EL MANTEL ES LA BANDERA
Rodolfo Izaguirre
¡Murió mi amiga Elisa Lerner y estoy muy triste! Escribí alguna vez este texto sobre ella y en su honor me permito publicarlo nuevamente.
Siendo adolescente, Elisa Lerner gustaba de mirar hacia el Sur porque allí encontraba un lujoso resplandor que entonces le era difícil vislumbrar en ninguna otra región del espíritu literario ya que era en la zona austral del continente donde reinaban las imágenes y las palabras de las hermanas Silvina y Victoria Ocampo, y la Revista Sur, en Buenos Aires, se erigía como emblema del pensar denso y del escribir con elegancia. El Sur devino años más tarde en un Norte brumoso y cautivador cuyo camino llegaba hasta Londres, hasta el centro mismo del grupo Bloombsbury y al corazón de Virginia Woolf, una mujer que escribía en los años veinte y treinta del siglo XX sobre las dificultades que encontraba en un mundo regido por los hombres.
Elisa Lerner cumplió entonces dos proezas. Una vez egresada de la Universidad, en leyes, viajó a Nueva York. (Acaso ya en este primer viaje sus propios sueños hicieron posible que se volvieran azules las aguas del Hudson y grises las del East River y comenzara a amar y a odiar el vasto silencio de Manhattan que años después iba a convertirse en una sólida pieza teatral).
Desde allí, desde Nueva York, pudo considerarse entonces como una mujer del Sur toda vez que veía, desde un paralelo todavía más alto, el siempre encrespado, atrabiliario y caribeño norte o septentrión venezolano: ¡Soy una niña del Sur!
Más tarde, cuando tiene lugar en Caracas el milagro de «Sardio» y su irrupción en la vida y en la literatura del país, Elisa, que integraba el comité de redacción de la Revista junto a Adriano González León, Luis García Morales, Guillermo Sucre, Gonzalo Castellanos, Rómulo Aranguibel, Ramón Palomares y Rodolfo Izaguirre, hizo de su propio ámbito el «Room of One’s Own» que al igual que el de Virginia Woolf le pertenecía por derecho propio puesto que no es fácil encontrar en la literatura nacional una obra tan personal, exquisita y al mismo tiempo tan precisa, mordaz e incisiva como la de Elisa en la que el país venezolano, regido tradicionalmente por autoritarios caudillos civiles o militares, surge no como un simple decorado sino como una razón de ser, y la palabra se desliza sobre él en un permanente destello de inteligencia y de afirmación mientras las mujeres, siempre en tiempos de depresión, tratan desesperadamente de llenar sus vientres de cosas reales, mostrar anillos de boda y escapar de alienantes costureros y sedalinas; torpes mujeres que como la Rosie Davis de «El vasto silencio de Manhattan» se aturden con el charleston, quiebran sus tacones como copas de champaña y dejan sus pasos marcados en un tiempo sin victoria.
Hubo un momento en el que Elisa escribía crónicas cinematográficas decididamente novedosas dentro del panorama venezolano porque muchas de ellas se referían a actrices de Hollywood que, habiendo cruzado el infierno de la hecatombe y del holocausto convertidas por el cine en novias o viudas de guerra, retornaban al mundo del «glamour» arrastrando la sonrisa triunfal de Katharine Hepburn. Aquellas crónicas publicadas muchas de ellas en la Revista «Mi Film», podrían ser el prestigioso antecedente de «Una sonrisa detrás de la metáfora» publicado por Monte Avila Editores, en 1969 y, más aun, de «La envidia o La añoranza de los mesoneros».
Fue en la revista Sardio (Nº 7. Abril-Mayo de 1960) donde Elisa publicó por primera vez «Una entrevista de prensa o La bella de inteligencia» montada posteriormente por Guillermo Montiel en el teatro La Quimera. Con esta pieza asomaba una visión teatral personalísima que cimentaba la estructura de su dramaturgia sobre la presencia apenas de dos personajes, salvo en «El vasto silencio de Manhattan» donde se despliega un elenco apreciable. En «La Bella de inteligencia», es la Bella y el periodista; es la madre y la hija en «Vida con mamá»; la mujer y la muchacha en «El país odontológico», el hombre y la mujer en «La envidia o La añoranza de los mesoneros» y una mujer sola, sentada en la fuente de soda de un supermercado, en lo que pudiera considerarse como un brillante monólogo dispuesto en cualquier momento a transformarse en una pieza teatral de mucho dinamismo.
Pero en todas ellas, puede observarse al país venezolano como una presencia constante: inexplicable a veces y en otras, trágica y dolorosa. El país como un telón de fondo que pareciera disolverse de pronto para hacerse personaje activo de diálogos chispeantes e ingeniosos.
Pero la proeza mayor se encuentra no sólo en esta nueva cualidad del acontecimiento dramatúrgico sino en el modo como logra Elisa aprehender en un par de frases el rostro de ese país, sus gestos, las maneras de moverse y de amar; sus traiciones e infidelidades.
La Bella es una mujer de muebles victorianos, divanes azules, calas en los floreros; un elegante traje negro de Dior y un collar de perlas. Recibe en su salón al periodista «un tanto intelectual» y aspecto de desparpajo que pretende entrevistarla. Ella habla, se mueve, se escandaliza, se sorprende, se encrespa, ríe; es sarcástica, autoritaria, ingenua y confiada. ¡Una dama intelectual! Pero más que una dama intelectual, la Bella configura el ideal de escritora que una mujer venezolana desearía para sí; la Virginia Woolf del «Room of One’s Own» instalada bajo el sol y el calor del trópico.
En «La Bella de inteligencia», Elisa se deleita en la ironía y, utilizándola como arma de mujer, no deja títere con cabeza: «No soy del ala negra de ningún partido. No. (hace un gesto casi displicente) ni siquiera en el Partido Comunista. Soy solo este desamparo». Todo lo revisa y lo cuestiona. Se refiere al periodismo, a los sindicatos, a los políticos, al absurdo; diserta sobre los zapatos de tacón como un apasionante tema de la democracia y se desplaza constantemente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda del escenario mientras dice: «No soy, yo tampoco, militante ni simpatizante aunque hay un poeta marxista que dice que soy muy simpática..!» Y prosigue la burla, la irónica ferocidad hacia un país que sin embargo confiesa amar.
¡Y menciona por primera vez al mantel! Un mantel blanco, menos patético que el que veremos años más tarde en la casa de Rosie Davis, en Nueva Rochelle, no lejos del vasto silencio de Manhattan con sus mecanógrafas, un Departamento de Cables y una avenida Lexington en la que, además de los irrepetibles e inventados colores de sus semáforos, se escurre el alma como una pequeña piedra gris que sólo ciertos días se hace bondadosa y azul. «…Los vinos rojo y amarillo encienden la mesa, el blanco mantel, también, como avisos luminosos, como esas luces que crecen en la noche del Este y en mí».
Muchos años más tarde, a comienzos de este siglo XXI venezolano ya atormentado y chavista, volvió a repetirse algo aproximado a una variante de esta obra iniciática cuando Elisa e Isaac Chocrón sostuvieron sobre el escenario de un auditorio de la comunidad judía de Venezuela una suerte de diálogo o encuentro entre sefardíes y eskenazis. Isaac, con astuta elegancia, permaneció en un discreto segundo plano y permitió que Elisa llevara el peso de la «obra» que, de alguna manera, estaban escenificando. Entonces volví a ver a la Bella de inteligencia. Reconocí, nuevamente, la exquisita sensibilidad de mi amiga, y junto a ella, al igual que en la pieza teatral, Isaac podría haber estado tomando notas, en silencio, tal como alguna vez lo hizo el periodista de las gruesas gafas de carey en el texto de Sardio o en el montaje del teatro La Quimera.
¡Y de nuevo el mantel! «La única y verdadera bandera del pueblo judío es el mantel», dijo Elisa refiriéndose a las numerosas oportunidades que una familia judía encuentra para comer, reunirse, festejar o condolerse. El pueblo judío no tiene bandera. La tiene Israel. La bandera judía es el mantel.
Este es el secreto de Elisa Lerner como escritora y dramaturga: expresar en pocas y certeras palabras ecos, resonancias y significaciones; reflexiones de asombrosa densidad y alcance capaces de envolver al universo, de marcar el destino y el estupor de un pueblo, el desamparo de una nación, la lucidez de los muertos o las desvanecidas ilusiones del amor imperfecto. La frase buscada – diálogos que cruzan iluminados espacios intelectuales convertidos en dardos, flechas, saetas -; la ironía y la mordacidad como estilete y un total regocijo en la palabra que nombra y adjetiva; que se enseñorea sobre seres y cosas lamiendo, saboreando, gustando el privilegio de la literatura y manteniendo intacta la convicción de vivir sin alardes ni envanecimientos. En «Vida con mamá», por ejemplo, la simple preparacIón de una receta de cocina activa el devenir histórico: mientras la madre enumera y mezcla los ingredientes, la hija va elaborando una insólita reflexión sobre el éxtasis erótico y el paso de la historia.
Como se sabe, el espejo es una de las puertas por donde entra y sale la muerte, pero en la misma pieza es también el secreto pasadizo por donde se asoma la nostalgia porque la Madre, al mirarse con melancolía en él, se desconsuela: «ver la desaparición de la ciudad fue como si el espejo que ha acompañado a mi rostro desde su infancia, hubiera saltado hecho pedazos».
Pudo haber añadido que también fue derribado el Ángel que sonaba la trompeta desde lo alto del Hotel Majestic cuando el afán de modernidad que sobrevino, tumultuosamente, después de la muerte de Juan Vicente Gómez precipitó el desarrollo urbanístico de la ciudad a partir de los años cuarenta. Un feroz oleaje de nostalgia y melancolía habrían invadido, seguramente, el espacio teatral de «Vida con mamá» porque con aquel Ángel abatido terminaban para Elisa y para mí nuestras primeras adolescencias.
«Vida con mamá» es la pieza teatral más fascinante, madura y envolvente de su autora. Además del aturdido y desordenado país venezolano que vemos entrar y salir constantemente del escenario hay en ella una mordaz alusión a la televisión; referencias al carácter efímero de la gloria cinematográfica a través de los candelabros que la escenografía exige sobre una cómoda; menciones a las divorciadas del cine; preguntas sobre dónde puede estar la muerte del tiempo; estimaciones sobre los consultorios sentimentales como ejemplos de la perfidia burocrática femenina y una mordiente comparación de la democracia con una joyería por su desmedido afán por las condecoraciones.
Siempre estaremos viendo a Elisa Lerner agitando un blanco mantel desde el espacio iluminado que comenzó a hacer suyo cuando por querer ser una niña del Sur terminó descubriendo que todas las orientaciones del tiempo y de la historia se encuentran en su propio corazón y en su mente esclarecida.
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