Fotofrafía: Mariam Krasner
Por Alberto Hernández
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Desde el mismo instante del poema, el autor designa su patria. La de Armado Rojas Guardia comenzó cuando trazó el primer verso que lo consagraría como uno de los poetas más importantes de nuestro país. Su dedicación a la escritura poética lo elevó al respeto que varias generaciones sienten por él y por su indagación acerca del pensamiento filosófico, reunido en los títulos “El dios de la intemperie” (1985), “El calidoscopio de Hermes” (1989) y “Diario merideño” (1991), publicados por las editoriales “Equinoccio”, de la Universidad Simón Bolívar, y “el otro el mismo” de la ciudad de Mérida.
El poema para pensarlo, entonces, encontró cauce en estos volúmenes que revelaron el carácter reflexivo de un hombre que no dejó de escribir mientras hablaba.
Su bibliografía, concentrada en “Del mismo amor ardiendo” (1967-1975), “Yo que supe de la vieja herida” (1985), “Poemas de Quebrada de la Virgen” (1985), “Hacia la noche viva” (1985-1988), “La nada vigilante” (1996), “El esplendor y la espera” (2000), “El principio de la incertidumbre” (1994), “Crónicas de la memoria” (1999), entre otros trabajos, da pie para afirmar que la patria de Armando Rojas Guardia estaba y está radicada en la poesía, y que la poesía es la patria que alberga la memoria de este autor venezolano, quien por gracia de su bondad fue quien me propuso como miembro de esta honorable Academia de la Lengua en representación del estado Aragua.
Estas palabras, las que dejo al arbitrio de ustedes, estimados oyentes, son un homenaje a este poeta caraqueño que también formó parte de esta casa y ahora forma parte de la casa universal.
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De toda su obra se ha hablado mucho. Se ha navegado en el mar de sus imágenes. Su verbo, anclado en la belleza, reunido en los libros ya mencionados, conforma un estado de ánimo, un élan vital que ha enriquecido nuestro paisaje poético.
Armando Rojas Guardia es todos sus libros, pero me quiero referir específicamente a “Patria y otros poemas” (Editorial Equinoccio, Caracas, 2008) porque es el poemario del dolor de un país que no ha terminado de emerger de la sombra.
Es un libro que define al Armando Rojas Guardia apegado a la historia de su país, a los dolores de una Nación que fue pasado y que ahora es el pasado de un presente aturdido.
Para no dejar duda de esa afirmación, al final de este trabajo mostraré algunos poemas que hacen parte de este libro que debe ser leído con todos los sentidos. Un autor que es lengua viva, castellano de nuestro inmenso patio español americano, castellano doliente. Idioma consagrado a decir lo que la poesía siempre ha sido capaz de decir.
La poesía de quien hablo entra en Dios y abarca un mundo que va más allá del diario devenir. Rojas Guardia es el poeta de la divinidad. Entregado a su fe, hizo de la palabra verbo mayúsculo.
Cada uno de sus libros anda en los pasos que su creencia favoreció en imágenes íntimas, sagradas y carnales.
Dicho queda con estas palabras recogidas en su ensayo “Los dos polos de Antígona”, nuestro autor resume su paso por el mundo, por el pensamiento que lo definió:
“La única manera de que la tragedia, la que enmarca perennemente nuestras vidas individuales dentro de la comunidad política, no degenere en melodrama, y por eso mismo se haga incapaz de elevación y grandeza, consiste en mantener irreductiblemente la necesidad binaria de ambos espacios antagónicos y sin embargo hermanados: el de la conciencia personal y el de la vida en común que no convoca y reúne”.
Así queda el calco de su tránsito vital. El de su tránsito poético, dueño de una lengua que nos autoriza a nombrarlo con todas sus letras, con toda la fuerza de su talento.
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La tierra, “la de otros muertos”, como confiesa Marguerite Duras en La mar escrita, consigue lugar en algunos de los versos que se agitan en Patria y otros poemas de Armando Rojas Guardia (Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 2008). Y lo afirmo con el rigor que podría conferirme una lectura donde el presente, éste que escuece y enferma, es el más desaforado compañero. Admito que la poeta francesa tiene en la muerte una tumba clausurada, con los datos de los enterrados, asunto que no toca la poesía de Rojas Guardia, quien recorre la carne viva de hombres vivos —ellos llevan la tumba a cuestas—, que morían a diario sin epitafio alguno o escondidos en los sótanos y catacumbas de nuestras dictaduras. O de otras ajenas, que se nos hicieron cercanas y propias.
Marguerite Duras pregunta: “Quiénes son ustedes, sin ese anonimato, esa patria reciente, moderna, la de otros muertos, la de esa infancia muerta en combate con su cuerpo”. Y deja el tema pendiente, para luego entrar de nuevo en la muerte hasta el punto final, “perfecto”, del poema. La narrativa de este texto configura la “catástrofe” que una vez anunció Lacan —citado por Jacqueline Goldberg— a propósito de la desaparición de quien escribe, para darle paso a quien lee: una muerte, un nacimiento. Así, en Rojas Guardia tanto escritor como lector se hacen una sola tragedia, un momento del lugar y del sentir por una tierra, por una gente, por una particularidad de los afectos: el padre, el loco, el insomne, el que estuvo preso, el que ya murió y ha quedado como una gota de ácido sobre la conciencia de un país.
Este libro de Rojas Guardia, con once presencias cuya fuerza y densidad forman parte de una conmoción que une a poeta y lector en una suerte de lucha por deshacerse del niño que una vez fue testigo o víctima de esa experiencia, la de haber vivido en un territorio donde la maldad política, la tortura y la prisión eran los platos fuertes de la existencia. Digo, este libro del autor caraqueño muda el tiempo: nos trae el pasado y lo coloca sobre la horma de este presente que agobia, que desfigura la palabra patria y la convierte en un ahogo.
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“El cuerpo que se desvanece para dar realidad a la mirada”, así lo dice Guillermo Sucre en el ensayo de su imprescindible La máscara, la transparencia, el titulado “La última lectura”, y con el que cierra con una pregunta de Lezama Lima que queda colgando en la línea final del voluminoso tomo: “¿Leer es poseer el libro de la vida, donde tiene que leerse nuestro nombre, y ya, no somos poseídos?”. Podría parecer exagerado, pero estas dos reflexiones animan la lectura, la hacen más renuente a ocultarse con el escritor, con el que escribe y se abandona al sonido lejano de las imágenes. Dos pronunciamientos, uno toca la llaga, la herida, los pies hinchados por los grillos. Otro define la fuerza de una “realidad”, para muchos desvaída, que aún late en la memoria, en la vida de quienes la regresan en versos y la hacen de nuevo vida. Poseído por la vitalidad de la memoria, Rojas Guardia rescribe el país, la patria que le ahonda, que lo subsume, que lo desfallece. “Patria” —entonces— es el poema de “había una vez” y el poema de “hoy te quedas, quizá mañana”. Son dos tiempos en dos cuerpos, en dos países que terminan en un uno. En un solo instante que hizo escribir a Gabriela Kizer: “Patria” es imagen y, como tal, revela y oculta, permite el destello de la oscura clave —el cuerpo ajeno, ávido, otro— que somos”. En efecto, esa “patria” hemos sido todos revelados o escondidos, libres o presos, pero más, un hombre, cualquiera, sometido al escarnio de cadenas alrededor de los tobillos, al ring, a la piqueta, a la electricidad en el escroto, a la burla, a la humillación en nombre de un nombre, en nombre de algún héroe, de una bandera, en nombre de la patria de quienes humillan.
El poema se lee y se duele: “Alguna vez amamos, o dijimos amar, / la terquedad sombría de su fuerza. / La voz del padre enronquecida / al evocar calabozos, muchedumbres, / hombres desnudos vadeando el pantano, / llanto de mujer, un hijo / y más arriba (¿dónde arriba?) / el trapo contumaz de una bandera. / Supimos, lenta y vagamente, / que lo imposible te buscaba / extraviándote los pies…”.
La “patria”, la del poema, la de aquel país del padre torturado, tiene el mismo miedo y el sudor de ésta en la que alguien arrastra el presente y lo hace pasado.
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El libro viaja en su interior. Una apuesta, un naufragio de quien lee y luego escribe: el libro comienza con “Patria” y termina con “La desnudez del loco”. Son los extremos de un mismo tema, de un mismo golpe. Y afirmo apuesta y naufragio porque quien busca en el resto de las páginas la continuación de la ofrenda, queda suspendido, en equilibrio, en vilo, en las imágenes del “Retén judicial” (“La soldadesca ríe y las antorchas / iluminan mi frente, señalándome. / Ustedes somos todos, somos él / llevado a declarar, fotografiado / en todos los archivos, los prontuarios, / las actas judiciales de Judea”). Otra instancia de la tortura. Se trata de aquel hijo en uno de los versos del texto que le da nombre al libro, que es testigo del “paseo” que hace el padre a los tribunales. Pero después Rojas Guardia nos saca del lugar y nos lleva, una vez oído el canto del gallo, seguramente el mismo que anunció las negaciones de Pedro, a la luz, a un poema conceptual, muy del adentro, y nos deja un momento en oración musical con “el acorde” de Nuestra Señora, en pregunta a Dios por ese sonido, por ese profundo sonido de la memoria. Busca una canción, la de la despedida, pero continúa en la esencia de los objetos, de “Las cosas”, en una indagación que anuncia “la utopía / inscrita en esa santidad / constantemente maculada / de la amnesia fragante de las cosas”. ¿Querrá decirnos el autor de la cercanía entre el Dios de los hombres y los mismos hombres, víctimas de los mismos hombres? Otros textos pasan por el alma del lector, que ansía llegar al último donde se mirará sin ropa, en ruinas, sucio de miedo, moribundo, aquejado por la perversión, por la maldad de otros hombres que también son una patria, un estadio, un lugar en la conciencia, en la muerte y en la carne aporreada.
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No se desvanecen los presos de Guasina, los de Palenque, los que viajaron en el mismo avión o remolcados en un camión mientras el ojo de Otero Silva los asilaba en La muerte de Honorio. No se quedan rezagados los condenados que el lector acumula en la memoria de la que nos dotó José Vicente Abreu en Se llamaba SN. Nada se pierde: “La desnudez del loco” es nuestra desnudez, la de aquellos padres que pasaron la prueba y emergieron vivos o cadáveres. Es la misma cárcel, el mismo campo de concentración, la misma tortura, la misma muerte: la de Auschwitz o Dachau, la del Retén de Catia, la misma muerte siempre, con el mismo nombre, con todos los nombres.
“La desnudez del loco” es un poema hermosamente doloroso, musicalmente doloroso. Escrito con una tensión envidiable, el texto se pasea por la lengua, por los ojos, por las imágenes que van y vienen, con la piel agitada. Es un poema para dolerse en él. Hay que decirlo: somos ese poema, somos en ese poema. Rojas Guardia lo maneja con destreza, con magistral destreza. Desde la experiencia de la historia, desde los campos de la muerte de Hitler, desde la simulación del mundo, desde la desnudez de un grupo de hombres que se desvanece en “la solar ingrimitud de ser un cuerpo / parado allí frente a los ojos / del escrutinio ajeno”. Son seres disminuidos, castigados “en la pulpa del hombre”, en medio del “asco de tanto desamparo genital”. Son hombres en un poema, pero fueron hombres reales, mutilados, cegados, asfixiados, desnudados, ofendidos, medidos para la muerte y para el sufrimiento.
La anécdota bíblica, la parábola o la historia de quien sigue al Padre arropado por una sábana, auspiciado por el amor que siente por el Hijo del Hombre. Y así sigue, desnudo, polvoriento, alucinado, amado, pero también los otros, los que sucumben o sobreviven en las ergástulas de Hitler, Mussolini, Gómez, Pérez Jiménez, Pinochet, Castro u otros pervertidos que se solazan “en cada bocado masticando el pánico”·
Desnudo está el poema. Musicalmente desnudo, aterido por el clima en un muchacho que se niega a bañarse a las doce. Entonces aparece otro crimen: “Otra desnudez, distinta a la / buscada para lavar el propio cuerpo en el agua lustral, / bajo la ducha, le era ahora ofrecida dentro de aquel / calabozo: la de estar sin abrigo en la gélida humedad, / y la de estar excluido, siendo un réprobo”.
Los presos son uno solo. Un grupo de hombres con un nombre común. Muchos en uno solo. O uno solo en muchos. Así, “éramos y aún somos aquel hombre”… “Nosotros todos éramos y somos / aquel evangélico muchacho”. La lectura nos deja desnudos, apocados frente al mismo texto y frente a quien nos mira leernos. Al leerlos. Rojas Guardia se desnuda en él y muere en él. Vuelve desde la desnudez de esos hombres y cierra el poemario: “la libertad desnuda de Adán en el jardín / y esa misma desnudez ya avergonzada”. Dos patrias, la primera del Génesis; la segunda de un Apocalipsis que amenaza y se trajea frente a todos con la desnudez de quien se atreva a desafiarlo.
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En el prólogo a este libro Gabriela Kízer destaca:
“…si la tensión interna que enlaza este conjunto de poemas está en la polaridad que vade la “luna insalubre” de “Retén judicial” al sol de agosto, al mediodía del loco, su movimiento, su rqieuza figurativa y cromática, se va trazando en “una mínima llama”, en la penumbra, en “la luz aun tímida del alba”. Se va trazando con un tono confidencial, “pasito”, casi un susurro. El corazón de lo sagrado va envolviéndolo todo” de puntillas”…”
El miedo, la muerte, la no razón: “las historias que nos importan y que vuelven…”, como afirma Kízer.
Y así: el poema:
PATRIA
Alguna vez amamos, o dijimos amar,
la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos , vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (¿dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera.
Supimos, lenta y vagamente,
que lo imposible te buscaba
extraviándote los pies
-aquellos pies de Hilda obsesionaron
a mis ojos de niño: su corteza
terrosa, vegetal, desconcertada
sobre la pulitura del granito.
Tal vez una tarde, entre los campos,
la música te deletreó de pronto
al lado de algún bosque, una colina,
un lago triste que se te parece:
la misma terquedad al revelarse
ávida no precisamente de nosotros
(los efímeros, los quizá, los transeúntes)
Sino de tu pátina absurda de grandeza
-esos sueños opulentos de la historia
que son más bien su horror, su pesadilla.
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronces
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez.
No es verdad que te vendiste. Tú anhelabas
dilapidarte brusca, totalmente:
Un lujoso imposible.
Lo sabías,
siempre lo has sabido y como siempre
aras en el mar. Te concibieron
con voluntad precisa de fracaso.
Cómo afirmar, pasito, que hoy te quedas
en la dificultad de sonreírte
levantando los hombros, desganado,
y diciéndote con sorna, con ternura,
mañana sí tal vez. Quizá mañana…”
Gracias, Armando Rojas, Guardia. Gracias, poeta.
Alberto Hernández.
Alberto Hernández. Poeta, narrador, periodista y pedagogo venezolano. En 2020 fue designado miembro correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua por el estado Aragua. Tiene un posgrado en Literatura Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar y fue fundador de la revista Umbra.