LA CAJA GUARDA Y PESA

por Rodrigo Eloy Lares Bassa

 

I

—Todo está bien, pero algo va a pasar —dijo.

—¿No cree que hay una contrariedad en su afirmación?

—No. Es normal, por lo menos así lo veo. Ya son dos décadas en las que nos han moldeado para pensar así; la contrariedad, el sinsentido, ya no nos sorprende: es parte de nuestra forma de ver las cosas.

—¿Y no cree usted que esa visión de vida es insana? Lo digo por su profesión.

—¿Insana, por ser médico? La verdad, no sé quién está más loco en este país: si nosotros, por querer seguir viviendo en esta cotidianidad absurda, o quienes la dirigen como titiriteros, saturando la realidad con una irrealidad fabricada. Además, recuerde que mi especialidad es forense. Me entiendo más con los muertos que con los vivos.

—Lo sé. Fue la espada con la que me hiciste touché cuando me presentaste tu renuncia a la cátedra.

—Gracias por la jubilación. Entre eso y la tranquilidad que me da haber regresado a este pueblo —inalcanzable incluso a la mano de Dios, mi tierra natal— he encontrado paz interior para sobrellevar este manicomio nacional.

 

La pareja se sirvió un trago, cristalino, de fabricación casera. Tosco al paladar, hacía carraspear al primer intento y arrancar un suspiro en clave de quejido: como si ganar al líquido fuera una pequeña victoria estomacal. Ese destilado, pensó Antonio, tenía algo de patria: un brebaje áspero, hecho en resistencia, que todavía logra reunir a los que quedan.

El médico sonrió al ver triunfante al académico.

—Dime que no está bueno… ¡a que sí lo está!

Antonio rió y, mirando la tapara vacía, respondió:

—Son muchos años, Eugenio, los que nos unen en amistad. Recuerdo como si fuera ayer aquel día en que sacaste de la gaveta de tu oficina ese frasco transparente y te lo empinaste. ¡Yo pensaba que te suicidabas frente a mí, ingiriendo formol!

 

Atardecía. Las bandadas de periquitos coloreaban el cielo naranja; el calor se disipaba y la gente comenzaba a salir a conversar a cielo abierto. Así estaban ellos: frente a la fachada de una casa oscura, agrietada por el abandono. Una fachada que parecía mapa de país: pintura descascarada, ventanas tapiadas como ojos que ya no miran.

 

—Jajaja… así es. Recuerdo el grito que me diste, pero sobre todo tu palidez. Fue con un trago de este destilado que logré devolverte el color.

—Sí… ese día fue complicado. Llegar a casa borracho… Recuerdo la cara de Gisela al verme así.

—Ay, Antonio… amigo… ¿y cómo llevas tu duelo? Sentí mucho la noticia.

—Aún lo llevo. Ahora leyéndola… y viajando. Así es que lo llevo.

Señaló una caja de madera gastada en la banqueta.

—La caja de sus escritos. La recuerdo. Me la mostraste en la biblioteca de tu casa…

Antonio suspiró:

—La caja guarda y pesa. Como la casa, como el país.

Eugenio le miró con gravedad, y luego encendió un cigarro.

Casi al mismo tiempo, en la plaza del pueblo, otro coro de voces hablaba de quedarse o de partir —las mismas preguntas que aquí nos hacemos, pero dichas por los que aún no han hecho la maleta.

II

En una ciudad cercana a la capital, me llamó la atención un grupo de jóvenes reunidos en una plaza —dijo Antonio, mientras Eugenio lo escuchaba plácidamente, como quien se asoma a una ventana que le queda grande. Fijé mi atención porque, por la inseguridad, ya no es común ver a nadie reunido en plazas de noche —contó Antonio—. Me acerqué intentando ser invisible. Quería escucharlos. Si les hablaba, se cohibían:

—Llámame loca —decía una joven—, pero desde que decidí no emigrar y quedarme acá, me ha salido trabajo, conocí a alguien y he estado rodeada de amigos. Es raro, con el caos que hay.

—Yo pienso igual —dijo otro—. No me quiero ir. Ni me lo he planteado.

—Recuerdo el día que fui a la embajada, llorando por dentro y por fuera. Quería irme, pero no quería dejar solos a mis padres.

—Unas semanas antes de irme, recibí una oferta maravillosa. Aquí estoy, feliz, valorando más que nunca a mi familia.

—Yo también… Quisiera abrazar a la que fui hace un año, decirle: “Todo va a estar bien.”

—Así es. Todo saldrá bien. Si me toca irme, seré otra persona. Y si me quedo, no será en vano la lucha por lo mío: mi país, mi familia.

 

Antonio los miraba, oculto en una esquina de la plaza. Aquella reunión parecía un milagro: una fachada viva levantada en medio del derrumbe general. El país todavía tenía la capacidad de abrir espacios así, como habitaciones donde las voces jóvenes se atrevían a habitar.

 

—Qué lindo oírlos —dijo una mujer que se había sumado—. Cuesta hablar de esto.

—Cuando dejas de forzar las cosas, suceden cosas bonitas —dijo otra.

—No todo el mundo se quiere ir —murmuró uno.

—Creo que nadie quiere irse del país donde creció.

—Es que es la casa que habito —dijo una.

 

Todos se quedaron en silencio. El sol se despedía, lanzando sus últimos rayos sobre la plaza provinciana. En ese instante, Antonio pensó que aquellas palabras eran como una caja abierta: guardaban el peso de lo heredado, pero también dejaban escapar la luz de algo que todavía se mueve dentro.

Y, sin decirlo en voz alta, imaginó el ferry al fondo del lago: quieto, detenido en su vaivén de siempre, esperando a los que decidan subir.

III

—¿Sabes qué es lo más caro aquí? —me dijo Eugenio, mientras golpeaba la mesa con los nudillos—.

—¿El café? —pregunté.

—No. El silencio. Cada quien paga con lo que tiene para comprar un rato de silencio.

Lo dijo riendo, con ese humor negro que es casi un recurso de supervivencia. Y luego añadió, como quien deja caer una piedra en un pozo:

—La caja guarda y pesa.

Esa frase se me quedó resonando como un tambor. Tal vez porque en sueños me he visto abriendo cajas que no son mías: unas llenas de fotografías descoloridas, otras vacías, como si hubieran contenido algo que ya no alcanzo a recordar.

En una de esas visiones nocturnas, camino por una calle donde las fachadas se mantienen en pie aunque las casas detrás ya no existan. Solo decorados de un pueblo inventado. Tras esas paredes huecas, alguien ríe, alguien llora, alguien cocina. Pero todo ocurre fuera de mi alcance, como si yo fuera espectador en una obra sin actores.

De pronto, el ferry aparece, suspendido en medio de la calle. No flota en agua, sino en el aire pesado de la ciudad. Sus motores roncan como un animal dormido. Lo miro y siento que podría subirme en cualquier momento, pero sé que no lleva a ninguna parte. O sí: tal vez al mismo sitio del que partió.

Eugenio, que sigue en mi sueño, me mira con ironía.

—La caja guarda y pesa —repite, como si quisiera tatuar la frase en mi frente.

Y yo despierto con la sensación de que el país es esa caja heredada: demasiado grande para cargarla, demasiado pequeña para vivir en ella.

IV

Esa misma tarde, Antonio caminaba por el barrio donde había crecido. Las casas parecían más pequeñas, las fachadas descascaradas, como si los años hubieran limado sus aristas.

Se detuvo frente a la suya, la casa de infancia. La miró como quien observa un cuerpo dormido: aún reconocible, pero ajeno.

En la esquina, un grupo de hombres jugaba dominó sobre una mesa improvisada. Entre jugada y jugada, pasaban un vaso de destilado casero que ardía en la garganta y soltaba la risa. El alcohol era turbio, pero la risa, limpia.

Ese detalle, insignificante para cualquiera, le pareció a Antonio la prueba de que la vida todavía sabía defenderse: un sorbo amargo transformado en chispa de resistencia.

—La caja guarda y pesa —murmuró, recordando a Eugenio. Y se preguntó si esa caja no sería también la memoria de la calle: cada pared desconchada, cada rostro que se había ido, cada risa que todavía sobrevivía a pesar de todo.

Más adelante, al llegar al río, creyó ver de nuevo el ferry balanceándose en la distancia, aunque sabía que no podía estar allí. El barco era un espejismo persistente, una promesa a medio cumplir.

Antonio cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, la ciudad seguía allí, sosteniéndose en sus ruinas, como una fachada que aún no había decidido derrumbarse.

V

De regreso en la plaza del pueblo, Antonio volvió a escuchar las voces. Esta vez no eran jóvenes ni viejos, sino un coro extraño: recuerdos, frases repetidas, rumores de quienes ya no estaban.

Entre ellos, la de Eugenio, nítida como un golpe:

—La caja guarda y pesa.

Antonio sintió que esa caja era ahora el país entero: pesada como herencia, pero también capaz de resonar cuando alguien se atrevía a abrirla. Y en ese eco reconoció las risas del dominó en la esquina, el ardor del destilado casero que convertía lo amargo en fuerza.

Alzó la mirada: las fachadas de las casas parecían todavía firmes, aunque todos supieran que detrás había huecos, paredes caídas, habitaciones vacías. Esa contradicción lo conmovió. El país resistía en su propio teatro, como una escenografía obstinada.

Y en el horizonte, el ferry seguía inmóvil. No partía ni llegaba: era un barco a la espera, un pasaje detenido. Antonio lo miró con la certeza de que cada uno debía decidir cuándo y cómo subirse, o si quedarse en tierra, cargando la caja.

La plaza se fue quedando en silencio. Antonio sonrió, con ese humor negro que tanto lo había acompañado, y pensó:

“El país es esta casa que habito, aunque a veces se me caiga encima. Es también la risa que sobrevive, el trago que arde, la fachada que se sostiene, el ferry que espera. Una herencia que guarda y pesa… pero que también, contra todo pronóstico, me sigue llamando hogar.”

Nota del Editor:

Gracias al escritor Rodrigo Lares Bassa por enviarnos su relato “LA CAJA GUARDA Y PESA”, muy bien calificado en el Concurso Internacional de Cuento “La casa que habito”. Organizado por Ediciones Luminaria del grupo colombiano «Etérea».

“El relato articula un diálogo entre memoria personal y memoria colectiva, enmarcado en la metáfora de la caja como herencia que guarda y pesa. (…) El texto propone que el país mismo es esa caja compartida, pesada pero llena de ecos, donde conviven pérdidas y resistencias que sostienen la identidad.”
Comentario del jurado:
El relato articula un diálogo entre memoria personal y memoria colectiva, enmarcado en la metáfora de la caja como herencia que guarda y pesa. La narración alterna escenas de amistad, duelo, resistencia comunitaria y sueños que confunden realidad con símbolo. El ferry detenido y las fachadas en ruinas funcionan como imágenes que resumen la tensión entre permanecer o partir, entre sostener la risa en la adversidad o sucumbir al silencio. El texto propone que el país mismo es esa caja compartida, pesada pero llena de ecos, donde conviven pérdidas y resistencias que sostienen la identidad.

 

Editor: Carmen Cristina Wolf

@carmencristinawolf en Instagram

 

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