HORACIO BIORD CASTILLO: RUIDO DE CULEBRA

 

Ruido de culebra

Horacio Biord Castillo

A Xavier, que la enfrentó de principio a fin

Las montañas estaban verdes, inusitadamente verdes para esa época del año, cuando, empezando apenas la sequía, sus laderas suelen vestirse de tonalidades más ocres y amarillas. El calor y la humedad, como siempre, reverberaban en los alrededores del poblado. La iglesia parroquial, pintada de un cálido amarillo oscuro para destacar su antigüedad, presidía el casco central y el trazado de las calles. Días atrás había sentido un ruido extraño al encender el motor de su auto, un vehículo todoterreno que a veces mostraba signos de cansancio y envejecimiento. Sin embargo, con él había recorrido grandes distancias acompañado de amigos y parientes hacia las playas y los llanos, así como por los pueblos circunvecinos.

Aquel ruido no dejaba de preocuparle. En realidad, no resultaba del todo ensordecedor, pero sí preocupante para un conductor acostumbrado a los sonidos habituales de su propio vehículo y a detectar fallas o anomalías que requieren pronto arreglo. No le sonaba a rumor mecánico precisamente y esa impresión estaba lejos de constituir solo un detalle. Tenía un excelente oído musical y para complacerlo, pero sobre todo a su espíritu, trataba siempre de precisar melodías y ritmos. Ese sonido le parecía, en definitiva, casi sobrenatural.

Aquel mediodía regresó de la capital en el ferrocarril, atestado de pasajeros y retrasos en las horas picos aunque más libre a mitad del día. Necesitaba salir al centro a hacer unas diligencias, pero sintió que había llegado el momento de revisar el auto con minuciosidad para dar con la causa del ruido. Encendió el carro animado por la esperanza de que el chirrido hubiera desaparecido por sí solo; sin embargo, se seguía escuchando con gran intensidad. Con determinación, se bajó del carro, levantó el capó que estaba muy caliente y empezó a escudriñar por todos los ángulos y rincones. Revisó las poleas de los correajes y otras piezas, pero no advertía nada significativo.

De pronto, casi por casualidad, a un lado del motor, sobre la varilla para medir el aceite, observó con gran susto que estaba enrollada, replegada y como soñadora, pensó después, una enorme tragavenado, especie de boa cazadora muy común en aquellos lugares. Cerró el capó sin pensarlo dos veces y esperó un rato. Aunque los reptiles le producen grima y miedo, no descartó emplear una rama o un tubo de metal para ahuyentar al bicho. Se dirigió a unos árboles que estaban cerca y encontró algunos palos pequeños que le permitieron tocarlo, oprimirlo y presionarle la cabeza y distintos puntos del cuerpo. El reptil no se movía y permanecía indiferente donde lo había hallado el joven. El sol se tornaba inclemente a aquella hora del día. Pensó que debía empujar el vehículo hacia la orilla de la vía que daba acceso a la urbanización donde vivía. Quizá con el simple movimiento del carro, el animal se moviera.

Unos vecinos lo ayudaron a empujar el vehículo hacia los árboles. Con el capó abierto trató infructuosamente de que la culebra se moviera y saliera de su escondite. Alguien sugirió que se le rociara la cabeza con agua y vinagre a ver si el olor la incomodaba y se iba por su propia cuenta. Una vecina trajo de su casa los líquidos ya mezclados, pero el rociado no surtió el efecto que se esperaba. Otra persona recordó que quizá el humo ayudaría a que el animal se incomodara para respirar y se huyera. Sin embargo, la ubicación de la culebra en el motor del vehículo demandaba mucho cuidado en los métodos que se emplearan para sacarla. Cualquier error podía generar un accidente por la presencia de materias inflamables. Se probaron varias maneras, pero la culebra se quedaba impertérrita, enrollada en los tubos del motor.

La gente se fue dispersando a media tarde, a la espera quizá de que llegara una ayuda especializada. Se había llamado a los bomberos más temprano, pero en ese momento atendían una emergencia en un caserío cercano. La culebra permanecía inmutable en su lecho mecánico, tal vez soñando viajes por muchos caminos y parajes, algunos rocosos como lechos secos de ríos, otros sombreados como los cafetales lejanos, o por la orilla de lagunas artificiales y acequias que ayudan a los agricultores a regar sus sembradíos.

De pronto, como salido de los rincones umbrosos de la arboleda, llegó un hombre con facha de viajero impenitente que parecía venir de los parajes del este, de esos rumbos al menos, de más allá de las otras ciudades de aquel valle que atravesaba un río, otrora más caudaloso, por donde bajaban hacia los pueblos ribereños bongos cargados de productos agrícolas y mercadurías de todo tipo. De esos caminos indescifrables y remotos seguramente venía aquel hombre. Cuando vio el todoterreno estacionado debajo de los árboles, con el capó abierto, se asomó sin mediar palabras con el joven, que era el único que a esa hora estaba aún allí, al lado de su vehículo. «Muchos pueblos a lo largo de la historia han venerado a las culebras como grandes deidades. Algunos las ven como dueñas y señoras de las aguas, otros como representaciones terrestres del Mal. Incluso se comenta que en el Gran Jardín las serpientes recibieron una maldición eterna que las ha confinado a arrastrarse por doquier, sin importar la calidad de los suelos y sus irregularidades”, dijo.

«En las representaciones artísticas y sagradas, algunas culebras aparecen aladas o junto a otros animales, cuyas formas también pueden compartir, para enfatizar de esa manera su carácter sobrenatural, la posibilidad de recorrer tierras innúmeras, cielos y todas las superficies cubiertas de agua». Sus palabras sonaban graves y seguras aquella tarde. «Muchas personas creen que los arcoíris son también culebras, capaces de producir daños y maleficios, o de ofrecer recompensas secretas. En la selva, cruzada por las aguas terrosas del Orinoco, y en las extensas florestas amazónicas se cree que grandes culebras habitan los ríos y remansos y que algunas de ellas tuvieron una actuación fundamental en los días iniciales del mundo, cuando los héroes primigenios de los pueblos originarios boceteaban lo que iban a hacer los mundos, costumbres y palabras de aquellos remotos parajes», precisó.

Una brisa con aroma de samanes y algarrobos refrescaba la conversación. El joven sentía un gran interés por los relatos y dichos del anciano y, a la vez, notaba que lo invadía cada vez con mayor fuerza un vapor somnífero. «Las culebras son seres extraños y poderosos. He escuchado en mis viajes que pudieran ser incluso ángeles caídos tras el triste engaño del Edén. ¡Quién sabe! Siempre habrá un misterio, algo ignoto como los arcanos y la estrella que me convocan. Por eso también se dice que hay culebras buenas y culebras malas, unas sin ponzoña y otras con saliva mil veces venenosa. Hay que respetarlas como a todo ser viviente y tener cuidado, como con todo en la vida». Estas últimas declaraciones llamaron la atención del joven, lo apelaron. Sin haberse desvanecido o llegado a dormir, al escuchar aquello sentía despertarse y como si volviera en sí. «A las culebras no se les debe hacer daño para evitar su furia y las del inframundo», palabras estas que el anciano dijo en un tono apenas audible. Sacándola de un pequeño envoltorio de tela que extrajo de sus bolsillos, comentó que no vendría mal encender una varilla de incienso y la colocó sobre una rama seca junto al auto. «Siempre cargo. Debo llevarlo como ofrenda eterna a la Dulzura». Sus expresiones impresionaron al joven y, sin haberse percatado de cómo se había ido, el anciano ya no estaba junto a él, a pesar de que pocos segundos atrás aún conversaban.

 

A juzgar por el movimiento de las hierbas, parecía que el anciano caminaba por la confusa vereda de un terreno contiguo, rumbo a las calles que morían en sus lindes y que comunicaban con la carretera principal. Un tanto desconcertado por todo aquello, el joven se asomó al motor del vehículo y se percató de que la culebra ya no estaba allí. Sin contratiempos encendió el motor y con sorpresa se dio cuenta de que nada extraño sonaba en el vehículo. Dos o tres veces más apagó y volvió a encender el auto. Ya no se oía aquel ruido. La culebra, definitivamente, debía haberse ido por sus propios medios. No hubo necesidad de espantarla o presionarla con objeto alguno ni con líquidos pestilentes. Tal vez, se dijo, la culebra hubiera entendido a cabalidad, como si fuera persona, las palabras del anciano, una a una, sin perderse ni la más mínima. Todo aquello resultaba poco verosímil, pero sin duda parecía como que si el discurso del vetusto viajero, el aroma del incienso o ambas cosas la hubieran conminado a salir de aquella máquina y a buscar por nuevos derroteros el sitial que le correspondía. Ya no había ruido de culebra, pero sí un misterio por resolver.

                                                         Foto: Horacio Biord Castillo

San Antonio de Los Altos, Gulima, a 6 de enero de 2024, festividad de la Epifanía

(Dibujos originales de Mariángel Villanueva, Ariadna Guarata, Angelina García, Ángel Guarata y Xavier Villegas. Fotografías de Xavier Villegas)

Publicado originalmente en Reporte Católico Laico (Caracas, enero 06, 2024)

URL: https://reportecatolicolaico.com/2024/01/06/ruido-de-culebra/

 

 

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