EN TORNO AL OFICIO DE ESCRITOR
Ensayo leído por el escritor venezolano Eduardo Liendo, el 27 fe noviembre de 2011, día en que le fue conferida la Medalla Internacional “Lucila Palacios” por obra de vida, en la Sala Cabrujas de Caracas, por el Círculo de Escritores de Venezuela.
“Deleitar con el lenguaje y asombrar con la invención” Miguel de Cervantes
“Nada es real si no lo escribo” Virginia Woolf
¿UN OFICIO SINGULAR?
Es algo aventurada la tarea de incurrir en generalizaciones para explicar una actividad como la del escritor, en la cual apreciamos el talento del individuo y la singularidad de la obra en un lugar predominante. ¿No es acaso la personalidad artística de un autor lo que más admiramos en su condición? Seguramente, son valores singulares los que confirman la genuina importancia de los autores de excepción. Pensamos ahora en Shakespeare y Cervantes, Flaubert y Kafka, Twain y Faulkner, Dostoievski y Tolstoi, Cortázar y Rulfo; para nombrar algunos imprescindibles.
La naturaleza individual de la obra permite dudar de la pertinencia de utilizar una caracterización denominada El oficio de escritor. ¿Sería el mismo oficio el que permitió la creación de Madame Bovary y de Pedro Paramo? ¿De Guerra y Paz y El viejo y el mar? Igualmente sería innumerable la diversidad de las obras considerando el idioma original en que fueron escritas, temas, géneros, escuelas, épocas, estéticas y un extenso etcétera, para intentar idealmente someterlas al modelo de un oficio único. No obstante, pretender esta generalización es un atractivo ejercicio intelectual, de hecho, son numerosos los libros de entrevistas a creadores literarios donde se alude como asunto al así considerado oficio de escritor.
Estas páginas que ahora escribo sin ninguna pretensión letrada, ni mucho menos academicista, -soy un narrador y no propiamente un literato- persiguen ordenar lo que pienso al respecto, apuntalándolo con algunas opiniones que considero válidas e ilustrativas de varios autores. Muchas de ellas contradictorias entre sí.
LA CONDICIÓN DEL LECTOR
La primera cualidad indispensable para el escritor parece ser, o haber sido en una época de su vida, la de un lector muy especial. Un lector interesado, acucioso, voraz, y no pocas veces empedernido. Seguramente en el origen de toda vocación literaria se encuentra una grande y a veces temprana admiración por los libros y sus autores, y luego una intensa necesidad de emularlos.
La escritura literaria, como el canto, se aprende en principio por imitación. Los escritores suelen vanagloriarse de sus lecturas al igual que un atleta con sus pruebas deportivas. Es memorable, al respecto, el testimonio de Jorge Luis Borges: «Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir, yo me jacto de aquellos que me fue dado leer”. Por su parte, el filósofo Juan Nuño expresa un juicio categórico: «La clave de todo buen escritor es la buena lectura. Sin lectura, mucha lectura, siempre lectura, no hay escritor posible. Creer que escribir es esperar a que salgan las setas, por generación espontánea, es equivocarse de medio a medio. Escribir es lo que sobrevive después de muchísimas lecturas. Y de continuarlas sin cesar» (Escritores y escribidores).
La literatura se nutre en buena medida de la misma literatura, por tal motivo, para un escritor (o un autor potencial) leer no es nunca un acto completamente gratuito, puesto que en esa obra leída con particular interés, puede encontrarse un germen de la propia obra. Creo que fue Dostoievski, el autor ruso que pensando en la herencia literaria recibida por su generación afirmó: «Todos hemos salido debajo del capote de Gogol». Y está claro que sin libros de caballería, y su lectura cervantina no existiría Don Quijote como lo conocemos. Ese parece ser el fundamento primordial de todo oficio de escritor: ser un excelente lector. No serlo, por el contrario, implica una seria limitación.
La lectura ilumina al escritor sobre un sin número de posibilidades temáticas y formales; en este sentido, la originalidad debería entenderse como una mezcla personal de múltiples influencias, algunas de las cuales podrían ser no totalmente conscientes para el mismo escritor considerado. Muy frecuentemente los escritores dan a conocer largas listas de aquellas obras y autores que aprecian como fundamentales en su formación, y hasta tratados sobre el tema, a la manera de Los libros en mi vida de Henry Miller. En buena medida se puede afirmar que para un escritor de oficio leer es releer.
En mi propia experiencia de lector me aventuro a mencionar veinte títulos que me resultan sumamente entrañables: Cuentos de hadas chinos, Las aventuras de Tom Sawyer (leídos en mi niñez) Las confesiones, de Rousseau, La madre, Rojo y Negro, Crimen y Castigo, Ana Karenina, Don Quijote, Juan Cristóbal, El Conde de Montecristo, Balzac, de Stefan Zweig, Las ilusiones perdidas, Hamlet, Canto a mí mismo, Muerte en Venecia, Madame Bovary, El lobo estepario, Cuadernos del destierro, Los novelistas y la novela, de Miriam Alott, Pedro Páramo, Nueva antología personal de J. L. Borges, y pienso por lo menos en un centenar de libros más, que me han acompañado largo rato en la travesía de ese extraordinario y apasionante laberinto construido de palabras.
La lectura se constituye en una actividad creativa, al leer en cierto modo recreamos el texto, no exagera demasiado Joseph Conrad cuando sostiene que: “El autor sólo escribe la mitad del libro. De la otra mitad debe ocuparse el lector”. Lo que también puede significar un fuerte estimulo para la propia escritura. Cada texto presupone de modo explícito o implícito los textos anteriores. Lectura y escritura son actividades íntimamente interrelacionadas y complementarias.
LA VOLUNTAD DE CREACIÓN
Al precisar cuál sería la cualidad fundamental de un soldado, el escritor prusiano Karl Clausewich (famoso por su concepción de la guerra como la política librada por otros medios) señaló al valor personal en primer término, puesto que, careciendo del mismo, las otras cualidades del soldado quedarían anuladas. Parece lógico, un soldado cobarde tendría muchas dificultades, sobre todo en tiempos de enfrentamiento armado. Si nos hiciéramos la misma pregunta con respecto a la cualidad fundamental del escritor, supuesto el talento, posiblemente resultaría ser la voluntad, puesto que otras cualidades importantes como la experiencia, la capacidad de observación o el dominio del lenguaje, pierden significación o quedan anuladas si no existe la firme voluntad de crear la obra. Sin voluntad no hay obra. Todos podemos recordar algún personaje, con muchas supuestas potencialidades para la escritura: algo de gracia, no poco ingenio y mucha verbosidad, anunciando siempre, durante años el poemario, el libro de ensayos y sobre todo la novela que según él se encuentra a punto de cuajar. Por supuesto que ya tiene título, epígrafe, apéndice y hasta padrino de la obra, pero pasan los días, los meses y los años y no ocurre el anunciado parto. Casi siempre sucede que las ensoñaciones del frustrado autor no fueron secundadas por una firme voluntad de hacer.
El proceso de la creación según lo refieren muchos autores es complejo y exigente, y puede transitar o transcurrir por diversos estados de ánimo: Ideas, intuiciones, dudas, desánimos, motivaciones, aflicciones, despechos, alegrías y otras manifestaciones, de acuerdo con el temperamento y la experiencia de cada autor. Cada obra es única y, por lo tanto, sujeta a imponderables, si no fuese así, no valdría la pena escribirla. Seguramente un paradigma de la voluntad de creación difícil de superar fue el terco Gustavo Flaubert. Asomémonos a una página de su correspondencia:
“No sé si es la primavera, pero estoy de un humor de perros. Tengo los nervios tensos como hilos de alambre. Estoy irascible sin saber por qué. Quizás la causa sea mi novela. No va, no funciona. Estoy más cansado que si empujase montañas. De repente me entran ganas de llorar. Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir, y yo sólo soy un hombre. A veces me parece que necesito dormir durante seis meses seguidos. ¡Ay, con qué desesperación veo las cumbres de esas montañas adonde quería subir mi deseo! ¿Sabes cuántas páginas habré escrito dentro de ocho días, y desde que regresé de París? Veinte. ¡Veinte páginas en un mes y trabajando siete horas diarias por lo menos! ¿Y la finalidad de todo esto? ¿El resultado? Amarguras, humillaciones, nada que me sostenga, si no la ferocidad de una ilusión indomable. Pero envejezco, y la vida es corta”. (A Louise Colet. Croisset, sábado noche, 24 de abril de 1852)
No obstante, se sabe que el régimen de disciplina de los escritores es muy variable. Los hay rigurosos, que confiesan responder a un estricto horario. Se fijan puntuales tareas y hasta un número determinado de palabras escritas. Son los «jornaleros», los que piensan como Miguel Ángel Asturias que el novelista es «la araña de la literatura», aquellos que «no creen en la inspiración sino en las nalgas», o sea, en el trabajo forzado, según decir de Carlos Fuentes. Y también existe la raza de los lentos, de los morosos que presumen de ser «holgazanes», aunque son persistentes en el cumplimiento cabal de la obra emprendida, como los cuentistas Julio Garmendia y Augusto Monterroso.
En cierta ocasión, en “Calicanto” la acogedora casa de la escritora Antonia Palacios, pregunté a Alejo Carpentier por su régimen de escritura, habiendo sido, como se sabe, un autor prolífico de obras extensas. «El único secreto es la página diaria -me dijo- una página diaria son 365 páginas al año. Más que suficiente. Pero hay que tener la disciplina necesaria para cumplir cada día con la tarea pautada».
Es obvio que se trata de posturas y ritmos de actividad distintos, pero, tanto en «forzados» como en «holgazanes», la constante es la firme voluntad de creación. Aquí vendría al caso como ligero comentario mordaz, el juicio de Raymond Chandler: “Leo constantemente como los autores dicen que jamás esperan que llegue la inspiración; lo que ellos hacen es sentarse en sus escritorios todas las mañanas a las ocho, con lluvia o sol, con los restos de una borrachera, un brazo roto, o lo que sea, y vomitan su pequeña cuota. No importa cuán en blanco estén sus mentes o cuán agarrotados sus cerebros, nada de absurda inspiración con ellos. A ellos entrego mi admiración y mi cuidado de evitar sus libros”.
Sin voluntad de creación no hay obra concluida, y cada autor verá de qué manera acomete su tarea, por lo menos para el gran narrador William Faulkner lograr la obra se sobrepone a cualquier otra consideración: “El artista es responsable sólo ante su obra. Si es un buen artista, será completamente despiadado. Tiene un sueño y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Mientras no se libra no tiene paz. Arroja todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo con tal de escribir su libro”. (William Faulkner, The Paris Review)
LA VOLUNTAD DE ESTILO
Por ser la palabra la forma expresiva fundamental del escritor, es desde el lenguaje y con el lenguaje como este realiza la obra literaria. En cierto modo este hecho hace al escritor más «común y terrestre» que los creadores de otras disciplinas artísticas, quienes cuentan con recursos e instrumentos exclusivos, cuyo funcionamiento no es conocido o dominado por la mayoría de los individuos. La lectura de partituras musicales y el uso de instrumentos que requieren de largo aprendizaje es propio de los músicos; así como el dominio de los materiales y herramientas es indispensable para el escultor; las pinturas, telas y otros variados elementos son manipulados por el pintor, y el cineasta cuenta con un equipo sofisticado, todo lo cual determina que sus creaciones sean productos algo distanciados del conocimiento del común de los individuos, en tanto hacedores. El lenguaje, por el contrario, es patrimonio y vehículo de comunicación permanente de casi la totalidad de los individuos de una específica comunidad idiomática. Es con esas mismas palabras de su lengua y no con otras, con las que el escritor debe pretender la excelencia expresiva. El encanto de una escritura de alto valor estético. Crear belleza, con la misma lengua que gasta, manipula utilitariamente y muchas veces degrada (aunque, paradójicamente, también modifica y enriquece) el común de sus hablantes. De allí la importancia de la voluntad de estilo en el oficio de escritor, por lo cual, como afirmara Jean Paul Sartre: «Nadie es escritor por haber decidido decir ciertas cosas, sino por haber decidido decirlas de cierta manera». En esa «cierta manera» radica el estilo y, por lo tanto, el valor de la prosa y, por supuesto, en mayor grado en la poesía como logro estético.
Es conocido que a la excelencia del texto se llega casi siempre mediante un riguroso proceso de elaboración y decantación. De atención a la armonía de la forma, de despojo del lugar común, de limpieza de gazapos y ripios, de arduo perfeccionamiento. Tal vez considerando este proceso de revisión crítica, una de las maneras más certeras y permanentes para su estimación ha sido la utilizada por el conde de Buffon científico, humanista y escritor francés, que en el ya lejano siglo XVIII consideró al estilo como «una larga paciencia».
Indagando acerca de una posible definición conceptual más o menos sucinta tropiezo con el siguiente juicio: “El estilo es un concepto que puede definirse desde distintas perspectivas, pero por lo general se caracteriza por una serie de elecciones condicionadas por la intención y la situación. En el caso de los textos literarios, la intención es artística, y la función producir placer estético en el lector al tiempo que se le estimula intelectualmente”. Nina Melero (Letralia). Esta reflexión sobre el estilo encaja perfectamente con lo que afirma sobre su actitud escritural la gran escritora Margarite Yourcenar:”Escribir es una elección perpetua entre mil expresiones ninguna me satisface, y sobre todo no me satisface sin las demás”.
La clave es elección perpetua, el escritor, por ejemplo, en cierto momento, tiene que optar entre las palabras rabia, ira, cólera, furia, furor, arrechera, iracundia, bravata, balandronada y otras, para expresar un estado de ánimo irritable. Esa combinatoria particular de las palabras va conformando el texto y estilo del mismo. El narrador y poeta Cesare Pavese apunta lejos en esa dirección cuando afirma que:”Una vez escrita la primera línea de un relato ya todo está elegido, el estilo, el tono y el cariz de los hechos. Dada la primera línea, es cuestión de paciencia: todo el resto debe y puede salir de ella”. Por nuestra parte, pensamos que el tema y el tono influyen decisivamente en el estilo.
Atendiendo a la cualidad siempre perfectible del estilo, podría afirmarse que, en literatura, escribir es reescribir. El escritor realizaría tantas versiones como fuesen necesarias hasta alcanzar, según su subjetividad, el acabado de su obra: «Un poema es el último borrador que llevamos a la imprenta», sentenció Baudelaire. Son numerosos los escritores que aluden a este arduo proceso de reescritura. Por ejemplo, un testimonio de Flaubert da cuenta de nueve versiones de Madame Bovary, hasta llegar a la definitiva; también García Márquez refiere haber escrito ese mismo número de versiones de El Coronel no tiene quien le escriba: «Hasta que la sentí como hablaba mi abuela», comenta. Por mi parte, con la modestia del caso, puedo asegurar que nunca hago menos de tres versiones de mis novelas o cuentos, el primer borrador manuscrito, luego el texto transcrito antes por la máquina de escribir, ahora por la computadora, y una nueva reescritura con ajustes y correcciones de estilo antes de la entrega al editor. Los escritores suelen hacer otras correcciones finales durante el proceso de revisión de las pruebas de imprenta. El notable poeta José Emilio Pacheco al ser interrogado:
¿Y cuándo sabe si un texto es bueno o malo?
Responde: “Eso me costará decirlo. Tal vez uno si tiene la intuición de lo que está bien. El problema es que es una intuición provisional, porque después de que sale el libro sigo corrigiendo… Soy un horror para los editores”.
Son pocos los autores que hablan de una única y definitiva versión de sus textos literarios, publicados prácticamente sin alteraciones. Representan la excepción. Por supuesto, no tomamos en consideración aquí a los que, careciendo de exigencia en el ejercicio escritural, no procuran obtener un producto literario formalmente logrado.
Es muy aleccionadora la forma en la que el escritor y periodista Gay Talese nos da a conocer su método y estilo de trabajo:
“Siempre sigo dándole vueltas a una frase hasta que llego a la conclusión de que carezco de la voluntad o la habilidad para mejorarla, y entonces paso a la siguiente. Al final –eso puede tomar días, una semana entera- reúno suficientes frases escritas a mano como para formar un párrafo y suficientes párrafos como para llenar tres o cuatro páginas de la libreta amarilla. Ahí es cuando por lo general hago a un lado el lápiz y me paso al teclado de mi Olivetti, o de la IBM, o del Macintosh LLci, y comienzo a transcribir lo que he escrito a mano”.
“Mi curiosidad me lleva en distintas direcciones, pero hasta que no invierto mucho tiempo –meses, años- no tengo certeza de que el tema elegido es capaz de mantener mi interés. Algunas veces arrojo a la basura varios borradores de lo que he escrito, mientras que otras veces los conservo, los archivo, los vuelvo a leer uno o dos años después, los reescribo y tal vez vuelvo a archivarlos, o decido que después de todo no valen la pena, así que los rompo y me deshago de ellos para siempre”.“Con frecuencia, escribir es como conducir un camión por la noche sin luces, perderse en medio de la carretera y pasar una década en una zanja”. (G.T. Vida de un escritor)
LA MUSICALIDAD:
En el texto existe un ritmo y un tono, es la respiración de las palabras, más bien de la escritura. Se escribe con el oído. En algunas grandes obras se siente, de trasfondo, algo sonoro y poderoso como el oleaje del mar. En este sentido sólo aspiro ser un decoroso músico. Un turpial, si no se es un canario cardenal o un ruiseñor gentil.
La deuda:
Sin los libros que me señalaron, el escritor no existiría. Si de golpe, me quitaran todo lo que la lectura me ha dado, sería el hombre más pobre del mundo. El más indigente.
Responsabilidad y destino:
Proceder como una conciencia libre es un alto valor que el escritor debe reivindicar, la capacidad de disentir, de no subordinar dogmáticamente su inteligencia ante ningún poder. Cuando el escritor enajena su conciencia, deja de ser propiamente un escritor. Deja de ejercer la soberanía personal, y su palabra pierde resonancia.
La mejor literatura es el más hermoso espejismo de permanencia, eso experimentamos después de leer Don Quijote, Hamlet, Madame Bovary, El canto a mí mismo, La metamorfosis, Pedro Páramo. Mi padre el inmigrante.
El escritor, por muy desamparado que se encuentre, por suicida que sea, es el amante preferido de la existencia. Por eso quizás, aunque lo niegue, su mayor desafío es vencer a la muerte con el filo de la palabra. La muerte tiene brazos de molinos de viento.
(Texto parcial del trabajo titulado En torno al oficio de Escritor. 2011)
Lo más bonito de su charla para mi, el espacio abierto, fuera de la Sala, me sentí en un jardín, lo escuché con atención mientras las palmas, el verdor, los reflejos del sol, le hacían marco a su decir, todo esto me facilitó seguir su canto, su ritmo, su…, hermosa charla, hermosa mañana para recordar.