Foto: Heberto Gamero Contín
EL FRANCISCANO ENTRE DOS TIERRAS
Por Lidia Salas
Por las circunstancias que atraviesa Venezuela, me había acostumbrado a leer en pantalla o a escuchar audio libros. En su reciente visita a Caracas mi amigo, el escritor Heberto Gamero Contín, me regaló dos libros: “Después de todo” de Piedad Bonett y “EL FRANCISCANO Entre dos tierras” de su autoría. Qué fascinante es recobrar los rituales de la lectura como el diálogo con un objeto físico. La textura de las páginas de papel, su olor, el ejercicio de subrayar, de intercambiar ideas o de interrogar a quien escribe en una franca conversación. Recobré el placer que inicié en la infancia lejana, cuando la lectura me sirvió de refugio y de compañía.
La ya mencionada novela corta de Gamero Contín es un homenaje a la amistad que mantuvo durante años con Fray José Manuel Teja Fernández, un hermano lego capuchino a quien había conocido en Kavanayen durante sus viajes a la gran sabana. El marco histórico donde los hechos se desarrollan se remonta a la guerra civil española—años en los que creció José Manuel— y a las últimas tres décadas en Venezuela, en donde trabajó en misiones religiosas, primero en la desembocadura del río Orinoco y luego en esas extensas tierras altas compuestas por tepuyes y ríos. La voz que narra es la del religioso, quien al describir a su padre como una persona estricta —que rayaba en la crueldad — y rememorar las circunstancias nefastas vividas en su infancia a causa de la miseria y de la violencia de la guerra, casi sin proponérselo, establece un paralelo con lo vivido en estos últimos años en este país: destrucción y vandalismo ocasionados por el resentimiento, por la ambición y el deseo de control de quienes gobiernan. Así mismo cuenta la labor desarrollada por las congregaciones religiosas, quienes ofrecían educación y servicios de salud a los grupos indígenas asentados en esas tierras; el empobrecimiento de las mismas debido a una ayuda gubernamental inexistente.
Disfrutemos del mágico espacio físico que se describe en los diversos capítulos en las palabras del escritor: Kavanayen está en la parte más alta de la gran mesa y la más alejada de cualquier centro poblado, rodeado de tepuyes y de riachuelos siempre cristalinos. Es la gloria. Todavía resuenan en mis oídos la algarabía de las guacamayas cada vez que despierto en las mañanas. Y unas páginas más adelante: La selva siempre misteriosa. El ruido de los animales. Las lluvias sorpresivas. El olor de la leña ardiendo y del monte húmedo al amanecer.
Pero esta escritura no sólo relata la vida, vocación y misión del personaje que la cuenta, sino que en las voces de otros personajes: Antonio, Mikel y Julián, el lector se entera de las vicisitudes del pueblo venezolano, víctima de la escasez de gasolina, de alimentos y de seguridad, de los hechos misteriosos que ocurren en esos míticos territorios. Este país, al igual que en la España postfranquista, sufre genocidios como el que se narra a continuación: En resumen le dijo que seis de la banda de Los Ciegos, a pleno día, llegaron en una Land Cruiser último modelo y sin cruzar palabra ametrallaron a los pemones que todavía con medio cuerpo en el agua meneaban sus bateas en busca de oro. ¡Desalmados! Los que alcanzaron a correr fueron acribillados por la espalda y de los pocos que lograron internarse en la selva todavía no se sabe nada…
Con un lenguaje claro y preciso se cuentan atracos y asesinatos perpetrados ante la impotencia de testigos durante las largas colas que los usuarios deben hacer para llenar de gasolina los tanques de sus vehículos. De hurtos y de expropiación de negocios en una racha de destrucción que empobreció la otrora república petrolera con su pujanza y riquezas.
Esta es una crónica de dos tierras y dos tiempos con el mismo resultado triste de violencia y de muerte, pero es también un emocionado testimonio de la amistad del religioso y el señor Antonio que abarca varios años y finaliza, como en una historia redonda, en España, donde el primero debe regresar para curar una mordida de serpiente en su talón y el segundo emigra huyendo de la ruina de un país en crisis.
He leído casi toda la obra de Heberto Gamero, a quien celebro su disciplinada persistencia en la narrativa y su pasión por la escritura expresada en la fundación que él creó con sus propios medios económicos: FAEC, para enseñar a los más jóvenes cómo escribir cuentos. Sirvan estas palabras como voz de agradecimiento por la generosidad del amigo, pero también para invitarlos a leer una de sus publicaciones más recientes, de venta en Amazon.
Lidia Salas. Caracas, abril del 2024
@lidiaspo
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Editora de la web: Carmen Cristina Wolf