Por Eduardo Casanova
En 1938 el poeta Antonio Arráiz, barquisimetano nacido en 1903, generó un pequeño escándalo en la pacata sociedad de Caracas al publicar, en 1938, Puros hombres, una estupenda novela testimonial, construida a partir de la realidad de las cárceles gomecistas, en la que no escatimó expresiones malsonantes y todo tipo de crudezas.
Fue un escándalo parecido al que causó en Estados Unidos (y Francia) Henry Miller (1991-1980) al editarse Trópico de Cáncer en 1934, aunque el norteamericano no tocaba para nada la política y el venezolano sí. O, en menor grado, comparable con el alboroto que se armó en París cuando Céline (Louis Ferdinand Destouches) dio a conocer su Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nuit), en 1932, novela que sí tocaba el elemento político, pero en forma muy distinta a la de Puros hombres.
Un par de años antes se había editado en Venezuela Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra, de modo que el tema ya era conocido, pero la forma en la que lo trató Arráiz resultó demasiado para la Caracas provinciana de entonces, que a lo sumo podría tolerar una que otra “grosería” que con cierto rubor intercalaban los novelistas del realismo (los de Fantoches, Válvula o El Ingenioso Hidalgo), que preferían ser algo audaces en las situaciones a serlo en el lenguaje. De 1931 en adelante más de una matrona había fruncido la nariz porque Arturo Uslar Pietri habló de nalgas en Las lanzas coloradas.
En su mundo de poeta, Arráiz ya había quebrantado las reglas de la pequeña ciudad que siempre dormitaba “a los pies del Sultán enamorado”, cuando en 1924 dio a conocer su primer poemario, Áspero, en versos libres y en el que trataba temas un tanto audaces para su momento, con un lenguaje que parecía demasiado adelantado y que debe haber desconcertado a los poetas ilustres de aquel tiempo. Y como novelista sus únicos antecedentes serían Blanco Fombona y Pocaterra, pero ninguno de los dos llegó a los niveles de audacia y fuerza expresiva de Arráiz, ni tuvieron la calidad de la prosa de Arráiz.
No era su primera incursión en el campo de la novela: en 1931 había ganado un premio en Buenos Aires con Los lunares de la virreina. Sus otras novelas (Dámaso Velásquez, editada en 1943 y reeditada en 1950 con el título El mar es como un potro, y Todos iban desorientados, 1951, no alcanzan la misma dimensión de Puros hombres, aunque son novelas excelentes). Sus cuentos publicados inicialmente en la Revista Nacional de Cultura y recogidos en 1945 en el libro Tío Tigre y Tío Conejo, son únicos en nuestra literatura. En ellos Arráiz se apoya en la chismografía rural venezolana, tal como Uslar Pietri (que los elogió mucho) en Red, en treinta hombres y sus sombras y en las obras teatrales El día de Antero Albán y Chúo Gil y las tejedoras. Se trata de un muestrario del mundo picaresco que rodaba a Juan Vicente Gómez e integraba la nueva plutocracia petrolera caraqueña, con una notable carga de humor bien entendido. Antonio Arráiz nació en Barquisimeto el 27 de marzo de 1903.
Luego de estudiar primaria en su ciudad natal, a los trece años entró en Caracas al Colegio Católico Alemán, luego pasó por el Liceo Caracas, en donde conoció a muchos de los que integrarían con él la Generación del 28, y a los dieciséis años (1919) se fue a los Estados Unidos, aparentemente con la idea de hacerse aviador o actor de cine. Llegó a pasar hambre, luego de desempeñar varios trabajos de poca monta, y hasta tuvo que pasar noches, como un vagabundo, en las grandes tuberías del Subway que aún esperaban para ser colocadas y estaban en el Central Park, porque no tenía ni dinero ni dónde dormir. Se enroló en la Marina, pero fue declarado no apto para el servicio militar y en 1922, a los diecinueve años, volvió a Caracas.
No siguió estudios formales, pero fue un gran lector y tenía una gran facilidad para absorber conocimientos. Trabajó como jefe de propaganda de los cines Rialto, Rívoli y Ayacucho y se dedicó a los deportes y a la lectura, y en 1924 se dio a conocer como poeta, influenciado tardíamente por Walt Whitman (1819-1892) y otros poetas del Norte. En su poesía defendía lo indígena y repudiaba la herencia española, en lo que incluía el catolicismo. En el carnaval del 28 se incorporó con gran entusiasmo a la protesta estudiantil, y en abril estuvo entre los que promovieron un golpe militar para deponer al general Gómez. Preso en La Rotunda inicialmente, después conoció el Castillo de las Tres Torres en su ciudad natal. Tras siete años de castigo, parte de encierro y parte de confinamiento en Barquisimeto, desde donde publicó algunos trabajos con seudónimo, especialmente en La Gaceta de América, que dirigía Inocente Palacios.
En ese tiempo escribió también su primera novela: Los lunares de la Virreina, que ganó un Premio promovido por el Diario La Prensa, de Buenos Aires. Finalmente salió hacia Ecuador y Colombia. En abril de 1936, ya muerto el general Gómez, regresó al país y fue de los que pudo aprovechar la nueva situación de Venezuela, que conducida por Eleazar López Contreras se adentraba por los caminos de la democracia. Fue redactor del diario Ahora y colaborador de otras publicaciones. Fue Secretario de la Gobernación del Estado Carabobo y ocupó brevemente un cargo en el servicio exterior. En 1943 fue llamado por otro de los miembros importantes de la Generación del 28, Miguel Otero Silva, para que trabajara como Director del diario que los Otero crearon: El Nacional. Fue el primer director, por demás exitoso, de ese diario que cambiaría radicalmente el periodismo en Venezuela.
No aprobó el derrocamiento de Medina Angarita, pero repudió con más fuerza el derrocamiento de Rómulo Gallegos en noviembre de 1948. Y el 6 de enero de 1949 se fue definitivamente de Venezuela, a ocupar un cargo modesto en la ONU, un cargo en el Departamento de Publicaciones que, por lo menos, le permitía sobrevivir con su familia. Murió en Westport, NY, el 6 de septiembre de 1962. Un ataque cardíaco fulminante se lo llevó cuando apenas despuntaba el sol, sin enterarse de que él mismo era un sol en las letras venezolanas.