Por Enrique Gracia Trinidad
De la amurallada Ávila a la dorada Salamanca hay exactamente 111 kilómetros por autopista (número mágico como puede verse), algo más si se marcha por lo viejos caminos del siglo XV que recorriera Alonso Fernández de Madrigal, alias «El Tostado» o «El abulense».
Dirás, amable lector, que a qué viene todo esto; pues ya sabes: a la asociación de ideas que a cualquier escritor se nos viene a la cabeza sin que haya trabajo previo de caletre.
Resulta que cada vez que pienso en Enrique Viloria Vera, me viene a las mientes este Fernández de Madrigal, que empezó siendo estudiante en Salamanca y terminó como obispo de Ávila. No porque el Caraqueño Viloria siga esos caminos, que anda más bien al revés, recalando en su madurez en la Ciudad del Tormes, sino por la condición de escritor todoterreno de ambos. Si sobre el polígrafo del siglo XV se acuñó en la Vieja Castilla la frase «escribir más que El Tostado», otro tanto podríamos decir de nuestro caraqueño Viloria Vera, en los últimos tiempos afincado en Salamanca, cercano a su prestigiosa universidad en la que fue alumno y profesor el tal Fernández. Enrique Viloria Vera, en suma, ha escrito y sigue escribiendo «más que El Tostado», dicho sea, con agradecimiento porque es siempre un gozo leerlo y además altamente provechoso.
Adelanta el autor en su breve introducción que este volumen forma parte —y al ser la tercera, cierra— de una trilogía que empezó a punto de terminar el pasado siglo con «Comarcas del ojo», continuó en 2010 con «Predios de la mirada» y remata con este «Territorio de la pupila». Acépteseme la broma si digo que ante la designación de «comarcas», «predios» y «territorio», junto al «ojo», la «mirada» y la «pupila», los que gustamos de la pluma eficaz, fluida y certera de Viloria, estemos deseando que la trilogía se resuelva en tetralogía y aún vaya incluso más allá. Aún le quedan títulos que cumplir con más excelentes miradas de las suyas. Sugerimos Provincias del iris, Barrios de la retina o Avenidas del cristalino.
Hablando de mirar, que como se sabe es el aspecto más voluntarioso de ver, entiendo que esa es realmente la sustancia de este libro, de casi toda la ingente obra de este autor infatigable: la mirada. Resulta fascinante —ojalá coincidas, lector, conmigo—, la forma de mirar de este escritor de auténticas hechuras. Es como si la condición de espectador impenitente formase parte de su ADN o como si, de chico, le hubieran indicado «tú fíjate mucho en todo, que todo es importante», y eso le hubiera inyectado en vena la condición de escritor ya para siempre, de analista de la realidad, de captador de imágenes de todo tipo, de observador del mundo; que no es otra la condición del auténtico escritor.
Su autor, cumple en este libro la antedicha condición de polígrafo esmerado y acumula ensayos, artículos y poemas escritos en los últimos tiempos. Lo hace, además, de una manera generosa puesto que suele utilizar gran cantidad de textos de los autores que reseña y celebra.
Desde el roterdamés Erasmo al abulense Muñoz Quirós, si de escritores hablamos, pasando por el filósofo científico Lennox o los poetas Martí y Pulido. Desde las aves que pueblan los papeles del pintor salmantino Miguel Elías hasta los colores viajeros del también charro Manuel Gutiérrez. Nada escapa al análisis intenso, al comentario amable, a las palabras veraces y emocionales de Viloria Vera. Literatura, arte, política, costumbres, religión, viajes, visiones, complicidades, identidades patrias, observaciones en detalle y visiones panorámicas, todo entra en este y en los otros muchos libros de este personaje nacido para las letras en su sentido más amplio y más rotundo.
Cuando lo conocí en Madrid, al mismo tiempo que el poeta y profesor López Rueda — él lo recuerda en el epílogo de este libro—, eran días de trasiego navideño y ni siquiera sospeché entonces que nos uniría ya para siempre una hermandad personal y literaria. Aquel Madrid de las Letras donde tantos escritores deambularon desde los siglos de oro hasta la actualidad eran el marco perfecto para que Enrique Viloria se sintiese como en su casa. Lorca y Calderón, Lope y Alfonso X el Sabio, Cervantes y Quevedo, Góngora y Bécquer, Valle-Inclán, Pérez Galdós y tantos otros que por allí circularon y andan en estatuas y fachadas, me preguntan cada vez que paso por la zona dónde está el amigo Viloria. Siempre les respondo que en Caracas o en Salamanca. Me preguntan ¿qué hace? y mi respuesta siempre es la misma: escribiendo sin parar, haciendo amigos, preparando proyectos, inventando historias, leyendo sin parar, concibiendo poemas…
Y todos esos habitantes del Parnaso me dan recuerdos para él y me dicen que no se olvide de venir a verlos; para ellos es un camarada, un cómplice, un colega aventajado, un escritor en lengua castellana de auténtica raza.
Siempre coincido con ellos y siempre deseo encontrarme con mi tocayo Enrique Viloria Vera, sea en una lectura literaria, en una tertulia de amigos o delante de un chocolate con churros en las tripas del viejo Madrid. Lo que sea con tal de disfrutar de su sabiduría y su desbordante personalidad.
Te aviso, lector: cuando leas este libro te va a pasar lo mismo, quedarás, como se dice, enganchado, y ya formarás parte de todos esos amigos que estamos deseando siempre volver una y otra vez a sus páginas. No podrás escaparte. Este escritor es una autopista de literatura por la que da gusto circular sin frenos. Pisa el acelerador y déjate llevar.
Enrique Gracia Trinidad. Poeta epañol, editor, artista plástico. Con numerosos premios y reconocimiento por su vasta obra publicada, recibió la Medalla Internacional Vicente Gerbasi otorgada por el Círculo de Escritores de Venezuela.