Un viaje a los confines del mundo
Alvaro Pérez Capiello
«Cuando el conejo sacó un reloj del bolsillo de su chaleco, miró la hora y luego se alejó a toda prisa, Alicia se incorporó de un salto, pues cayó en la cuenta de que nunca había visto un conejo que llevara chaleco ni reloj que pudiera sacar del bolsillo y, ardiendo de curiosidad, lo siguió corriendo por el prado (…)» Estas líneas, corresponden a un clásico de la literatura: Alicia en el País de las Maravillas del escritor inglés, nacido en Cheshire, Charles Lutwidge Dodgson, mundialmente conocido por su pseudónimo Lewis Carroll. Profesor universitario, matemático y gran aficionado al ajedrez y las cartas, le gustaba sobremanera jugar con las palabras. En Alice in Wonderland, todo sigue su propia lógica: los gatos desaparecen sonrientes, la hora del té no acaba nunca y las reinas tienen ejércitos de naipes. Como muchas historias para niños, acaban seduciendo a los adultos que se internan en ellas y advierten, por ejemplo, la angustia que supone el tránsito de la niñez a la edad adulta a tiro de piedra de una rebanada de pastel o de una botella que, simplemente, está rotulada con la palabra «bébeme».
En el asueto de carnaval, llegó a mis manos una pieza teatral, aún no estrenada, del joven diseñador, actor y dramaturgo, Nelson García Restrepo (Nelson Alexandre). Titulada «El Quinto Elemento», posee indudables referencias al mundo helénico, siendo cuatro de sus personajes dioses que corresponden a los cuatro elementos clásicos: aire, agua, fuego y tierra. Como si estuviésemos al frente de uno de los pasajes de La Ilíada o La Odisea de Homero, Nelson nos presenta a dioses que juegan con el destino de los hombres a su antojo en una asamblea que bien pudiera estar emplazada en las alturas del monte Olimpo. Las acciones se inician con un niño al cual un mendigo ha resuelto contarle una historia… La isla de Kun, hogar de los kunianos, sufre por el poco respeto que sus habitantes han prodigado a las leyes de la naturaleza y, de allí, la intención de aquellos dioses de destruirla. ¿Habrá una salida? Al mejor estilo de los héroes de las epopeyas griegas; Jasón, Hércules, Aquiles, por solo mencionar algunos, el joven Alhí se embarca en una cruzada, y no en una cualquiera… En su viaje, se topará con La Gaviota en una barca, pasaje que me trajo a la memoria las vicisitudes sufridas por el protagonista de Relato de un Náufrago, aquella novela periodística de Gabriel García Márquez. Como bien diría Harold Bloom, todo en nuestro viejo universo algo le adeuda al pasado, hasta la misma idea del vuelo, que tiene su asiento en las alas de cera confeccionadas para Icaro por su padre Dédalo.
Alhí posee una brújula mágica que apunta a lo que más desea su corazón, aunque pareciese no estar preparado para las pruebas que ha de sortear en su búsqueda de los dioses Elementales, los únicos que pueden salvar a la isla de Kun de su trágico destino. Su barca zozobrará a causa de una tormenta que lo llevará a un islote en el centro de la Nada y, salvado por delfines, retomará la cruzada hacia el lugar donde el mar también es cielo. Esto me recuerda, sin duda, a la «Aventura de Jasón en búsqueda del vellocino de oro», cuando la nave Argos cruza un pasaje entre las simplegadas, enormes rocas movedizas que se tragaban a los navíos antes de remontar La Cólquida (El País del Sol). Nelson Alexandre, de nuevo nos revela su gusto por el mundo antiguo, por ese destino inexorable que no puede cambiarse: «todo sucede por una buena razón y en nuestro camino siempre encontraremos a las personas indicadas» -dice el personaje Alhí a La Gaviota.
Esta ave, parece huir cada vez que las cosas se tornan feas, es, digamos, una amiga de la conveniencia. En el caso de los dioses Elementales, ellos exhiben las virtudes y los defectos propios de los seres humanos, algo también muy del mundo helénico en verdad. En la escena siguiente, Alhí es capturado por piratas. El capitán Cascarudo, un temerario hombre-cangrejo, cuyo nombre es conocido hasta por las olas, amenaza con arrojar a nuestro héroe al mar hasta que descubre que es, nada menos y nada más, que un habitante de la isla de Kun. Continúa el viaje rumbo a la Gruta de Sorrento, lugar del Santuario de los dioses Elementales, pero, antes, hay un nuevo escollo que salvar. Se tejen muchas leyendas sobre el canto de las sirenas, un embrujo al que nadie se resiste, ni siquiera un pirata… La odisea que ha vivido Alhí, es una preparación que lo llevará a cumplir su sino. Nada de lo ocurrido, en esencia, es bueno o malo, aunque lo que está claro es que: «las cosas grandes y bellas son siempre difíciles de alcanzar».
El autor, en un tono filosófico, plantea una cuestión trascendental en las palabras del Maestro Februs: «Pequeño, Alhí, es imposible salvar a quienes no quieren ser salvados. Los sacrificios también deben meditarse». Este anciano alquimista, halló al propio Alhí de bebé dentro de una gran ostra en un paseo a orillas del malecón. Estaba envuelto en un manto de oro y llevaba, colgado al cuello, un curioso collar tejido del que colgaba una perla multicolor. A su tiempo, sería él quien le daría algunas claves para iniciar la aventura que nos ocupa rumbo al Santuario de los dioses Elementales. Resulta, de todo punto imposible, no dejarse llevar por algunas lecturas que han dejado huella indeleble en nosotros, concretamente la saga de los caballeros del Rey Arturo y su Tabla Redonda en búsqueda de una reliquia sagrada: el santo grial. Imagino, pues, al Maestro Februs como al Merlín de Camelot, rodeado por sus pócimas y escudillas en una atmósfera de misterio. Al protagonista, se le presenta entonces una decisión; abandonar la misión que lo ha traído tan lejos, o continuar… La historia nos coloca aquí frente a un dilema moral y, como espera el lector, Alhí, tomará la acción correcta… Es un héroe de los tiempos homéricos, que escucha los dictámenes de su corazón, alguien capaz de ofrendar la propia vida por los demás (los kunianos).
Las conversaciones entre los dioses Elementales a veces se nos antojan como una letanía: «¡Yo soy el más afectado por lo que está pasando! (Silfo). ¡Yo soy la más afectada! (Silce). ¡Yo propongo chamuscarlos! (Flamel). ¡Flamel! (Silce y Sifo). ¡Yo soy el que más sufre! (Silfo). ¡No, yo! (Silce)…» Ello, aporta a la pieza un halo de frescura y, hasta pudiera decirse, de comicidad. Muchas historias, exhiben una cierta circularidad, ellas «acaban donde comienzan» y, en nuestra opinión, esto ocurre con la pieza de Nelson Alexandre. Después de muchas aventuras, aquellos dioses continúan enfrascados en la misma cuestión: ¿cuál será la mejor forma de acabar con los kunianos y su isla en forma de pez?
El desenlace llega con grandes acordes, como si de una sinfonía del gran Beethoven se tratase, solo El Quinto Elemento, extraviado desde antiguo, puede salvar a los kunianos. Él, representa la armonía del Cosmos, siendo la suma de las cuatro energías elementales: fuego, tierra, aire y agua. Llegó el momento de que lo evidente se haga, pues, visible… Alhí es, en realidad, ese Quinto Elemento, pero, la verdadera moraleja de esta pieza estriba en que todo es cíclico, y que, de alguna forma, los comienzos se unen a los finales en esa maravillosa rueda de la vida. A veces, hay que recorrer medio mundo para entender que lo ansiado estaba a la vuelta de la esquina. No existen remedios mágicos, la verdad se halla en nuestro interior… Muchas enseñanzas pueden extraerse de esta obra, siendo un eje central la conservación de la naturaleza. A nuestro entender, quizá en un futuro próximo, Nelson García Restrepo (Nelson Alexandre) se anime a escribir una segunda parte donde el narrador se despoje de las ropas de mendigo y se nos revele como el mismísimo Maestro Februs.