ENCUENTROS INOLVIDABLES CON ESCRITORES
Por Lidia Salas
      La pasión de la lectura me viene desde muy temprano, mi madre me enseñó a leer cuando tenía 5 años y el primer libro que repasaba cada día, por cierto en voz alta, era la Historia Sagrada.
    Deseo compartir en este texto, la devoción que me produjo la lectura de  algunas páginas, por quienes las habían escrito.
   La primera vez que degusté los poemas de Constantino Cavafis, sentí la necesidad vital de sentarme con él en una taberna del puerto, para hablarle de mis viajes, de las causas de mi exilio voluntario.
Pero entre los dos, existía una separación irremediable de tiempo  y de distancia, entonces lloré, lloré de impotencia y de tristeza, por la imposibilidad de comunicarme con el ser, que creía, hubiera vislumbrado mi alma  a través de las palabras.
En silencio, resonaron sus versos, mientras las lágrimas fluían de los ojos.
   Dices:
» Iré a otra tierra, hacía otro
mar
y una ciudad mejor  con certeza
hallaré.
Pues cada esfuerzo mío està aquí
condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos
en esta desolada languidez.
….
No hallarás otra tierra, ni otro mar.
La ciudad irá en tí siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás
pues la ciudad es siempre la misma.
Otra no busques. No hay…»
    Afortunadamente, pude conocer y conversar muchas veces con otro de mis poetas amados: Eugenio Montejo. Recordarlo es meditar sobre el habla de los árboles, en el grito de los pájaros al atardecer, en Manoa, ese lugar que buscamos más allá del Orinoco y de los tepuyes.
    Alguna vez, en una madrugada cuando salíamos de un bar de Sabana grande, nos topamos con ese  gran  narrador venezolano: Eduardo Liendo, quien entre otras cosas, compartió con nosotros, una anécdota de Montejo. Dijo que se lo había encontrado una mañana muy preocupado, con algo que sus dedos sostenían con cuidado, era un pichón que él había recogido en la acera, y juntos fueron a buscar una fuente para que el ave bebiera agua y sanara.
     Esa era la Caracas que perdimos, en los crueles aconteceres de los últimos 25 años.
       Montejo  fue mi inolvidable profesor de las cátedras: Poesía I – II cuando cursé la maestría de literatura en el postgrado de la Universidad Central de Venezuela. Sus clases eran un acontecimiento intelectual y emocional, al finalizar, compartíamos un café, su lenguaje era siempre terso y profundo, yo lo llevaba después en mi carro,  hasta su casa.
    Estos son sus versos:
    «La poesía cruza la tierra sola.
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide.
_Ni siquiera palabras
          Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.»
     Eugenio Montejo fue un poeta universal, con un discurso que cae   sobre las aristas del corazón, y lo estremece, porque nos recuerda la humanidad que nos sostiene, en un planeta azul que gira y gira.
   Hernán Vargas Carreño, un poeta colombiano que soñaba con reunir toda la poesía de Montejo, en una antología bilingüe español portugués, me dijo, que éste era un poeta con una obra digna de un premio Nóbel.
    Sigamos hablando de los escritores amados, conocí a Antonio Skarmeta, el autor  de Ardiente paciencia, la novela que fue llevada al cine, sobre   Il postino,  que le llevaba las cartas a Neruda durante su exilio en Italia.
Andaba con mi amiga entrañable, Marisol Marrero, quien no sé si por accidente o decisión propia, trastabilló y cayó en brazos del novelista, mientras él reía de una manera jocosa.
      Debo confesar que nunca he conocido a alguien con una personalidad tan cálida y tan arrolladora como la del novelista, dramaturgo, guionista de cine y televisión chileno, fallecido el año pasado.
   Nos contó de su cercana amistad con Neruda, lo que le permitía la confianza, de llevar a las chicas que él deseaba seducir, a visitar al bardo ya retirado, en su casa de Isla Negra.
   En 1993 cuando Fernando Vallejo ganó el premio Rómulo Gallegos con su libro El desbarrancadero, fui a almorzar con la ya mencionada amiga Marisol Marrero, a un restaurante de Los Palos Grandes. El portero que nos conocía, nos dijo si queríamos acompañar al novelista laureado, quien estaba muy solo en una mesa.
Debo confesar que no había leído los libros de este autor colombiano residente en México, pero su físico muy delicado y su tímida personalidad no concordaban con las desafiantes propuestas de su narrativa.
   Otra experiencia amable fue mi encuentro con Isabel Allende.
La lectura de su primer libro: La casa de los espíritus fue impactante, por eso asistí en 1984 a la firma de su segunda novela escrita en Caracas, donde ella vivía en esa época: De amor y de sombras.
      Llegué a la librería Lectura del Centro Comercial Chacaíto muy puntual, ella era joven y atractiva, llevaba un chaleco rosado que no he olvidado.
Había muy poca gente,  lo que me dio la oportunidad  de sentarme y conversar animadamente sobre su primera novela.
Desde entonces, se convirtió en una de mis escritoras favoritas.
      Debo confesar que la conmoción que la lectura de algunas páginas me produce,  a veces,  se transforma en fascinación, casi en un culto sagrado, lo que me impide  aprovechar la cercanía con los escritores admirados, como  hace la mayoría de las personas.
    Creo que eso me pasó con  Gabriel García Márquez, cuyo hermano Gustavo, mi vecino y el mejor amigo de mi marido, nos invitaba casi todos los diciembres a la casa de su madre en Cartagena de Indias.
Allí conocí a casi todos los García Márquez, quienes llamaban «rincón guapo» a la cocina inmensa, donde se reunían para desayunar,.
Sus conversaciones eran tan delirantes, como los cuentos del Nobel.
Entre ellos, hice una amistad especial con el menor: Eligio Gabriel, quien también era escritor y falleció tempranamente.
    Al Gabo lo conocí en Caracas. Compartimos en más de tres ocasiones.
Cuando Gustavo se lo presentó a mi marido le dijo: Este es Ballestas,  mi hermano, entonces  él respondió:  «Si es tu hermano, me toca aceptarlo también como mío», lo abrazó con  una sonora carcajada.
     Desde entonces tomó la costumbre de enviar sus cuentos inéditos, vía fax. Al llegar en la mañana a la oficina, el rollo de papel extendido por el suelo, nos indicaba un nuevo mensaje del patriarca del realismo mágico.
   La segunda vez vino a Venezuela, con Jaime, el hermano que dirigía el Instituto del nuevo periodismo en la ciudad heróica, a quien invitamos a almorzar. Creímos que  el Nóbel, por tener   una agenda repleta, le sería imposible asistir.
Nos sorprendió que cuando Jaime le comunicó que los Ballestas lo habían invitado a un restaurante italiano, este le dijo que era una oportunidad para llevar a la amiga que había traído: Susana Cato, una cineasta mexicana.  La única condición que pidió fue que no asistiera ningún periodista.
Años después supimos que había tenido una hija con ella, llamada Indira Cato, brillante periodista mexicana.
   Esa tarde inolvidable, Gabito no habló de literatura. Casi con voz profética, describió en un futuro que él no vería, la destrucción de la cultura occidental por los nuevos bárbaros, los seguidores del Islam.
   Pidió como plato principal, pennes  a los cuatro quesos, y nos dió, entre whiskys y vinos, una clase de como comerlos, tal como lo hacen los nobles romanos.
    El siguiente encuentro ocurrió cuando el Gabo sufrió un aparatoso accidente, cuando iba  de salida del país, al aéreo puerto Maiquetía.
     Gustavo vivía entonces, en la urbanización: Los Corales, cerca del mar. Esta vez, fui con un médico amigo que quería conocerlo. Napoleón Ascanio  tocaba la guitarra magistralmente,  y cantaba baladas italianas y rusas.
Fue una velada inolvidable.
Me permití, esta vez, preguntarle sobre algunos personajes de Los cuentos peregrinos,
en forma empática, GGM compartió eventos vividos, los cuales habían inspirado algunos de esos relatos.
     Doy gracias, porque por largos años pude intercambiar cartas con escritores famosos, pero, la oportunidad que agradezco infinitamente, es haber compartido largas conversaciones, fiestas inolvidables, con amigos escritores como: Luis Beltrán Mago, José Tomás Angola, Edgard Vidaurre, Carmen Cristina Wolf, Nora Carbonell, Magaly Salazar, Belkis Arredondo,  Marisol Marrero, Anabelle Aguilar, y tantos otros que saben que están en mi corazón y cuya lista sería  interminable.
   Hago mía la canción de Violeta Parra: Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Lidia Salas
Noviembre del 2025
Lidia Salas. Poeta y ensayista. Nació en Barranquilla, ha vivido en Caracas durante muchos años. Licenciada en Filología, con maestría en Literatura Venezolans en la UCV. Ha recibido numerosos premios y reconocimientos por su obra. Algunos de sus libros: Venturosa, Luna de Tarot, Ciudad deAzul y Vientos, Sedas de Otoño, Itinerario fugaz. Recientemente publicó La Palabra, Siete secretos de su energía creadora.
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