.
Antes de su cita con el verdadero Pessoa, el otro Pessoa, el heterónimo, el convocado Ricardo Reis, tuvo tiempo de asistir a fiestas y celebraciones que le daban la bienvenida a un nuevo año. En un ambiente de expectación y espera, de entusiasmo y nerviosismo, Reis contempló conmovido, en una plaza abarrotada de gente, como “la aguja de los minutos cubre la aguja de las horas, es medianoche, la alegría de una liberación, por un instante breve el tiempo dejó libre a los hombres, se besan hombres y mujeres al azar, esos son los mejores, los besos sin futuro”. Cuando el año viejo quedó en el pasado y el nuevo, 1936, se estrenaba con champán, bullicio y pitidos estridentes, Ricardo Reis regresó de nuevo a la habitación de su hotel para acudir a la entrevista que la Navidad y el recién llegado año habían postergado.
Pessoa se le apareció de súbito, sentado en el sofá del cuarto, vestido de negro “como si estuviera de luto o fuera de oficio enterrador”. Luego de los saludos, los abrazos y las emociones de rigor, un tanto intrigado por esa irrupción esperada pero incomprensible, el poeta vivo le preguntó al poeta muerto cómo había llegado, ¿había traspasado puertas?, ¿se desplazó por los aires?, ¿se filtró por las paredes?, para escuchar atónito la respuesta contundente de Pessoa “los muertos se sirven de los caminos de los vivos, y además no hay otros, vine por ahí fuera, desde Prazeres”.
Muertos que también recorren y disfrutan las calles de Lisboa, de “esa ciudad sombría, recogida en frontispicios y paredes” que le ofrece al transeúnte, independientemente de si respira o no, motivos para la alegría y la tristeza, para la rutina y la sorpresa. Así lo entendieron Pessoa y Reis, Reis y Pessoa, que como ya sabemos son el mismo, cuando en sus correrías por Lisboa, entre una que otra conversación paúlica o interseccionista, recorren, reflexivos, la ciudad baja o ese barrio “castizo, alto, de nombre y situación, bajo de costumbres, alternan las ramas del laurel en las puertas con busconas en los portales, aunque por ser hora matinal se reconozca en la atmósfera una especie de lozanía inocente, un soplo virginal”.
Encuentros de vivos y muertos en una ciudad “donde se pierde el Sur y el Norte, el Este el Oeste, donde el único camino abierto es hacia abajo”. Y justamente, hacia allí, hacia abajo fue donde se dirigió Ricardo Reis, comprometiendo su vida en amoríos incomprensibles: uno, lujurioso, con una camarera del hotel, otro, platónico, con una doncella lisiada; mientras Pessoa insistentemente le recrimina esos aires de Don Juan que no le sientan y no le van a un médico confundido que no sabe si permanecer en Lisboa para que, en el consultorio, sus pacientes sean “el enfermo médico de un médico enfermo”.
La mudanza de Reis del Hotel Bragança a la Rua Santa Catarina sirvió para que los poetas sostuvieran, en medio del frío, la lluvia y la niebla, una conversación acerca del sentido último de la soledad, de esa, sin límites, que se experimenta estando donde no se está, “la que anda con nosotros, la soportable, la que nos hace compañía. Hasta a ésa a veces no logramos soportarla, suplicamos una presencia, una voz, otras veces esa misma voz y esa misma presencia sólo sirven para hacerla intolerable”. Soledad constitutiva de la vida de las ciudades a la que Lisboa no escapa, no puede sustraerse, porque en ella también habita el desencanto, la frustración, la comprensión de que la ciudad en la que se vive no es la ideal para la realización personal, aunque indefectiblemente se tenga “que vivir en algún lugar, comprender que no existe lugar que no sea lugar, que la vida no puede ser no vida”, y que, como esperanza alienadora, al igual que ocurre con Lisboa, “también en el interior del cuerpo la tiniebla es profunda y, pese a todo, la sangre llega al corazón”.
Pero si la soledad es triste e inevitable, mucho más lo es el olvido. Con esa sabiduría despojada de intereses y prejuicios, que se adquiere cuando ya la experiencia y la madurez no importan porque la muerte se adueñó de todo, libertando e igualando a los hombres para hacer efectiva la verdadera democracia en el más allá, Pessoa le comenta a Reis que sabe a ciencia cierta cuanto es el tiempo requerido para que los muertos pasen al olvido: “son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de nuestras madres, creo que aún no nos pueden ver, pero todos los días piensan en nosotros, después de morirnos ya no nos pueden ver y cada día que pasa nos van olvidando un poco más, salvo casos excepcionales, nueve meses bastan para el olvido total”.
Lisboa generosa, permisiva, complaciente, propiciadora de los encuentros de Pessoa con Reis, de Reis con Pessoa, para que uno y otro dejen de ser uno y otro, en el momento mismo en que el poeta vivo tomó la decisión de acompañar al poeta muerto desde hace nueve meses, a ese lugar desde el cual un solo y único poeta, Pessoa, podrá evocar a plenitud la ciudad del gran río, de la magnificente dársena, del imposible sosiego, esa donde se “acaba el mar y empieza la tierra”.