LIBROS, ARCHIVOS Y DIRECTORIOS
Por Rosario Anzola
Comencé el año proponiéndome cumplir una tarea muchas veces pospuesta: poner en orden la biblioteca, las carpetas y los archivos impresos a fin de sincerar estas posesiones que van ocupando cada vez más espacio en espacios cada vez más reducidos. Empecé con los libros y rotulé unas cajas con el destino de la donación: para una escuela, para una universidad, para algunos amigos. Me tracé un horario, no más de un par de horas por día; sin embargo, el primer día, al final de las dos horas planeadas, había acomodado solamente media caja, porque libro que tomaba entre las manos, libro que hojeaba embobecida.
Cada uno aparecía en escena con su polvo, sus ácaros y sus recuerdos. Algunos me retrocedieron decenas de años. Otros me hicieron recordar mis estudios, o viajes en que los leí, o las personas que me los regalaron, o los poetas y escritores que me los dedicaron. Las dudas hicieron estragos: ¿Cómo me desprendo de un libro dedicado? ¿Le arranco la página? ¿Por qué si los he guardado durante tanto tiempo los echo de mi lado?
Al cerrar la primera caja siguieron apareciendo sorpresas: libros que incitaban a una relectura, libros que nunca fueron leídos, libros que alguien me prestó y que no devolví, libros donde aprendieron a leer mis hijos y libros tan malos que no son ni para regalar, pero que tampoco pueden destinarse a la basura.
Apelé a la cordura porque de esa manera no iba a avanzar en lo programado y le di paso a la racionalidad para no hojear los libros. Con un dejo de dolor fui despidiéndome de ellos colocándolos en los ataúdes de cartón. Los estantes lucieron holgados y limpios. Me quedé con libros emblemáticos y con los que probablemente seguiré utilizando. Al mismo tiempo, me quedé con una absurda sensación de duelo.
Pasé a las carpetas y los archivos. Magno el esfuerzo. Vuelta a su lectura, a los recuerdos y a las dudas. ¿Boto, rompo, guardo? ¿Me servirán para otro momento? Anteproyectos, proyectos, borradores, investigaciones, estudios y minutas fueron haciéndose presente marcando fechas, nombres de personas y desempeños laborales. Rescaté materiales que ya había olvidado y llené bolsas y bolsas de papel rasgado. Esta vez la sorpresa me la dieron los números. Llegaron a la escena presupuestos y relaciones de costos y gastos que me produjeron estupor y risa; nada que ver con las cifras actuales. Fueron directo a la basura sin ningún prurito. Aparecieron documentos extraviados que cuando se necesitaron me produjeron más de un dolor de cabeza; se mudaron inexplicablemente a otro lugar. Supongo que luego de esta poda ahora mis papeles se acogen a un nuevo orden.
Días después le correspondió el turno a las viejas agendas y directorios Entré en una especie de máquina del tiempo. Sabía de antemano que debía desechar kilos de celulosa que ya no tenían sentido. No aguanté la tentación de revisar las agendas y fue como pasar una película. Allí no solamente estaban anotadas reuniones, cumpleaños, recordatorios, citas médicas sino también eventos que no pueden ser olvidados. Contradiciendo mi tendencia a preservar la memoria, concluí que a nadie, que no sean las polillas, le va a interesar saber cuándo fui a una boda, a un reencuentro, a un viaje o al odontólogo. Y así las agendas se fueron a engrosar el vientre de las bolsas de basura. Anaqueles, estantes y gavetas respiraron aires y silencios a sus anchas.
Me quedaba el último tramo de mi periplo: los directorios. La máquina del tiempo esta vez se tragó todo a su paso. Mi terca insistencia de seguir hojeando me enfrentó a un mundo desvanecido. Nombres recordados, nombres olvidados, códigos telefónicos inexistentes, zonas postales que pertenecen a la prehistoria de las comunicaciones, direcciones electrónicas de servidores que desaparecieron, organizaciones, empresas o instituciones que cerraron sus puertas. La terquedad no quería abandonarme y decidí demencialmente que algún dato podía ser rescatado, entonces comencé a tachar los nombres de amigos y conocidos que han muerto y de muchos otros que se han ido del país. A medida que iba haciendo consciente las ausencias se me iba acelerando el corazón. A la soledad silenciosa de anaqueles, estantes y gavetas se sumó una extraña sensación de despoblamiento. Abrí un directorio de sobrevivientes. En manuscrito. No quise pasar los nombres a la computadora porque sigo siendo amante del papel.
Hay una nube que hoy guarda la información infinita, la de nosotros, la de otros, la del universo entero. Se puede tener y leer una biblioteca de miles de libros en un dispositivo minúsculo. Las agendas, minutas y recordatorios se almacenan en los celulares. Los archivos son digitales, multimedias y virtuales, no se extravían y son inmortales. Pero, a quienes nacimos y crecimos entre libros, archivos y directorios de papel nos reta el desafío de reaprender el mundo. Tengo toda la disposición e interés para hacerlo pero seguiré siendo de papel, amando el papel, guardando el papel.
*Rosario Anzola, narradora, ensayista, poeta, especializada en literatura infantil, con una amplia obra publicada, ha recibido numerosos reconocimientos. Directora del Círculo de Escritores de Venezuela
Fuente: Diario El Universal
Excelente el Vai Pensiero para Venezuela. Escribió La maldición del Avila?