LA SEGURIDAD NACIONAL EN MI CASA

                                           Isaías Medina Felizola. Foto: @elucabista

El Círculo de Escritores de Venezuela rinde merecido homenaje al amigo y Miembro de esta Asociación, Isaías Medina Felizola, que se nos fue demasiado  pronto y a quien no olvidamos, por su nobleza y bonhomía. Publicamos uno de los relatos de su libro Hablando bajito. Egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, mención Summa Cum Laude. Con estudios superiores en la Universidad Complutense de Madrid. Docente en la Escuela de Derecho de la UCAB y con extensa carrera como jurista. Publicó dos libros: El hacedor de Derecho y El derecho soy yo. 

LA SEGURIDAD NACIONAL EN MI CASA

Por Isaías Medina Felizola

Yo era un niño de 9 años cuando los esbirros de la Seguridad Nacional llegaron a mi casa. No recuerdo con precisión si era finales de 1957 o los primeros días de enero del 58. Lo que sí es cierto es que ese día andaba yo faroleando por ahí en una mañana fresca y despejada con un cielo muy azul extraordinario.

Con una bata del mismo color rojo de sus uñas estaba Mamá-jefa con Rafaela, su manicurista, en la salita de arriba frente a su cuarto. Nervioso y apurado llegó José, el mesonero de años en la casa, un gallego muy buena gente, quien casi trémulo y estremeciéndose dijo:

– Señora, la «Seguridad Nacional” está abajo frente a la puerta principal. Dicen que cuándo pueda baje a recibirlos. Que no hay apuro. Que tome su tiempo.

Y ese fue el anuncio que disparó a mi Mamá-jefa de la silla donde todos los lunes a las 10 de la mañana Rafaela hacia su trabajo. Y con soma dijo:

-Tanta amabilidad me confunde.

Pausada, dueña de sí misma, se puso de pie e indicó:

-Gracias José. Dígales que bajo enseguida. Eso sí, no los deje pasar y cierre bien la puerta. Y hágame un favor:

– A su orden Señora.

– ¡Aquiétese!

Entonces Rafaela, cauta y temerosa, pero con la autoridad que le daban sus años, dijo:

-Cuidado, señora, por el amor de Dios tenga cuidado con esa gente Bien sabe usted que son capaces de cualquier cosa.

Para aquella buena mujer, el solo nombre: “Seguridad Nacional», la estremecía. Sus manos, entrenadas para ser precisos, temblaron asustadas y perdieron todo aplomo y maestría. Sabia de sus prácticas y torturas. De sus métodos horrendos, de su carencia de escrúpulos. Y casi en tono de orden  dijo:

-Señora, váyase con los niños a una de las embajadas vecinas. Los embajadores la conocen y la recibirán sin problema. Salgan por el portón de atrás.

Mamá-jefa, agradecida y cálida contesto:

– No te preocupes Rafaela. Si ellos tienen la fuerza bruta, también la maldad y ensoberbecidos en el mando, se sienten todopoderosos y omnipotentes, yo también tengo mis protecciones. Quédate tranquila.

Y volteando hacía mí dijo, tomándome de la mano, sintiendo yo la ternura que solo una mano de madre es capaz de dar, me dijo:

-¡Acompáñame, hijo!

Yo, sin chistar, me puse en pie y obedecí. El tono de voz fue seco y los pasos, de regreso a su cuarto, firmes y decididos. Estaba seguro que mamá jefa buscaba ese momento y, convencida de sus ideales, lo disfrutaba a plenitud. Solo la frenaba la integridad de sus hijos quiénes para remate, huérfanos de padre, nada tenemos que ver con su furia indomable frente a la dictadura.

Parada frente a su escritorio en un santiamén, con tino asombroso abrió  el disfrazado y escondido cajón de la pistola. Yo, alérgico a las armas, hubiese querido que la gaveta se trancara, que la madera se cuarteara, que las patas del mueble perdieran su base y que el ambiente todo se pulverizara. Pero no fue así.

La pistola en su mano se deja colar en el bolsillo derecho de su bata que era una bata larga, con mucha tela, con muchos botones, del mismo color rojo de sus uñas. Contrastaba con su pelo negro, muy negro, casi azul. Manteniendo la mano derecha dentro de ese bolsillo, pero apurando el paso, me dijo tajante:

-¡Vamos!

No estaba seguro de conocerle ese tono de voz y, por supuesto, me inquieté.El camino hasta la puerta principal me pareció una eternidad. Las escaleras aunque alfombrados, las sentía de plomo y el crujir de su madera se convirtió en mi música de compañía, como una melodía de fondo.

Su espíritu aguerrido al máximo se incendió cuando, desde el descanso de la escalera vio la enorme camioneta negra y blindada que, con escudos y distintivos, fue el transporte de la comitiva que venía a ponerla presa por conspiradora y golpista.

Estaba convencida que en el plan macabro de estos desalmados de mala entraña y bajas pasiones había la certeza de nuestra huida por el portón de atrás. Si se escabullíamos cumplirían con un doble objetivo: el ejemplarizante de asustarse y sobre todo el de evitarle al gobierno el trago amargo de apresarla y justificarse ante una opinión pública más sensibilizada que nunca.

Allí respiró hondo, tomó aire, subió la cabeza y el paso que, disminuido en velocidad, ganaba en precisión y firmeza a medida que se aproximaba a la puerta principal.

Una vez en ese sitio ante la puerta, por supuesto sin abrirla, me soltó la mano y con inusitada parsimonia sacó la pistola, la miró con detenimiento, también con profundo desprecio, le retiró el seguro y la colocó otra vez, con el mayor cuidado, dentro del bolsillo derecho de esa bata que ahora me parecía más larga que nunca.

Cuando sintió que ese protocolo se había cumplido en perfecto orden y precisión quirúrgica, con movimientos muy cuidados, siempre con la mano derecha en el bolsillo y muy serena pero desafiante, abrió la puerta. Pude ver entonces a cuatro hombres fuertes y mal encarados de mirada agresiva y despierta, de aspecto resuelto, armados hasta los dientes.

En fracciones de segundo, de los cuatro personajes, tres quedaron con la poca vergüenza que tenían pintada en la cara. Era como si por algún fenómeno físico muy extraño, los rostros en lugar de tenerlos en su sitio se les hubiesen desprendido, confundidos y desquiciados, para quedar caídos en el piso rogándole a la tierra que, comprensiva y solidaria, los tragara y sepultara.

Vergüenza pura ante aquella viuda joven de bata muy larga, ex Primera Dama de la República quien, acompañada de un mocoso, dio la cara y no escapó.

Memorable escena cuando el cuarto del grupo, atrabiliario, altanero y atrevido, quiso entrar. En ese momento sentí un torbellino a mi alrededor y a mamá jefa agigantarse. Fue tal su autoritario e imponente:

-Si usted pone un pie en mi casa yo lo coso a balas  -que la comitiva entera, impactada y sorprendida, retrocedió.

La Seguridad Nacional permaneció en casa unas tres semanas eso sí, en el jardín, nunca adentro. El jefe máximo orden de ser el caso, «casa por cárcel».

Y como nobleza obliga, cuando el 23 de enero el gobierno cayó y la turba enardecida y alegre, en camiones y con banderas a la casa se acercó para buscarlos y lincharlos, ella y nadie más que ella rotunda y categórica los escondió: «no están aquí, se fueron”.

A la hora del desquite le tocó a mama-jefa cuidarlos. Junto a esa cara de acero estaba esa otra de generosidad y grandeza. Esa piel de dulzura.

¡Bravo Mama-jefa!

REFLEXION DEL AUTOR

Cuando recuerdo esta escena, bastante cercana en el tiempo, no puedo menos que asombrarme. No sé si lo digo con nostalgia o con tristeza. Lo digo, porque hoy en día, busco en mí y a mi alrededor gente parecida y por mucho que la busco, no la veo. Mirando atrás veía gente con una mezcla admirable de generosidad y determinación, valentía y arrojo que hoy no encuentro. Gente que se jugaba el todo por el todo. Gente en la que no cabía el temor a ser identificado, gente a la que no importaba retaliaciones, venganzas ni pases de factura. Su único respaldo y fuerza era obedecer a ideas, a principios por los que no se doblegan y a los que rendían tributo. Gente que no conocía el miedo y si lo conocían no les importaba. Era un venezolano distinto. Diciendo esto no quiero sonar a fatídico al decir que la gente de ahora es boba y blanda o tonta y cómoda, o que todo tiempo pasado fue mejor. Yo no pienso ni creo eso, pero digo lo que digo de aquellos que nos preceden solo porque es una verdad y eso, para mí, es suficiente.

Pero también me pregunto: ¿Qué pasó? ¿Dónde está la causa? ¿En dónde nació el enredo? Quizás el origen del cuento está en ellos mismos, en esa generación fuerte y dura que nos antecede y que no quiso entender que los valores que ellos tenían también servían para la modernidad y la post-modernidad. Es de preguntarles (lástima que no están vivos) por qué ellos no se sintieron contentos con transmitimos esos hábitos y ese estilo de vida. ¿Por qué no incentivaron en nosotros el riesgo y el desafío? Será que de tanto que nos quisieron y de tanto que nos protegieron consideraron que era un peligro innecesario. Ellos eran fuertes para eso y nosotros debíamos serlo también, pero no para eso que era medio salvaje y medio primitivo, quizás hasta rural y provinciano. Tendremos que luchar y luchar muy duro por nuestros méritos intelectuales donde privan la razón y la inteligencia, el esfuerzo del estudio y el cultivo del conocimiento. Pensaron, de eso estoy casi seguro, que ese venezolano aguerrido estaba pasado de moda, que había ya cumplido su misión y que eran etapas superadas en nuestra vida republicana. Lástima que se hayan equivocado. Y nosotros cómodos (no quiero decir «cobardes» pero me pasó por la mente) seguimos el juego ¿Y qué ha pasado? Que la fuerza y el empuje, Ia determinación y el arrojo, la falta de miedo y la osadía que son la cara luminosa de la valentía y el riesgo, ha quedado para nuestra desgracia, en las manos casi exclusivas de los de los bajos fondos y de los corruptos, de los criminales y los delincuentes.

         Fuente: «Hablando bajito», libro publicado en Caracas, 2021. Coordinación editorial: Gisela Cappellin. Revisión de manuscrito: Ana Teresa Rodríguez y Carmen Cristina Wolf. Corrección de textos y diagramación: Silvia Beaujon

Gisela Cappellin, Coordinación editorial Caracas Foto: Manuel Sardá/ El Nacional

 

Isaías Medina Felizola. Hijo del general Isaías Medina Angarita, presidente de Venezuela entre 1941 y 1945 y considerado como uno de los primeros artífices del proceso de democratización  de la República, luego del fin de la dictadura de Juan Vicente Gómez.

Sin embargo, para este abogado ucabista  llevar el nombre de su padre constituye un legado complejo que lo obliga a repetir una dinámica con los interlocutores que se cruza en la universidad.
«Cuando se les ocurre decir lo de siempre, inmediatamente los detengo y les digo: no me presentes como el hijo del expresidente, preséntame como Isaías Medina Felizola, un profesor con trayectoria dentro de la universidad».
Fuente: https://elucabista.com/2019/06/03/profesores-que-inspiran-isaias-medina-felizola/

1 comentario

  1. Excelente relato. La valentía de su madre es un buen ejemplo de la reciedumbre de muchas mujeres venezolanas en este caso, pero también de otras partes del mundo. Bravo por doña Irma, que supo enfrentar a la barbarie con inteligencia y aplomo. Logró doblegarlos.

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