Meditación en voz alta, por Armando Rojas Guardia

En estos días de obligatoria cuarentena algunos de nosotros le abrimos, con renovado entusiasmo, espacio mental a la oración. Dejo aquí está meditación en voz alta sobre la naturaleza de la plegaria en la tradición bíblica. Quizá ayude y reconforte a alguien.

En la Biblia no hay desarrollados, ni siquiera embrionariamente, como en el hinduismo y el budismo, un sistema ni un método para acceder, a través de ellos, al contacto con lo divino. No existe, perfilada, una metodología meditativa. En la Biblia sólo existe, explayada hasta la exhaustividad, esta convicción: el hombre puede y debe dialogar con Dios. «Dios habla y el hombre habla: he aquí el hecho sobresaliente de Israel» (Maurice Blanchot). Cuando se encuentran y entrecruzan el hablar de Dios y el hablar humano, estamos en presencia de la oración. Santa Teresa de Ávila, fiel a esta tradición, definió la plegaria de este modo: «conversación de amor con quien sabemos nos ama». En tal conversación el hombre puede, y debe, decirle a Dios absolutamente todo lo que experimenta: su bienestar existencial, pero también su desgracia; su alegría desbordante por el hecho de vivir, pero también su desesperanza e incluso su desesperación; su gratitud, pero también su rabia, aunque esa rabia esté dirigida a Dios mismo. PUEDE, y debe, expresarle a Dios lo que cree, pero también lo que no cree: sus convicciones íntimas, la osatura axiológica que sostiene la vida de su conciencia, pero también sus insondables preguntas, aquellas por las que no ha encontrado respuestas; sus afirmaciones radicales, pero también sus dudas, hasta las más devoradoras y atroces. En Gen 32, 25-33, Jacob lucha durante toda la madrugada, cuerpo a cuerpo, con un personaje desconocido que la tradición judeo-cristiana se ha atrevido a señalar que es nada menos que el propio Dios o, al menos, un avatar de su energía.

En Jer 7-10, el dulce y atribulado Jeremías le dice a Dios: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir, me forzaste, me violaste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí (…) La palabra del Señor se me volvió escarnio y burla constantes, y me dije: No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre. Pero la sentía como fuego ardiente encerrado en los huesos y hacía esfuerzos por contenerla y no podía”. Job es el ejemplo paradigmático de esa sinceridad medular y visceral en el diálogo con Dios. A lo largo de todos los versículos del libro se percibe a un hombre que en todo momento busca y pocura sostener una interlocución tan honesta que a veces es desesperación el Absoluto, (hasta llegar a decirle a Dios; “Apártate de mí para que pueda descansar un poco». Job 10,2).

Los Salmos recogen en múltiples registros, la misma conversación desenfadada y honestísima entre el creyente y su Creador:

Desde el horror indignado que provoca la constatación de una injusticia hasta el hambre de plenitud que, a pesar de la presencia casi constante del mal en todas sus variantes, osa esperar la salvación redentora. En el texto de Marcos, el evangelista pone en boca del padre de un niño epiléptico esta frase asombrosa que muchos cristianos, en especial Miguel de Unamuno, repetimos como propia desde hace siglos: ella sintetiza toda la existencial e interna tensión de nuestra opción por la fe: “Creo, Señor, ayuda a mi incredulidad”. (Repetir estas palabras como un mantra ritual: en eso consiste con frecuencia mi oración. Y todo el caudal desemboca, para incontables creyentes, de cara al sufrimiento desparramado a lo largo y ancho del mundo, en la álgida pregunta de Jesús, a través de la cual él se solidariza con los crucificados de la historia, y que, siguiéndolo de cerca, nos atrevemos a pronunciar abismalmente ante Dios: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). En estas consideraciones no puede faltar una mención a la plegaria cristiana prototípica, modélica: el Padrenuestro. La mejor traducción del texto griego de Mateo que yo conozco es la del teólogo catalán José Ignacio González Faus:

“Padre Nuestro, que estás por encima de todo / Que resplandezca tu nombre paterno / que llegue a nosotros tu soberanía / para que se haga tu voluntad en esta tierra como se cumple en el más allá. / Danos hoy el sustento cotidiano. / Perdona nuestras ofensas, puesto que nosotros también queremos perdonar a los que nos deben algo. / No permitas que caigamos en la tentación que nos envuelve. / Y líbranos de la maldad.»

Aquel «conversar de amor con quien sabemos nos ama» se despliega, pues, en todos los registros posibles: contiene todas las modalidades y modulaciones del diálogo amoroso. A veces constituye una íntima pelea con Dios, como la de Jacob en aquella modélica madrugada. Otras, la eclosión de una ola amarga de tristeza que nos empapa el paladar a la hora del encuentro con El. Pero el solo hecho del diálogo, la misma conversación que decidimos mantener con su envolvente presencia, es la prueba fehaciente de su acción salvadora en nuestra vida. Porque nunca regresamos del diálogo siendo los mismos que acudimos a él la «conversación de amor» siempre altera la percepción que tenemos de las cosas. Nos transforma.

Armando Rojas Guardia nació en Caracas el 8 de septiembre de 1949. Reconocido poeta, ensayista y facilitador de talleres literarios. Es Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua y del Círculo de Escritores de Venezuela. Algunos de sus libros publicados: Del mismo amor ardiendo, Yo que supe de la vieja herida, Poemas de quebrada de la Virgen, Hacia la noche viva, Antología poética 1989, La nada vigilante, El esplendor y la espera, Patria y otros poemas, Mapa del desalojo, Obra completa publicada en Cuenca, Ecuador.

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