El efecto Hemingway
Por Fausto Ramos*
El viejo Ernest asentó la frente
contra los cañones de su escopeta,
cerró los ojos, vio que un león se acercaba
y disparó. Ya era hora de que volviera a disparar.
Francisco Hernández
El día de mi encuentro con Marcelo Chiriboga, el cielo
tenía un color cenizo azulado que parecía augurar tormenta. Lo
encontré sentado por la Plaza Foch, a la salida de un café, sobre
una cómoda silla de mimbre y bajo una sombrilla, meciendo su
moccacino. Al acercarme se apoderó de mi brazo:
–Fausto, mucho tiempo sin leerte –sonrió sarcástico.
–Marcelo, tanto tiempo sin escuchar tus chistes agrios –
repuse también sonriendo.
–Sigues a la defensiva como siempre… olvidemos lo pasado
y conversemos de nuestros planes futuros.
–¿Quieres tomar algo?
Marcelo me invitó, dijo que quería proponerme un plan que
al fin le traería la fama que siempre nos había sido esquiva.
Recordamos entre risas el día que nos conocimos en un taller
literario, al que asistíamos únicamente por la convicción de hacer
arte, de crear. Recordé una frase de algún escritor francés que
decía que este oficio era un oficio de infelicidad, pero sin el cual
no podríamos tampoco vivir.
Escribíamos libros para repartirlos, como postales navideñas,
entre los familiares y conocidos, y gastábamos siempre de nuestro
agujereado bolsillo para organizar el lanzamiento en un aula que
parecía ser la más grande del mundo, porque jamás se llenaba. Sin
embargo, nos poseía un sentimiento especial de meta cumplida
mirar esa sala completamente vacía, con familiares y unos pocos
amigos que acompañan más por solidaridad que por interés
cultural.
–¿Recuerdas? Cuando caminas desde el podio y subes las
gradas para recibir los abrazos de los amigos de siempre y de uno
que otro curioso que llega al final del evento, seguramente con
más afán de participar en el brindis que de la obra.
–Y luego, durante el brindis, se formaba un enjambre de
voces con gente arrojándose a las bandejas con vasos de vino
Clos de Pirque, el más decente y barato que podíamos comprar, y
devorando los bocaditos como refugiados somalíes.
–Claro, se iban formando los grupos para la sesión fotográfica
y al final, se dispersaban como fantasmas, ya sea por la hora o
porque se acababa el vino… o porque se lo escondía para que Le
groupe Vin saliera a libar en otra parte.
–Tú les bautizaste así al grupito de borrachines que, con sus
mejores galas, asistían a todos nuestros lanzamientos con el único
afán de empinarse todo el vino que fuera posible.
–Al final de cuentas, hay que ser compasivos con ellos… son
el público más fiel con el que contamos hasta ahora.
–Sí, es cierto. Al menos hacen compañía. Es que no tiene
sentido escribir para que nadie te lea, regalar los libros a los
conocidos y repetir el ciclo interminablemente hasta ver si ocurre
un milagro y la crítica se fija en tu obra.
–Y luego acudir a librerías para que reciban tus libros a
consignación y llamarles meses después para saber que siguen
empolvándose en sus estanterías.
–Cuando el dinero escasea se te ocurre golpear las puertas
del Gobierno, para que tu creación forme parte de una lista
interminable de obras sin publicarse. Instituciones que más
parecen bodegas de añejamiento, porque, al parecer, creen que
los libros reposados adquieren cuerpo y un buqué más sutil para
el lector luego de siglos de estancamiento.
–Sí, es la única manera de explicarse por qué esas instituciones
siguen publicando las mismas obras que la crítica extranjera miró
como pioneras muchos años atrás.
– ¡Cabrones! Como si eso fuera lo único que se produce en
el país. ¿Qué hay de nosotros, de los nuevos escritores, de los
que escribimos en computadora y ya no en máquina de escribir,
de los que regalamos vino y bocaditos junto con nuestras penas
volcadas en el papel para que alguien nos regrese a ver? ¿Qué
hay con nosotros, la generación de los ‘impublicados’? –Marcelo
se exaspera y continúa–. Si se te ocurre presentar tu obra para
concursos en los que dicen fomentar el rescate de los valores y
cultura locales, resulta que se premian obras que rinden culto a
lo escatológico. Y cuando al año siguiente escribes algo siniestro,
no te dan ni agua porque dicen que esa temática está decadente.
–A mí se me ocurrió participar en una feria de libros,
exhibirme como un arlequín de circo o como diría un amigo
escritor: transmutar en un fenómeno de feria para ver cómo la
gente olisquea tu obra y pasa mirándote raro, haciéndote sentir
una especie en vías de extinción, por los miserables índices de
lectura que existen en el país: medio libro al año. ¿Te imaginas? Es
lo que un niño debería leer en una semana –y seguí elucubrando–.
¿Escribir para quién? ¿Escribir para qué? Sin embargo, lo
seguimos haciendo, Marcelo. ¿Cómo le puedes decir al salmón
que ya no navegue contracorriente? ¿Cómo le puedes decir a un
teatrero de la calle que no repita el mismo chiste agrio?
–¿Cómo le puedes decir a un escritor que deje de crear
literatura? Pero todo esto va a cambiar, he hallado la fórmula para
que el mundo sepa de mi trabajo.
Miraba intrigado a Marcelo, tal vez porque era de las pocas
veces que invitaba algo o por la ansiedad de escuchar su idea para
salir del anonimato literario.
–Te escucho Einstein. ¿Cuál es tu fórmula para alcanzar el
éxito?
–El efecto Hemingway –dijo secamente.
–¿Qué?
–Efecto Hemingway –repitió impaciente–. Te explico, pocos
escritores en vida han sido reconocidos y únicamente cuando ya
no puedes siquiera orinar te premian. Analizando los antecedentes,
si quieres obtener fama rápida, solo queda una opción práctica:
escribir una buena obra y suicidarte, así como hizo Hemingway.
Dicen que sus sesos aún están regados del escopetazo que se dio,
pero él lo tuvo todo, fue corresponsal de guerra, un apasionado
de la vida, escritor, deportista, combatiente, bebedor y seductor
empedernido, prototipo del macho triunfante, ícono de la cultura
popular; solo le faltaba pasar a la inmortalidad y eso lo logró con
aquel disparo: “Ernest Hemingway despierta en su casa de campo.
Se pone la bata a la que llama la túnica del emperador, sale de
la habitación cuidando no hacer ruido para evitar despertar a su
esposa y va al cuarto donde guarda sus armas. De entre rifles,
pistolas y escopetas, elige una y baja al recibidor. Toma asiento y
apoya la frente contra los cañones”1.
–¿Quieres decir que vas a suicidarte para que alguien te lea?
–Técnicamente… sí. Pero en realidad, solo sería un adelanto
a la muerte con fines transcendentales –y me extendió un sobre–.
Es mi examen oncológico. El único que se fijó en este escritor, fue
el cáncer. Me diagnosticaron dos meses de vida y antes de morir
1 Rafael Vargas, Hemingway: el trauma que culminó en suicidio, Revista
Proceso, 2011.
quiero irme de aquí escribiendo una obra póstuma que el mundo
lea. Así como Larsson con su trilogía Milenium.
–Pero Larsson murió de un paro cardiaco, subiendo al
ascensor y sin imaginarse que estaba escribiendo un bestseller.
–Muerte, al fin y al cabo. Quiero pedirte un favor –me dijo–.
No voy a hacer un drama de esto, no tengo el coraje de hacer algo
espectacular como Hemingway, y lo único que sé es que el día
de mañana ya no estaré vivo. Quiero que tomes este borrador y
lo publiques como una obra póstuma, con tu prólogo. La obra se
llamará Palabras sombrías. También deberás ayudarme con el
lanzamiento de la obra y de lo que logres reunir con las ventas,
te quedas con el diez por ciento y el resto se lo das a mi esposa.
–¿No decías que la odiabas y que ya no querías saber de ella?
–Sí, pero hasta lo que odias lo terminas extrañando. Además,
de esa manera le demostraré que puedo servir, aunque sea de mal
ejemplo.
–¿Y has decidido cómo terminar? –planteé tratando de
disuadirlo.
–He estado investigando sobre el tema, mira por ejemplo
Alfonsina Storni, en lugar de caminar aguas adentro, como dice
la canción de Ariel Ramírez y Feliz Luna, se lanzó desde un
acantilado de la playa La Perla, en Mar del Plata.
–Acá no podrías hacer eso. Tal vez buscar el puente del
Chiche o el de Guayllabamba.
–O la poeta Marina Tsvetaeva, se colgó de una cortina en su
habitación.
–Podría ser una buena alternativa.
–Pero habría que ver un lugar alto y la buhardilla donde vivo
es una ratonera.
–O Emilio Salgari, que se abrió el vientre con cuchillo –Dije.
–Demasiado agónico para mi gusto, quiero algo más rápido
y efectivo.
–Dijeron que Poe se suicidó envenenándose.
–Es una teoría, pero usar veneno para ratas tampoco es una
medida que me seduzca. Como podrás ver, definitivamente la
clásica bala es uno de los métodos más populares: Jacques Rigaut,
Hunte Thompson, Sandor Marai y por supuesto Hemingway,
entre otros.
–¿Y no podrías optar por una alternativa desesperada, como
seguir viviendo? Es también una forma de suicidarse…
–No, ya está decidido. Y quiero que me ayudes a cumplir
mi última voluntad. Así confirmaremos si mi teoría del Efecto
Hemingway es cierta.
Desistí continuar hablando del tema y consideré la absurda
idea de Marcelo como un desahogo a su penosa situación. Preferí
conversar de temas más agradables y recordamos anécdotas
graciosas de nuestra vida bohemia, como aquella vez en que las
viejitas de un café nos confundieron con vividores. Al final nos
acercamos a ellas, siguiéndoles el juego, pero luego Marcelo se
acarameló con una y no la soltó en toda la noche. Me comentó
que la viejita era una solterona que le llevó a su casa y al día
siguiente le había servido el desayuno y embarcado en taxi, no sin
antes pagarle por sus servicios. Cuando le pregunté cómo se había
sentido, su respuesta me desternilló de la risa: “si eres bueno,
luego te pagan. La primera vez que recibes dinero te sientes mal,
luego ya te acostumbras. El problema es que después quieres
cobrar a todas las que se acuestan contigo”.
También recordamos que utilizábamos los libros como
divisa, ya que los intercambiábamos por otros libros usados o
nuevos, y a veces hasta eran una forma de pago para aplacar el
hambre atrasada o la última cerveza, donde la dueña del local, con
cara de madrastra, aceptaba el libro sin convicción.
Nos despedimos dos horas después y me hizo prometerle que
publicaría su obra póstuma.
En la noche recibí una llamada. Era Marcelo diciendo que
fuera a verlo. Considerando su estado depresivo y sus oscuras
intenciones, no dudé en acudir, era lo menos que podía hacer por
un colega de letras e infortunios. Llegué hasta el cuartucho que
arrendaba en San Juan y golpeé la puerta.
–Entra Fausto –oí su voz desde adentro que me invitó a pasar.
Al correr el cerrojo, una detonación violenta explotó en mis
oídos. Y lo que miré me hizo recordar a Hemingway. Marcelo
había adecuado la puerta para que yo accionara el gatillo al entrar.
Ahí estaba un amasijo deforme… ahí estaba Hemingway… ahí
estaba un cojudo escritor ecuatoriano jugando a ser inmortal.
Llamé a la policía y luego llegaron los familiares. No había
dejado ninguna nota explicando su decisión y preferí respetar su
última voluntad.
Luego de responder algunas preguntas de rigor, acerca de
cómo se dieron los hechos, me dejaron marchar y llegué a la casa
con una curiosa morbosidad por leer el borrador de Marcelo.
Al hojear el trabajo, descubrí un alma atormentada que
seguramente había amado y odiado con intensidad. El libro de
relatos, Palabras sombrías, daría mucho de qué hablar a una
sociedad hipócrita como la nuestra, donde la moral viste velo de
beata, sale a misa de madrugada y se entrega lujuriosa por las
noches.
En el entierro de Marcelo supe que mi amigo sufría una
profunda depresión desde la ruptura con su esposa y que el tema
del cáncer era mentira, como lo comprobaron los resultados
forenses. Posiblemente tenía cáncer al alma. Me mintió para que
su decisión tomara fuerza, luego de yo haber aceptado continuar
con el plan que había urdido.
Palabras sombrías. Relato oscuro erótico, contiene una
ácida crítica a la sociedad, mostrando el lado oculto de nuestros
corazones. Y como Marcelo lo narra en su obra, la naturaleza
humana es claro-oscura y para demostrarlo, decidí hacer algunas
variantes al imprimirlo.
El libro se titulará Palabras sombrías y yo seré su autor. En el
prólogo aparecerá Marcelo Chiriboga y le daré el diez por ciento
de los ingresos que obtenga con su publicación a su exesposa. La
zorra se merece menos que eso, pero seré magnánimo.
Al hacer pública mi decisión de ayudar a la esposa de
Marcelo, los medios de comunicación han difundido el libro y la
crítica ha sido benevolente. Incluso tengo propuestas de editoriales
extranjeras para traducirlo, así como para escribir sobre la trágica
vida de mi entrañable amigo… quién sabe y algún día hasta le
hagan una película taquillera.
*FAUSTO RAMOS
(Ambato, Ecuador, 1970).
Escritor y gestor cultural de Letrábilis, grupo de gestión y difusión cultural de Literatura Ecuatoriana. Ha publicado los libros de cuentos El Señor de los Cuentos : Historias Perdidas de la Mitad del Mundo (Editorial Lagarto Azul 2011), género fantástico- ecuatorial; Palabras Sombrías (Editorial Rampi 2012), género relato oscuro; El Señor de los Cuentos II: Crónicas Fantásticas del Equinoccio (Editorial Rampi 2014), género fantástico- ecuatorial.
Su obra Palabras Sombrías se hizo acreedora a la mención de honor a las mejores obras Publicadas en género cuento, Premio Joaquín Gallegos 2012, otorgada por el Municipio de Quito.
Ha participado en una antología nuevos escritores ecuatorianos titulada Luz Lateral 2 bajo el Sello Editorial Jaguar.
Su relato corto Deja Vu está incluida en el proyecto Minicuentos de autores del Ecuador, Fundación Cultural Rocío Durán Barba y traducido al francés por la Casa Internacional de Poetas y Escritores de Saint Malo.
Sus próximos proyectos son la saga del Señor de los cuentos 3: Siniestro, historias de terror ecuatorianas, así como continuar con la construcción de su primera novela.