Carlos Benito Losada Pérez nació en Caracas, donde se formó como ingeniero electrónico. Ha recorrido distintas geografías —Reading, Santiago de Chile, Basingstoke— llevando consigo la memoria de los afectos, los gestos heredados y la búsqueda de sentido en cada pausa. Desde muchacho cultiva la escritura de relatos y poesía como un acto de permanencia, una forma de nombrar lo que se muere y lo que queda. La fotografía y la cocina lo acompañan como otros lenguajes del reencuentro, conectando sabores con recuerdos. Los cinco poemas que ofrece en esta publicación, entre ellos Aquí sigo, son testimonio de esa mirada que enlaza raíces y presente. En ellos, Carlos Benito se convierte en verbo, en presencia y en posibilidad: un canto sereno que dialoga con la historia familiar y con el tiempo que insiste en permanecer.
El lugar que aún les pertenece
Hay días en que las ilusiones parecen delgadas como el vapor del café.
Antes se encendían como faroles: señalaban viajes, cenas con amigos, llamadas por hacer.
Tenían ritmo, urgencia, incluso un poco de vanidad. Se creían imprescindibles.
Ahora caminan en puntillas.
Se esconden en un correo cualquiera, en un saludo inesperado,
en un verso que se aparece sin llamar la atención.
Las reconozco por su perfume discreto,
ese que mezcla promesa con duda sin pedir respuestas.
Las escucho cuando abro la ventana y el aire me trae
una memoria que ni siquiera sabía que extrañaba.
Ya no hacen fila en mis mañanas,
pero se deslizan por los costados, como gatos que aún reclaman
su rincón en la casa, aunque nadie les dé permiso.
Las ilusiones siguen ahí.
Solo que ahora no necesitan protagonismo para quedarse.
Las cuentas del tiempo
Los días pasan,
sigilosos como hojas sueltas
en un calendario gastado.
La entrega fue un río constante,
lento, persistente,
como quien riega un jardín
sin esperar la flor.
El eco de lo dado
se pierde en el viento,
se disuelve en palabras que no llegan,
en silencios que pesan
más que el oro.
No importa cuánto se dio,
ni cuántos inviernos quedaron atrás,
al final,
el valor es moneda ajena,
y la memoria,
un libro sin firma.
Inventario en voz baja
No nací sabiendo
pero nací buscando,
con un par de dudas bien puestas
y un puñado de asombros mal disimulados.
Fui outsider por vocación,
testigo curioso de mis propias decisiones,
de mis tropiezos también,
aunque a veces me gustaría
un descanso del espejo.
Me enamoré como se debe,
a ratos con premura,
a ratos con el alma
y encontré compañía duradera,
no promesa: presencia.
Dos hijos prestados por la vida,
uno allá en Chile
donde una nietita, la Victorita,
pinta con risas mi nostalgia
el otro en Alicante,
donde la distancia tiene nombre propio.
A veces extraño lo que no supe nombrar:
mi juventud en llamas,
el cuero firme y la espalda erguida,
las reuniones en PDVSA
donde gerenciar tenía sentido,
porque escuchábamos de verdad.
Y cómo extraño Venezuela,
con su olor a mango maduro,
con su acento que nunca me dejó,
con mi mamá,
que todavía me habla de cosas sencillas,
como cuando pico la cebolla, el pimentón,
o le pongo la tapa a la olla del arroz.
Cocino bien, sí,
aunque a veces creo
que la mesa ya no espera mi sazón,
pero igual sirvo el plato
por si un día se sientan
y miran.
Porque aún me siento solo,
pero sé que no estoy vacío.
Mientras haya palabras
y tiempo para decirlas,
todavía me quedo
a contemplar
cómo la vida
sigue saliendo al sol,
muy a pesar de nosotros.
Dos patrias, un corazón
Migré con el viento al otro lado,
con los bolsillos llenos de memoria,
con la patria doblada en la maleta
y el corazón partido en dos fronteras.
Aquí el sol me calienta distinto,
las calles me nombran sin conocerme,
el pan tiene otro aroma
y el idioma se acomoda entre mis sueños.
Allá, en la otra orilla,
quedan voces que envejecen sin promesas,
quedan amigos contando los días,
y quedan luchas que parecen eternas.
No reniego de mi suerte,
del refugio que me dio otro suelo,
pero es extraño celebrar victorias
sabiendo que otros pelean por migajas.
Así es la distancia:
un puente que no cruza del todo,
una sombra que a veces pesa,
una raíz que, aun lejos, sigue creciendo.
Aquí sigo
Aquí sigo
como quien encuentra en el caos
una nota amable
y la guarda como amuleto
entre e-mails revueltos.
El olor de la torta de queso en el horno —
esa que me ha gustado desde la universidad —
todavía me trae recuerdos claros,
de manos que construyen,
de caminos que no se olvidan.
El cansancio persiste,
pero ya no como carga,
sino como señal de que cada paso deja rastro,
de que el exceso de foco
también marca la piel del día.
Aquí sigo,
con una esperanza que no hace ruido,
pero se enciende en la mirada de los que me rodean.
Con recuerdos de mi mamá cocinando palabras reconfortantes,
con amigos que aparecen sin ser llamados,
como tregua.
Con versos que logran
lo que ningún plan consigue:
dar sentido a lo que no tiene manual.
Aquí sigo,
y si el camino no está claro,
mi faro se vuelve poema.
Porque como dice mi poeta preferido:
“aunque el alma tenga manchas, puede hacerse tinta nueva…”
Bueno, ya no usamos mucho la tinta,
solo teclas que se repiten hoy y mañana,
y estos dedos míos,
que hoy también se niegan a rendirse.
Y sigo,
como quien confía
en la bondad de los días que aún no han llegado.
Como quien pone una palabra en remojo,
esperando que florezca poema.
La ruta no siempre se dibuja con líneas rectas,
a veces se revela en curvas,
en olores compartidos,
en teclas que suenan como un corazón sincero.
Porque el futuro también se escribe
con el cansancio que se convierte en fuerza,
y con la certeza serena
de que seguir —solo seguir—
ya es un gesto de magia.
Gracias a Carlos Benito Losada Pérez
Editora: Carmen Cristina Wolf