Un día supimos que éramos criaturas de encierro. Nos habían convencido de ser animales gregarios, selváticos, polígamos, constructores de ciudades, errantes, guerreros, antropófagos, omnívoros, grandes cazadores y fabricantes de dioses.
Y no.
Somos animales solitarios, asustados de nuestros depredadores: minúsculos filamentos feroces, antropófagos, omnívoros, de inteligencia microscópica.
Ahora tememos al prójimo como a nosotros mismos. Nos atemoriza respirar al aire abierto. Somos criaturas de ventanas cerradas y oscuras madrigueras. Asustados animales que escuchan a los pájaros y nos escondemos de la brisa. Criaturas despobladas, que devoramos nuestros pasos. Orantes, sin fe.
Esperando las trompetas del juicio y el retorno de los dioses.
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Menos mal que ahora esperamos que asome la realidad, y no esperamos la llegada triunfante de un Mesías.
No queremos crucificar a nadie, aunque nuestra ferocidad continúe inscrita en el silente tejido de la sangre.
En estos tiempos, solo esperamos que no falle la respiración o que el color del cielo regrese cada día.
Nos inclinamos por las pequeñas cosas, las imperfectas, los atajos, las fisuras.
Hemos aprendido a contener algo que dentro de nosotros respira sofocado en las palabras.
Dejemos que la esperanza alcance las raíces, allí donde todavía se pronuncia la letanía certera del amor.
El susurro de palabras blindadas, inagotables, palabras repetidas que pierden su significado y se adentran en nuestra huella, hasta despojarse de la voz y convertirse en materia fluida, savia que nos recorre y nos sostiene en esta espera.
Alcancemos ese estar apacible de los árboles aguardando la lluvia.
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Los días han estado tan prístinos y cristalinos, solamente me llegan trinos y gorjeos. En la terraza, las petunias despliegan su refinado azul. Las orquídeas siguen un curso sosegado y a veces se adormecen.
Mi gato mira absorto el vuelo de un gonzalito.
La montaña permite la lenta cópula de las nubes sobre su lomo resplandeciente. La ceiba desnuda comienza a mostrar brotes.
No parece que se acabe el mundo.
Lejos quedan el Covid-19, Wall Street, la muralla china, el derrumbe del capitalismo o el nuevo orden mundial.
Nada habla del horror.
El día no parece esconder más que el excedente de belleza que no podemos soportar. Nada hay que amenace.
¿Seremos nosotros la amenaza?
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Quizás el diluvio fue una lluvia ácida.
Sodoma y Gomorra tal vez fueron arrasadas por una explosión nuclear.
Probablemente la Torre de Babel cayó por un atentado terrorista.
Es posible que las siete plagas de Egipto fuesen una pandemia de virus mutantes.
Quizás el mar Rojo se abrió por un Tsunami.
A lo mejor la travesía por el desierto fue una cuarentena masiva.
Tal vez, sin advertirlo, estemos viviendo tiempos bíblicos.
Tendremos que subir al monte Horeb y descalzarnos.
*Ana María Hurtado nació en Caracas, es poeta, ensayista. médico psiquiatra y psicoterapeuta
Fuente: El vuelo y la claridad Antología 2020. Editorial Diosa Blanca y Círculo de Escritores de Venezuela