Selección de poemas, Leonardo Torres Londoño
De abrevaderos
Ahuyentados por la larga sequía cotidiana
Mis sueños, uno tras otro
Van llegando hasta el estrecho abrevadero
Donde beben, sedientos,
El agua que repite las rondas de tu nombre,
Los ecos de los ecos del viejo vecindario
Y el arco de tus ojos donde aún mendiga mi tristeza.
Beben y al saciarse
Dan la espalda al agua turbia,
Cada uno tras el rastro de la terca caravana :
Oigo ya en mi pecho
La noche que retumba.
El muro
Levantad un muro aquí,
allí un empalizado;
cubrid con un penacho de acero la frontera,
capaz de cortar de raíz lo audaz de las falanges:
sólo la muerte ha de salvar el obstáculo;
Dejaréis en los cadáveres su gesto insolente
para que el pico de los buitres desentierre de ellos la esperanza.
Dejad de este lado el horizonte,
el manantial, el rumbo de los pájaros,
y ya que cortáis en dos las olas
dejad del otro lado los naufragios.
Puyan las puntas de las púas,
escrutan los catalejos,
haces de luz por el mar, por el desierto.
Un muro en cada calle,
el libro de un dios como muralla.
Ventanas no,
troneras
con tu miedo apuntando y, por pertrecho, tus vacilaciones,
la raza que está escrita en tu carné,
la historia patria, la más selecta.
Instalad una barrera en el camino,
una garita con un arma y un soldado;
que no quede del hombre un sólo rastro en sus pupilas:
un arma y un soldado,
los dos en ristre.
Al emisario
Exigidle siete sellos en su salvoconducto
y la firma de la infamia.
Orden será dada de no mirarle a la cara; no tienen cara o, peor, son nuestros semejantes.
Nunca han de cruzarse, nunca, si no es por desafío, las miradas.
De sus palabras sólo escucharéis su credo.
Acto seguido, con palabras altas, aceradas, levantad el nuestro.
Llegada
Un día sabes que has llegado
porque conocías el nombre de las cosas y
la sombra inerte de tus padres se confunde, en adelante, con la tuya.
¿Cuáles fueron tus hazañas, tus conquistas ?
Nada sabes de ti pero aun cuando los muebles han perdido su color
se horman en un instante a tus fatigas y
en cada punto cardinal hay algo como un viso de ti mismo,
la reliquia que fuiste tanto tiempo mientras fuiste ausencia,
atento a tu mirada.
No tienes por qué llamar a nadie, dar voces,
sólo es sentarte en la cocina y escuchar el canto cotidiano de las ollas sobre el fuego,
la leche derramándose,
sentir el olor del maíz crepitando en la parrilla como si quisiera
pronunciar un nombre que algún día supo decir y ahora,
con la paciencia del calor, repite sus sílabas de repente familiares.
Y quisieras contar cómo es el mundo allá donde logran disiparse los caminos,
las orillas de esos ríos por donde subía antaño nuestro oro,
los palacios,
o jactarte de los labios que dejaron en los tuyos el sabor salino de las piedras viejas…
pero tu memoria ya lacró los cromos y las vistas,
no queda sino el rostro de otros hombres entre los cuales te perdiste,
viandantes sin penates y sin lengua,
y cómo contar el llanto si no es llorando,
porque es de veras lo que quieres, llorarlo todo de una vez,
vaciarte del viajero
para dejar que ocupe su lugar, por fin,
el hombre que había en ti cuando eras niño.
Poco importa entonces que hayan cambiado tu ciudad, que sea otra,
que en los patios rotos de las casas nacieran edificios de oficinas
por donde circula un aire sin traza alguna de tus muertos.
Poco importa que se halle a miles de distancias.
Lo que no sabías al partir el regreso te lo enseña
cuando dejas que los otros, también sobrevivientes,
también desconocidos,
se reconozcan en ese olor a herrumbre de herramientas que despides
a pesar de mares y Mistrales,
mientras van quitándote los antifaces, deshaciéndote los nudos, desnudándote,
abriéndote las puertas de sus ojos
para que veas en ellos, porque sólo en ellos se refleja,
la llegada a ti mismo que esperabas.
Orto
Salgo de la noche:
funámbulo del sueño a la mañana fría.
Descubro a tientas mi cuerpo que lleno de sí mismo,
henchido por su propio vértigo reclama su alimento:
un cuerpo polifónico entre mil,
una flor: su cáliz regular de sílabas disímiles.
Es que sale de la noche,
funámbulo, él también, del sueño a la mañana fría,
y a tientas por tu cuerpo
va buscando el mismo confuso equilibrio,
su afanada, diminuta florescencia…
y ya penetra, como por el aire hendido,
sólo sangre,
sin estrella, olvido solo,
por la puerta inexorable de su abandono…
Adán efímero
en busca una vez más del Paraíso.
Elipse
Vamos a darle otra vuelta al sol y es necesario
echar a vuelo las campanas para impulsar la tierra.
Atados al Universo, a sus rituales,
lanzamos una vez más al azar las seis caras de la esperanza.
Un año ha pasado y regresamos al mismo punto en el espacio,
a la creencia.
Todo gira, los relojes, las galaxias,
Todo, salvo el tiempo de los hombres,
rectilíneo hasta la muerte.
Si la tierra repite y repite su elipse
alrededor de su estrella moribunda,
nosotros avanzamos día tras día :
el camino no espera, cada paso
abre una puerta, escoge un destino,
ganamos o perdemos.
Somos flecha que busca su blanco,
sed, azar, pasado, ímpetu.
No estamos hechos para esta tierra
esclava de la misteriosa redondez de sus leyes.
Por más que la vida se nos pase volviendo a casa cada noche,
bebiendo con la ilusión de ayer el religioso café de la mañana,
si miramos hacia atrás siempre veremos el comienzo,
las cosas que perdimos,
pero pronto, pronto,
seguimos afanados en la brecha,
hacia adelante,
Por la línea secante, irrepetible, de la vida.
Leonardo Torres Londoño
Nació en Bogotá, y desde hace varios años vive en Francia donde ejerció la docencia. Ha publicado «El beso del arcángel» (OT editores, Caracas, 2018) en coautoría con la poeta venezolana Ana María Hurtado y «Las brújulas rotas» (Taller de edición Rocca, Bogotá, 2022).
Los poemas aquí publicados son inéditos.