Palabras para el día del escritor, Círculo de Escritores.
Caracas, Sala Cabrujas, 26 de noviembre, 2016.
Ana Teresa Torres
¿Qué puede decirse sobre la literatura, me pregunto, en medio de un secuestro que nos obliga a todos, sean cuales fuesen nuestras opiniones y sentimientos con respecto al destino del país, a vivir permanentemente sometidos al seguimiento de lo que acontece? Probablemente, pienso, esta escena en la que somos actores hoy les parecerá a muchos una suerte de evasión o de aislamiento de la “realidad nacional” –por llamar de alguna manera a nuestro secuestrador–, e incluso no descarto que alguno nos tomara por locos. La dificultad que me sobreviene no es la de la página en blanco, sino muy al contrario, la de la página demasiado llena de preocupaciones legítimas pero enemigas en ese momento de mi propia posibilidad de ser y hablar como escritora venezolana, que es finalmente la identidad por la cual estoy aquí y la razón que justifica esta invitación tan honrosa. No les oculto que desde hace un tiempo ya demasiado largo vengo experimentado que mi página está tan abarrotada de “realidad nacional” que no logro imponerme a ella, y a pesar de ella escribir acerca de mi propia realidad, o como quiera llamarse eso de lo cual se escribe. Y esta lucha por zafarme del secuestro es lo que me parece guía estas consideraciones. El combate por resistir la tentación que me hubiera llevado a interrumpir su escritura. Pero todos aquí estamos en el mismo saco, todos allí aquí somos resistentes del secuestro y eso nos une. Hablemos, pues, de literatura.
Un tiempo como el que vivimos, si bien para el acto material de la escritura es profundamente perturbador, es también un tiempo fecundo. No quiero decir que sea un productor de temas, sino un generador de conciencia de la literatura. Y quisiera hacer aquí un recordatorio de Imre Kertész que para sorpresa de muchos –y probablemente de él mismo– ganó el Premio Nobel en 2002. Kertész escribió durante más de treinta años una obra literaria totalmente desconocida, pero no sólo internacionalmente sino dentro de su propio país, Hungría, en donde vivía un secuestro incomparablemente más empecinado y cruel. Salió por primera vez de su país cuando tenía unos sesenta años. En su memoria “El otro, crónica de una metamorfosis” leemos su resistencia como escritor, para mantener por sobre todas las cosas su identidad de tal, escribiendo en un idioma que difícilmente puede ser leído fuera de sus fronteras, y sin ser leído dentro de ellas. Lo que he encontrado en el caso Kertész es una respuesta, o al menos una referencia por el lado del camino interior que me consuela en la experiencia de haber comprobado en vivo que de pronto la identidad de escritor sea tan frágil que pueda desvanecerse en medio de la atronadora voz del discurso del poder.
Ni los escritores –ni los críticos, los investigadores y docentes– debemos avergonzarnos de una condición que es consecuencia inmediata de nuestra identidad y de nuestro trabajo: el hecho evidente de que no podemos, en tanto tales, surgir a la palestra con una solución a cualquiera de los problemas del país, ni tenemos ni tendremos jamás una voz que se eleve en medio de una historia dominada por la pasión de poder, como creo que es la nuestra. El poder no es necesariamente nuestro enemigo, pero con seguridad nunca es nuestro aliado. Los escritores que han sucumbido a la tentación del poder han terminado por dañar su escritura, o lo que es peor, su conciencia. La escritura es lo contrario del poder. O si se quiere dicho de otro modo, no se puede escribir desde el poder. El poder es ese ciego, certero y sólido monstruo, amo del corazón de los hombres y que solamente es dominable, custodiable, amansable, en aquellas sociedades lo suficientemente inteligentes para reconocer su voracidad, que no es nuestro caso. El poder en Venezuela es ubicuo, crónico, tan presente como el sol que encandila los ojos acostumbrados a un mismo paisaje que apenas si lo vemos salvo cuando algunos momentos de la historia lo quieren así, y me pregunto si la débil presencia de la literatura, y de la cultura en general, no tendrá que ver con el hecho de que son acciones que generan en nuestra sociedad muy escaso poder. O en todo caso, poder de camarilla, pero no el poder duro, poder de verdad verdad. Y probablemente nosotros, me refiero a estos extravagantes personajes que somos los reunidos hoy aquí, lo sabemos y lo hemos sabido siempre. Y eso nos avergüenza, nos debilita, nos arrincona. Quizá también la diferencia entre la cultura y la barbarie sea precisamente el lugar que se le da a lo que no genera poder. Pero, volviendo a Kertész, me preguntaba cómo este hombre pudo resistir años construyendo una obra a contra marcha de la sociedad asfixiante en la que vivía, rechazado por las editoriales, silenciado por el poder totalitario. Creyó consistentemente en la importancia ineludible para él de ser alguien que escribe. Creyó en la escritura como el soporte indispensable de su supervivencia.
Pero hablemos de nosotros. Partir de algún punto que ordene el transcurso de estos años, me digo, para pensar el tiempo que he sentido a veces vertiginosamente escandaloso y otras discurriendo en la reiteración de situaciones, discursos, incidentes. Un tiempo abrumador en el que con frecuencia me encuentro desorientada sin poder precisar la ocurrencia de tal o cual suceso. Un tiempo detenido en los rituales de la confrontación política, distorsionado en pensamientos y actos gobernados por la convulsión. Un tiempo abarrotado de acontecimientos que se han acumulado como una quincalla en la que cuesta distinguir lo principal de lo accesorio, lo efímero de lo permanente, lo propio de lo ajeno. Un tiempo de escritura a saltos y sobresaltos por donde la literatura ha proseguido su silenciosa marcha, y los escritores, a pesar de la furia de la historia, hemos continuado ejerciendo el oficio, desafiando el riesgo de que se nos vuelva irrelevante (en varias ocasiones le escuché a Michaelle Ascencio su lucha contra el sentido de banalidad que la invadía al trabajar en una novela cuya protagonista pertenece al siglo XIX). Y sin embargo, allí está la clave. En el registro personal que cada quien habrá consignado de esta encrucijada en medio de la cual vive Venezuela desde el fin del siglo XX.
No hay separación aséptica entre lo que ocurre allí, fuera de mí, en el mundo del poder, y mi propia vida. No es (no ha sido) una época de torres de marfil, si es que en algún momento esos recintos han existido. No hemos sufrido tampoco el volcamiento en la tragedia del país aceptando una suerte de abandono sacrificial de lo que para el escritor es más amado. Hemos vivido y escrito en el país, del país, sin el país, con el país. Ha corrido un tiempo que nos ha obligado a todas estas contradicciones, vericuetos, incertidumbres, y así hemos construido (construimos) una experiencia única, que no del todo podemos clasificar en algún memorable de lo sucedido en otras lugares. No hay duda. El paisaje ha cambiado. Definir el destino de sus transformaciones resulta prematuro, apenas si comenzamos a divisar un conjunto diferente, pero todavía amorfo, incipiente, no sabemos si efímero. Intentemos palpar sus contornos.
Se ha publicado mucho en estos años. La mayoría de los títulos van por el ensayo, periodismo, historia, estudios sociales y económicos, análisis políticos y jurídicos, entrevistas; y últimamente ha surgido con mucha fuerza la crónica, como testimonio de lo que ocurre y lo que se vive. También las invitaciones para presentaciones de libros literarios son constantes. Antes tenían el carácter de reuniones de secta o de amigos del autor, ahora los asistentes son frecuentemente multifacéticos. Personas antes ajenas al movimiento literario se han aproximado, al menos con curiosidad, a los encuentros de escritores convocados desde distintas instancias. Sobre las mesas de las librerías reposa una considerable cantidad de libros de autores venezolanos. Las librerías son parte activa dentro del estímulo promocional de los libros nacionales; tiempo atrás -con las excepciones de rigor- eran reacias para aceptarlos en los anaqueles. Hoy el libro venezolano, literario o no, comienza a ser apetecible como consecuencia del control de cambio que ha encarecido o imposibilitado la importación, pero también por una necesidad de comprender qué pensamos de nosotros mismos.
En una intervención de hace muchos años, durante la Feria del Libro de Caracas, aproveché para exponer algunas consideraciones acerca de la conciencia del escritor y de su lugar en Venezuela. Me parecía entonces –y creo que mantendría mi parecer- que la intervención del Estado en la cultura, y por ende, en la literatura, había generado efectos benéficos en la medida en que se recibieron recursos sin precedentes que permitieron crear una importante infraestructura cultural en todas las áreas; pero también efectos perversos, en tanto se produjo una suerte de paralelismo entre el sector cultural y el resto de la sociedad. Veo ahora con claridad lo que en aquel momento apenas intuía: “El sostenimiento, preservación y circulación de nuestro patrimonio literario exigirá una decidida voluntad porque quizás no contará con otro recurso que el de nuestra inteligencia”. Y ciertamente, cuando los escritores comprendimos que ya el Estado no nos patrocinaba, o ya no queríamos que lo hiciera, comenzaron a multiplicarse las iniciativas privadas. Yo veo con maravillado asombro cómo nacen nuevos sellos editoriales y como se anuncian títulos en los más diversos géneros, y dando voz a viejos y nuevos autores. No podemos hacer vaticinios, pero lo que sin duda es un hecho es comprobar y celebrar su existencia, ser testigos de que los escritores venezolanos y los editores no se amilanaron ante las circunstancias adversas, y por el contrario buscaron y produjeron soluciones. Cuál será el destino de muchos de ellos, no lo sabemos. Resistirán la situación económica o morirán en el intento. Por el momento parecería suficiente afirmar que resistimos y sigamos haciéndolo.
La poesía, sin duda, ha tenido un papel fundamental. Cuantos poemarios no se vienen publicando, así como recitales, jammings, presentaciones. La resistencia ha sido activa, en defensa de nuestros valores democráticos, de libertad, de cultura ilustrada. Todo lo que hemos venido haciendo, escribir, leer, reunirnos, existir juntos, en suma, es una forma de lucha y sin duda que la persistencia del Círculo de Escritores es un magnífico ejemplo a seguir. Cuando más adelante los reseñadores de la literatura hagan el recuento de este tiempo no tengo ninguna duda de que la presencia constante de los escritores ocupara un lugar muy claro en su trabajo, a veces silencioso, de mantenerse en pie y continuar la tradición literaria venezolana, una de las más ricas de la lengua, aunque algunos no lo sepan.
Palabras pronunciadas por la escritora venezolana Ana Teresa Torres, en la celebración del Día del Escritor, evento organizado por el Círculo de Escritores de Venezuela el día 27 de noviembre de 2016