LA LIBERTAD, POR JERÓNIMO ALAYÓN

La libertad

Por Jerónimo Alayón

Somos lo suficientemente libres como para creer que lo somos, pero no tanto como para serlo a cabalidad. Nuestra libertad siempre estará acotada por dos límites: el que le impone la condición humana y el que le impone nuestra capacidad o incapacidad para elegir. Luego están los condicionantes según los cuales somos libres de y libres para.

El otro es un límite casi insoslayable de la libertad. La condición humana es un complejo tejido existencial. Muta y es mutágeno. Compuesto de vivencias, moralidad, concepciones, creencias, miedos, aspiraciones, muertes, condicionamientos sociales y un complicadísimo diseño ontológico y metafísico, cambia a cada instante y hace cambiar todo en torno de sí. A eso nos enfrentamos cuando pretendemos ser libres.

En este sentido, la libertad de ayer se nos esfuma hoy cuando algún hilo de ese tejido existencial varía su tenor. Nada hay más ilusorio y hasta peligroso que creer que la libertad es estable y duradera. Diríamos que hay que recrearla a cada instante conforme cambia la condición humana en la que nos hayamos implicados. Se engaña quien cree que el modo como un humilde campesino usa su libertad al otro lado del mundo no puede afectar la nuestra. No hay manera de lanzar un pedrusco al lago de la libertad humana sin que las ondas toquen todo.

John Donne no pudo decirlo mejor en su Meditación XVII: «Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo: cada hombre es un pedazo del continente». Luego añadiría algo terminalmente dramático: «La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad, por lo tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti». ¿Cómo afecta la muerte ajena mi libertad? ¿Tanto nos pertenecemos unos a otros en la muerte?

Quienes somos huérfanos desde la infancia sabemos de memoria la respuesta a ambas preguntas. La muerte de un prójimo es un ultimátum a la creatividad de nuestra libertad. El deceso de un ser querido significa a un mismo tiempo el menoscabo de la propia libertad y la necesidad de procurarle nuevos horizontes. La libertad no es, como tantas veces se pretende, un algo que se nos da al modo de una tiza o un borrador. Es un tejido, y está entreverada existencialmente con la humanidad.

¿Cuántas veces el carro de nuestra libertad ha tenido que frenar bruscamente ante las concepciones, creencias, miedos o ambiciones ajenas? Una de las mayores ficciones de la democracia es hacernos creer que la circulación por la autopista de la convivencia social está garantizada por las leyes. Hay todo un mundo extrajurídico que nos impone sus límites. Quizás por ello los tiranos terminan mudando el contrato social al corral de la ilegitimidad. Allí el contorno de la libertad cambia su orgánica periferia por una alambrada de púas, y la autonomía individual deja de ser plural para convertirse en unánime: la del tirano.

Como si ello fuera poco, nuestra libertad debe experimentar los límites de nuestra capacidad o incapacidad para elegir. Ser libre es saber y poder elegir. Lo primero supone el ejercicio de la conciencia moral aunada a la sapiencia. Lo segundo implica coordinar la volición con la práctica de un derecho. Por consiguiente, una elección ha sido libre cuando conlleva obrar correctamente a voluntad, sin ignorancias esenciales y en el marco de lo legalmente plausible.

Vista así, la implicación moral de la libertad significa que toda elección supone una serie de opciones en las que unas y otras se excluyen. Mi capacidad de elegir es directamente proporcional a mi solvencia ética. Si damos la espalda a la pregunta por lo bueno y lo malo, por lo correcto y lo incorrecto, la mutua exclusión de alternativas se relaja y casi podríamos preferir cualquier opción. El fratricidio o el incesto serían factibles pero reprochables en nuestra lista de posibilidades, por ejemplo. Quienes gustan de decir que «el fin justifica los medios» suelen aventurarse en la oscura foresta de la falta de escrúpulos.

Sin embargo, nuestra capacidad de elegir no está condicionada solo por la dimensión ética, sino que puede ser acotada por el voluntarismo o la negligencia ajenos. En este terreno, alguien decide cuáles serán las opciones de las que dispondremos. Cuando los pretendientes de la princesa Turandot —en la magistral ópera de Puccini— se presentan a cortejarla, esta les propone tres acertijos que deben resolver en su totalidad. Apenas hay dos alternativas correlativas entre el acierto y el yerro: boda o muerte. La cruel principesa ha limitado así las posibilidades de sus enamorados. Claro, aún les quedaba la libertad de desechar presentarse, pero… no siempre el amor es sensato.

Así mismo, el azar es una fuerza moderadora de la capacidad de elegir. Cuando fray Juan, queriendo cumplir el encargo de fray Lorenzo, queda aleatoriamente retenido por la cuarentena y no logra entregar a Romeo la carta en la que se explica que Julieta está bajo el efecto de un potente somnífero, allí, a un costado de la aparente tumba de la amada, las opciones de Romeo se reducen trágicamente. Más tarde Julieta despierta y ve que a su lado yace el cadáver de Romeo, quien se ha envenenado, de modo que decide quitarse la vida con la daga de él. No solo el odio entre los Capuleto y los Montesco ha movido los desafortunados hilos existenciales de los jóvenes enamorados, también el fatum ha tenido parte sustancial en sus trágicas decisiones.

Por otra parte, nuestra libertad flota entre dos sentidos metafísicos: ser libres de y ser libres para. No es un simple asunto de preposiciones, pues estas entrañan la distancia entre lo causal y lo final. A menudo hacemos énfasis en liberarnos de alguien, de algo o de un estado de cosas que nos causan dolor, pero poco se piensa en para qué deseamos ser libres. El relato de la liberación del campo de exterminio de Mauthausen tiene un punto muerto estremecedor: todos estaban allí, en la explanada, justo cuando entraba el primer tanque americano, justo cuando Francisco Boix hizo la célebre fotografía. Años después el fotógrafo catalán reconocería que en aquel momento no sabía para qué quería ser libre… Pese a ello, sus fotografías fueron cruciales en los juicios de Núremberg contra los jerarcas nazis.

Sartre aseguraba que nacíamos libres y responsables. Da Vinci, cuatro siglos antes, nos enseñó que entre lo claro y lo oscuro hay un sfumato. La vida, según me parece, se acerca más al sfumato que al claroscuro. Nacemos y vivimos parcialmente libres, por tanto, parcialmente responsables. Entre uno y otro extremo, entre la libertad absoluta y su ausencia total, hay un sinfín de transiciones. Sin embargo, y sin importar cuál sea el estado de nuestra libertad, hay algo categórico: jamás un hombre será más libre que cuando en su interior haya decidido serlo. Somos libres para elegir cómo asumir actitudinalmente nuestra existencia. En ello radica nuestra responsabilidad.


© Jerónimo Alayón

Fuente El Nacional. CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «La libertad». El Nacional. 25 de octubre de 2024. https://tny.im/NegF

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