Por Alvaro Pérez Capiello
El hombre contemporáneo cada vez más ligado a la férrea dictadura de los relojes, a los vaivenes de la economía, al tráfico y la polución ambiental, busca escapar de los rigores de la cotidianidad usando diversos vehículos, entre ellos: la lectura. Un buen libro suele ser un excelente compañero para esas aburridas mañanas dominicales, donde hasta el sol le es difícil entrometerse en los patios y desnudar la intimidad del hogar. En años recientes, las cifras de ventas de textos de autoayuda, sanación holística, metafísica, yoga o medicinas alternativas para el cuidado del cuerpo y el espíritu, prácticamente se han disparado, así como los tirajes de libros de ciencia ficción, al más puro espíritu de Harry Potter, Las crónicas de Narnia, o El señor de los anillos. Tal vez, aunque suene un tanto descabellado, ese niño que todos llevamos dentro nos exija, por momentos, acudir a una escuela de brujos con escobas voladoras, mandrágoras parlantes, cuadros que cuentan historias y lechuzas mensajeras.
Quizás, el mito del león Arslam luzca más cercano al milagro de la muerte y resurrección de Cristo de lo que cualquiera estaría dispuesto a reconocer. La verdad, es que los autores de ficción toman elementos del mundo real para componer sus soñadas invenciones, ¿cómo no tributarle a la tuberculosis pulmonar de Virginia Clemm, un rasgo de paternidad en La máscara de la muerte roja? Será difícil aceptar que los viajes de Joseph Conrad marcaron mucha de la producción literaria del autor de Una avanzada hacia el progreso, o que las terribles condiciones de la Inglaterra, de la Primera Revolución Industrial, no estén descritas admirablemente en los mejores relatos de Charles Dickens. Sí, ningún artista es ajeno a su circunstancia, a pesar de que la obra terminada es una entidad viva, separada de las alegrías y las tragedias, de su creador.
Muchas compañías vinculadas al negocio del entretenimiento han obtenido excelentes dividendos vendiendo sueños anclados en los confines del reino de la imaginación. Tal es el caso de Disney Entreprises, con sus parques temáticos en California, Florida, París y Hong Kong. Cada ser humano puede llegar tan lejos como desee, montado en las alas de la fantasía. Este fenómeno no es exclusivo del siglo XXI, de la era de las microcomputadoras y los viajes al espacio, como muchos se verían tentados a creerlo. El Hombre Magdaleniense, habitante del Paleolítico Superior, nos ha legado importantes evidencias acerca de su particular visión del mundo, en cuevas como Lascaux (Francia) y Altamira (España), verdaderas catedrales plagadas de símbolos que nos remiten a un pensamiento mágico. Cruces, con o sin desarrollos laterales, flechas, figuras de grandes herbívoros en movimiento, nos hacen suponer que tenemos por delante una inmensa catedral hilada de asombros, una reverencia a lo natural. Recordemos el éxito de aquellas series televisivas de los ochenta y finales de los setenta: La dimensión desconocida, Mi bella genio, Hechizada, o Mork del planeta Ork. Ellas, nos envían a universos paralelos, puertas bidimensionales, encantamientos que desaparecen objetos, civilizaciones extraterrestres, entre otras menudencias del dilatado campo de lo paranormal y las ciencias ocultas.
La imaginación no es, entonces, un privilegio de los escritores, de los tontos y románticos, quienes se aferran a lo imposible como excusa en aras de evitar enfrentarse a los ejércitos de la realidad. Por el contrario, es una cualidad netamente humana, que ha potenciado el avance del arte y de la ciencia a lo largo de los siglos. Como lo diría Goethe, en 1781, en una carta a su madre: “A pesar de mi viva imaginación y de mi predilección de los actos humanos, siempre permaneceré ignorante del mundo en medio de una eterna infancia…”
*Álvaro Pérez Capiello es venezolano, novelista, cuentista, crítico de arte, escribe para diarios y revistas de Venezuela y del extranjero. Es Miembro del Consejo Consultivo del Círculo de Escritores de Venezuela