Prólogo libro de Cuentos de FAEC, por Heberto Gamero

Fundación Aprende a Escribir un Cuento

I Edición de Cuentos 2011
Prólogo
No quisiera hablar en primera persona, pero qué mejor
oportunidad para comentarles acerca del nacimiento de la
Fundación Aprende a Escribir un Cuento (FAEC) que ésta,
donde se presenta el trabajo de veintisiete destacados participantes quienes, como yo, han descubierto en el cuento no sólo una forma de expresarse sino también una manera más benigna de sobrellevar la vida. Veintisiete cuentos escogidos entre ciento noventa y tres estudiantes, elaborados a lo largo de trece talleres que la fundación ha impartido desde febrero de 2009 hasta marzo de 2011.
Todo comenzó cuando “Los zapatos de mi hermano”
obtuvo el premio del 63o Concurso de Cuentos de El Nacional en 2008. Lo había escrito en enero de ese año y durante varios meses, hasta que finalmente mi esposa lo llevó a las oficinas del periódico, lo estuve revisando, recortándolo por aquí y por allá, depurándolo en ripios como recomienda el maestro Horacio Quiroga. Tal vez fue en junio de ese mismo año cuando le puse el punto final, lo metí dentro de un sobre junto con un puñado de bendiciones y lo entregamos a El Nacional. Pocas semanas después me dieron la gran noticia.
Yo, que era nuevo en estas lides, que hasta finales de 2002
sólo había escrito cartas comerciales y memorandos internos en una fábrica de pantalones, que competía con más de doscientos cuentistas —muchos de ellos con mayor experiencia y más calificados que yo—, no podía creer que hubieran escogido mi cuento, que mi relato fuera —después me enteré— el único que figuraba entre los favoritos de los tres escritores que integraban el jurado. Un milagro, fue lo primero que pensé. Recuerdo que estaba en la sala de espera de un consultorio de la Clínica Metropolitana y no pude soltar el grito que me vino a la garganta sino hasta un rato después, cuando me metí al carro y con los vidrios cerrados di un alarido que hizo temblar los cristales. Un milagro, me dije una vez más. Y de inmediato sentí la imperiosa necesidad de agradecer esa bendición. No resultaba fácil. Podía hacer algún donativo a los viejitos del Asilo de San Antonio, regalar mis libros ya leídos a una biblioteca, sacar unos pantalones de la fábrica y dárselos a quien los necesitase… Pero no, eso no era suficiente. Me parecía una solución fácil y poco honesta para conmigo mismo y para con aquel que no vemos pero cuya presencia a veces nos abruma. Fuere lo que fuere debía ser algo más profundo, más comprometido, que involucrara un verdadero esfuerzo (aunque finalmente se convirtiera en una diversión) de mi parte. La solución llegó al día siguiente, muy temprano, al asomarme a la ventana; colgaba de un rayo de luz que irrumpía por el este de la cuidad: ¡Taller de Cuento!, decía el aviso luminoso en letras grandes que brillaba frente al Ávila. Pero, ¿cómo se da un taller de cuento sin nunca haber participado en uno, sin libros técnicos donde investigar, sin experiencia pedagógica, sin un sitio donde hacerlo…? En verdad no lo sabía, no conocía cómo llevar a
cabo aquella idea. Pero me gustaba, la idea me agradaba,
flirteaba con ella como lo hice una vez con mi primera
novia… Poco después, a finales de 2008 teníamos un viaje
programado a España. Una buena oportunidad para comprar libros sobre técnicas cuentísticas, dijo mi esposa. Claro, le contesté. Y pasamos buena parte de aquel viaje, entre tapas y copas de vino, museos y obras de teatro, en las librerías mejor surtidas de Madrid buscando y comprando libros cuyo tema fuera cómo escribir cuentos. Al final de las vacaciones ya teníamos más de una docena de estos libros y de muchos otros, siempre de narrativa: clásicos, actuales, premiados y diversas antologías comentadas que me podrían dar ideas sobre lo que pretendía hacer. Aparte de esto una amiga, que había hecho un taller de cuento en una importante escuela
de Madrid, al conocer mis intenciones, me hizo llegar las
guías que le habían dado en el transcurso de su taller. Ya me sentía en el camino.
Ya de regreso a casa, con nuestras maletas cargadas de
libros, mi sueño de armar un taller de cuento iba tomando
forma dentro de mi cabeza. En enero de 2009, apenas llegué a Caracas, comencé a investigar en las guías, en la cantidad de libros que había comprado, en otros de producción local, a revisar las opiniones de los expertos y, por decirlo de una forma quizás poco elegante pero muy esquemática, metí todo eso dentro de una licuadora, le di vueltas durante largo rato y luego lo vertí dentro de un fino colador por el que sólo podía pasar un delgado y sustancioso hilo de líquido o de técnicas literarias
sobre el género breve. Así nació Aprende a Escribir un
Cuento, un taller intensivo, concentrado, que en sólo cuatro
sesiones brinda al participante la posibilidad de iniciarse con
buen pie en el maravilloso mundo de la escritura de relatos.
Una vez concebido el taller sólo restaba ponerlo en práctica.
¡Qué nervios! Gracias a los amigos del Círculo de Escritores
de Venezuela y al apoyo de Cultura Chacao podíamos
disponer de cuatro sábados en la prestigiosa Sala Cabrujas.
Así, en febrero de 2009, se llevó a cabo el primer taller Aprende a Escribir un Cuento, gratuito. Fue todo un acontecimiento, una gran fiesta literaria para los que estábamos allí. Una vez analizadas las características fundamentales del género, y a lo largo de las cuatro sesiones, leímos cuentos considerados obras de arte, los participantes elaboraron sus propios relatos y los analizamos hasta verles las costuras; una explosión
de personajes, conflictos, escenarios y descripciones parecía inundar la sala en cada encuentro, los ojos de los talleristas se hacían más y más grandes cada vez que, en la pizarra, saltaba un error o destacaba un acierto; yo me emocionaba tanto como ellos, veía el resultado, aprendía de mi propia guía y de los participantes, me divertía, pasaba los mejores momentos de la semana… Pero esto no se podía quedar ahí
Había que continuar. En la última sesión, mientras celebrábamos el final del taller con una copa de vino, la idea de crear una fundación comenzó a hacer cosquillas en mi calva, una fundación que llevara el taller a la mayor cantidad de gente posible. Pero aquel agradecimiento que necesitaba hacer aún no lo sentía pleno. Faltaba algo. Claro que llevar el taller a mucha gente y hacerlo de forma gratuita significaba un esfuerzo, una buena labor desde todo punto de vista, pero todavía había algo que no terminaba de convencerme: la punta filosa de la etiqueta en el cuello de mi camisa, el mosquito a medianoche rozando mi oído; no lograba determinar qué era, de qué se trataba todo aquello. No pasó mucho tiempo antes de que lo descubriera, tal vez una de esas mañanas cuando muy temprano me asomo a la ventana y el sol en complicidad con el cerro me dice secretos que no puedo guardar: ¡el taller debe ir dirigido también a estudiantes de escasos recursos! Con esta premisa se registró FAEC el 18 de agosto de 2009.
Decidimos cobrar a los que pudieran pagar y con ello financiar a los muchachos de los liceos públicos del país cuyos directores quisieran sumarse a esta iniciativa, también con el objeto de recabar fondos para la presente publicación. Si bien es cierto que, por problemas que no viene al caso mencionar, hasta el momento ha sido mayor la cantidad de talleres dictados al público en general que a jóvenes liceístas, nuestro objetivo es revertir esta cifra y muy pronto, Dios mediante, lograr que la gran mayoría de nuestros talleres sean dirigidos a estos muchachos de escasos recursos, para así motivarlos a cambiar la cerveza por el lápiz y la droga por los libros. Para ello, con la meta de abarcar la mayor cantidad de liceos posible, incluso para impartir el taller de forma simultánea si es necesario, ya contamos con la colaboración del escritor Álvaro Pérez Capiello y de la periodista Alessandra Hernández (participante de aquel primer taller de febrero de 2009), instructores y miembros honorarios de FAEC, y comprometidos de corazón con la Misión y la Visión de nuestro pequeño grupo.
Qué bueno, ya desde hace un tiempo no siento el filo de
la etiqueta hincando mi cuello, ni al mosquito rondando mi
oreja mientras duermo.

HEBERTO GAMERO CONTÍN,
fundador de FAEC,
Caracas, mayo 2011.

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