por Eduardo CASANOVA
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Siempre me ha interesado el fenómeno de los grandes poetas nacidos en pequeñas poblaciones. Miguel Hernández, nacido en Orihuela (pequeña y bella ciudad de la Comunidad Valenciana, ubicada en el sur de la provincia de Alicante y capital de la comarca de la Vega del Segura) el 30 de octubre de 1910 y muerto en Alicante el 28 de marzo de 1942, virtualmente asesinado por la dictadura falangista de Francisco Franco, es uno de los casos más impresionantes: su primer poemario, “Perito en lunas” fue escrito por un pastor de cabras en octavas reales, emparentadas con el gongorismo, que es una de las formas de poesía más difíciles y menos accesibles a un poeta de provincia. Por supuesto, Miguel Hernández no se quedó en Orihuela sino que vivió en Madrid, pero si se hubiera quedado en Orihuela no existiría, estoy seguro, ninguna diferencia entre lo que compuso en su terruño y lo que compuso en Madrid. Vicente Gerbasi, el más importante de los poetas venezolanos, nació en Canoabo, pequeña aldea montañesa ubicada en Carabobo, cerca de Aguirre –cuyo nombre lo llevó a escribir un bello libro sobre el Tirano Aguirre, uno de los personajes más extraños del mundo español–, y murió el 28 de Diciembre, día de los Inocentes, de 1992, en Caracas. Su primer libro, “Vigilia del Náufrago”, fue también una obra de gran calidad, de un nivel que generalmente se atribuye a los poetas de grandes ciudades. Claro está que el poeta Gerbasi no se quedó en su aldea sino que viajó nada menos que a Florencia y pudo dialogar con el Dante y con Miguel Ángel antes de regresar, no a Canoabo sino a Valencia, para vivir después en Caracas, en Colombia, en Chile, en Israel, en Dinamarca y en Polonia. Otro gran poeta venezolano de nuestro tiempo, Alberto Hernández, nació en Calabozo, no lejos de Guardatinajas, en 1952, y luego de una infancia viajera que lo llevó a las cercanías de Valencia (la Nueva Valencia del Rey, de Venezuela) pasó una buena temporada en España, en Madrid y en otros territorios, entre ellos el de un carcelazo político en Carabanchel, para regresar y establecerse, aparentemente anclado, en Maracay, que fue en donde lo conocí y conocí su poesía allá por 1979, y en donde llevaba adelante la aventura de una bella revista llamada “Umbra”, que quisimos convertir en espacio físico y casi lo logramos. En aquellos días quedé maravillado con su poemario “Amazonía”, y no mucho después le transmití mi emoción a Vicente Gerbasi, que la compartió de inmediato. Y en mi mente se hermanaron los casos del gran poeta nacido en Canoabo y en gran peta nacido en Calabozo, aunque me enteré también de que aun cuando según los papeles oficiales nació en Calabozo, en realidad vio la luz en Guardatinajas, una bellísima aldea terminal, llanera, dotada de un encanto que la convierte en poesía. Tal como poesía es Canoabo.
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Ahora, muchísimas nubes después de aquella aventura encerrada entre vidrieras, al leer PUERTAS DE GALINA (Editorial Memorias de Altagracia, Caracas, 2010, 68 p.) entiendo de golpe el por qué de mi interés: se debe a que mi caso es muy parecido al de Alberto. Yo nací en Caracas, oficialmente y de acuerdo a los documentos oficiales, pero vi la luz en realidad en Tinaquillo (Nuestra Señora del Socorro de Tinaquillo, fundado el 5 de diciembre de 1781, que era entonces –final de 1939– un pequeño pueblo perdido entre colinas, no lejos de Valencia, Tinaco y San Carlos y que ya tenía un Hospital, fundado en 1937 por el doctor José Rafael Rotondaro). Mi madre, por culpa de una vaca que metió la cabeza por la ventana del dormitorio en donde sesteaba plena de inocencia mi hermanita, optó por ignorar la existencia del hospital de Rotondaro y emprendió un viaje lleno de riesgos hasta Caracas, en donde parió recién llegada. Pero mis primeros meses los viví en Tinaquillo, y luego estuve en Barquisimeto, Maracay y Ciudad Bolívar, hasta que poco antes de cumplir los nueve años me establecí (me establecieron) por fin en Caracas. Después viví en Buenos Aires, Copenhague, Beijing, y conocí muchísimos puertos y muchísimas ciudades encantadas, y descubrí que amaba la poesía.
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Alberto Hernández miente o se equivoca al calificar de “ciudad imaginada” a Galina (p. 9). Galina existe, tal como Guardatinajas, Calabozo, Canoabo, Valencia, Caracas y Tinaquillo. Yo estuve en Galina. Fui a Galina con Alberto Hernández. Conocí sus calles empedradas que se llenan de lodo cuando llueve como suele llover en el Llano. Y vi sus colinas y sus montañas nevadas, pero sobre todo, desde su orilla, admiré el horizonte llanero que se pierde en las nubes, en donde algún cerdo travieso se alimentó de líquidos inmundos por capricho del flaco Hernán Hernández, hermano de Alberto. En Galina oí a Vivaldi y a Bach, y cerca de allí escuché los gritos maravillados y escatológicos de Antonio Estévez cuando se enteró de que Solistas de Venezuela tocaría obras de Vivaldi y de Bach en Guardatinajas, en una pequeña iglesia cuya llave se guardaba en una taberna rural, calle por medio. Oí en Galina a un sabio que con voz aguardentosa hablaba de la Tercera Ley de Newton, y me di cuenta de que casi todos los personajes de mis primeras novelas, “Los caballos de la cólera” y “La agonía del Macho Luna”, nacieron y vivieron en Galina mucho antes de que yo la visitara en compañía de Alberto Hernández. Y fue entonces cuando pude entender el misterio insondable de Galina, que tiene sólo esa capilla de la llave en la pulpería, pero tiene muchas iglesias con antiquísimas piedras sepulcrales y, sobre todo, tiene sus pequeñas casas arrejuntadas, con techos de tejas artesanales, pero tiene enormes palacios y castillos que el siglo XX convirtió en grandes museos que turistas gringos visitan para repetir, uno tras otro, los mismos lugares comunes que están en los libros y folletos que compran al mayor en los quioscos de periódicos. En Galina, es cierto, nació Alberto Hernández, digan lo que digan sus papeles oficiales, y también Vicente Gerbasi, y el Dante, y Miguel Ángel y Michelet y Paul Valéry y Swedenborg y Humphrey Bogart y Arnaldo Acosta Bello y Manuel Bermúdez y Eliseo Diego y Raúl Betancourt y Rafael Cadenas y Orlando Araujo y Pancho Massiani y Carlos Contramaestre y Mari Cabaleiro y Emilio Agra y Carlos Vitale y Teófilo Tortolero y Emilio Arévalo Braasch y Guillermo Loreto Mata y Rubén López y Mercedes Ascanio y Efraín Hurtado y Aly Pérez y Carlos Ramos y José Lezama Lima y Pepe Barroeta y María Antonieta Flores y Eugenio Montejo y Adriano González León y Jesús Alberto León y José Emilio Pacheco y Silvia Plath y Pablo Neruda y Antonio Skármeta y Miguel Ramón Utrera y los hijos de Alberto y los hermanos de Alberto y los padres de Alberto y muchos, muchísimos otros. Y yo. Tantos nacieron (tantos nacimos) en Galina, que en cada una de sus muchísimas casas y en cada uno de sus muchísimos edificios hay tarjas que recuerdan al viandante quién nació allí. Tanto es así que Gustavo Adolfo Bécquer, empeñado en nacer también en su espacio y sin saber que era cierto, dijo aquello de que “Galina es la poesía”.
Pero lo más importante de Galina no son sus casas ni sus edificios ni sus monumentos ni sus muchas tarjas ni sus museos ni sus catedrales ni sus avenidas arboladas ni sus horizontes infinitos y sus aeropuertos, sino sus puertas.
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Por las puertas de Galina se llega a muchos lugares, a muchas grandes ciudades, a muchos espacios portentosos. Por la primera de ellas se llega a Guardatinajas, junto al río Tiznados, por la segunda a Calabozo, por la tercera a Valle de la Pascua, y por las otras a Valencia, a Maracay, a Caracas, Barcelona, Madrid, Salamanca, Alcalá, Compostela, Lavapiés, Ceniza, Tánger, Marruecos, Canoabo, Florencia, Vibonati y muchísimos otros lugares, todos los sitios en donde existe, en donde vive, la poesía. Aunque Alberto Hernández, quizá confundido por su propio rostro de árabe, se empeñe en decir cosas como
Velado por la noche
por la brisa que sacude las horas,
mi cuerpo retorna al limpio aire
del silencio.
Quien entra
cierra la puerta.
El mundo se rompe bajo mis pasos.
Y trate de convencernos de que es “La última puerta” (p. 64), por aquello de que el mundo se ha roto bajo sus pasos. Alberto es un ángel y no puede haber nada más distante a Atila que un ángel. Sobre todo si es poeta.
Alberto Hernández, gran poeta, ensayista y editor venezolano. Es un privilegio contar con él como integrante del Círculo de Escritores de Venezuela.