Antonio Lopez Ortega
Cuando la efemérides apunta a algunos pronunciamientos sobre la situación del escritor venezolano, bien vale la pena asomar un breve balance sobre su situación de hoy y años recientes. De entrada, nada de fondo ha cambiado en torno a lo que se ha dado por llamar la profesionalización del oficio, pues todo sigue dependiendo de su esfuerzo único y solitario. El oficio, por supuesto, no se aprende ni en las esquinas ni en las bodegas; muy al contrario, me temo que sigue surgiendo por generación espontánea, y ya ni siquiera la programación de talleres literarios de otros años cubre el territorio nacional de manera eficiente. Se da más bien lo que, animados por el humor, llaman el ejercicio integral de la profesión, esto es, el escritor que lo es todo: impresor, corrector, diagramador, relacionista, promotor y distribuidor de sus propios libros.
Esto habla, por supuesto, de la situación editorial. Desde el sector público, las prioridades han cambiado drásticamente: se han alejado del mercado, postulan una misión educativa que no se palpa cuando sus ediciones terminan en el mercado secundario y son restrictivos con autores y temas. Desde el sector privado, no hay dólares oficiales para importación, algunos sellos se han ido del país porque no logran repatriar sus ganancias y el marco regulatorio presiona para que sólo sean las casas locales las que editen. La oferta de literatura internacional que muestra la Venezuela de hoy es paupérrima si se compara con la existente en Colombia, México, Chile o Argentina.
Ni hablar de la tribuna internacional, en la que Venezuela sencillamente no existe: ni en la Feria del Libro de Bogotá, ni en la de Buenos Aires, ni en la de Guadalajara, con la excepción hecha de muestras recientes llevadas en los dos últimos años por la Cámara Venezolana del Libro. Los autores que nos representan como delegación oficial pasan a ser un club de amigos. Nuestras ferias nacionales han decaído y ahora son menos, con la excepción de la Filuc de Valencia, que no cesa de crecer; de la Feria de Plaza Altamira, fenómeno de ventas; y de la Filven, cuya última edición mostró apertura, diversidad y públicos entusiastas.
Ante un panorama por lo menos desalentador, lo único que se salva es la creatividad, cuyo empeño sólo debemos a nuestros íngrimos escritores, quienes ni ahora ni antes desfallecen ante nada: son una especie testaruda, que responde siempre a un mandato muy íntimo, donde ni siquiera el país está presente. El país, digámoslo así, se lleva por dentro, como una huella indeleble o como «una mancha de sangre», para recordar un verso del poeta Igor Barreto. Cuando se le preguntaba a Eugenio Montejo la diferencia entre un escritor mexicano y uno venezolano, el poeta contestaba: «La diferencia es que cuando el escritor mexicano camina el país viene detrás».
Más que de lugar y hora del escritor, tendríamos que hablar de extravíos y deshoras, pues sólo cuatro ausencias acaecidas en la primera década del siglo corriente Salvador Garmendia en 2001, Juan Sánchez Peláez en 2003 y Adriano González León y el propio Eugenio Montejo en 2008, todas monumentales, las despedimos sin obituarios oficiales ni coronas florales. Los honores que post mórtem recibió Mario Benedetti, sin duda merecidos, con remitidos que cubrieron páginas enteras en los periódicos nacionales, no pudieron ser emulados por nuestro cuarteto de Alejandría, quienes pudieron bajar tranquilos al sepulcro, pero con la misma soledad que los amparaba cuando escribían. Nuestros autores viajan hacia la inmortalidad, pero el país sólo persigue a fantasmas.
Fuente: , El Nacional, 26 de abril de 2012