Por Horacio Biord Castillo
El más moreno de los tres,
que ya había muerto cuando Jesús visitó sus tierras,
se llamaba Sair o Seir. Murió con el bautismo de deseo
Beata Ana Catalina Emmerich[1]
El agua transparentaba la piel de la venera. Reflejaba los rayos solares, las arenas y una música que ya había oído antes, que le parecía haberla oído. El agua agitó en la concha olas de espuma y el mar, lleno de peces, se abrió. Arpegios y brisa se confundían, lenta, aceleradamente después y de nuevo en forma muy calma y sosegada. Voces, gritos lejanos, como susurros en la distancia. Una luz intensa coronaba la noche y llenaba de sutiles reflejos de plata las culebrillas que transitaban cada día pastores y mercaderes, acaso algún salteador, pordioseros y vagabundos. Una mujer caminaba con un niño a cuestas, perdida, intrigada por el paisaje. Una cría de camello mamaba bajo la corta sombra de una palmera. Balidos. El ruido de la arena al danzar besando al viento.
Las tiendas se alzaban al caer la tarde y los sirvientes tocaban arpas y cítaras. Del agua emergían los rollos que acariciaba con fervor. Los mapas del cielo y la tierra se confundían entre sus dedos. En la mano, como un globo de fuego, se le posaba una bola de cristal donde leía las constelaciones y los recovecos de cada arcoíris, sus voces, incluso las más silenciosas y reprimidas. El cielo mostraba la ruta cada noche, cada mañana cuando aún la luna trasnochada brillaba sobre las tibias arenas o se confundía con el olor de cabras y ovejas o con la mirada espesa de los camellos de la caravana. Sonaban arpas y cítaras y algún bailarín hacía piruetas y con sus negros tobillos agitaba cascabeles, fabricados de pezuñas secas y metales. Escarabajos y toros alados, señores de músculos vengativos se veían estremecidos entre los orificios de la concha. Dorados becerros, seres antagónicos. Sus rostros se alargaban hasta desdibujarse como gotas que caían sobre el polvo. Polvo eran, polvo volvían a ser, polvo que ahora sus ojos veían extraño e impuro, cenagoso.
La luz seguía en el cielo. Derrota de astros guiada, cada paso contaba para apurar la marcha, cada desfiladero, cada oasis para abrevar y recoger dátiles. Llegaba la hora de la brisa y un olor de nardos impregnaba las ruinas que divisaban a lo lejos, algunas junto al mar, en las rutas más antiguas y transitadas, olorosas a seda y especias. Estrella partida en mil pedazos, luceros diminutos, mediodías como alfombras sobre el mar color vino que no daba cosecha, cada tarde volvía a pensar en aquellos relámpagos que brillaban y ardían más en la mente que en la bóveda celestial. Una noche se quedó dormido fuera del lecho, junto a las paredes de la tienda, sobre una manta de arabescos áureos y encarnados. El desierto se hizo cerúleo y luego mar, como las estrías brillantes de la concha, y el mar se abrió en una música de azahares. La ciudad estaba repleta de gente y hombres y mujeres hablaban con desparpajo. Unos llevaban pan, otros bajo el brazo gallinas y las mujeres se peleaban por ánforas y platos de cerámica. Un pastor, en el sueño, lo miró con asombro. La caravana seguía al compás de aquella música de alas, a ratos luz y sándalo, incienso.
Debajo de la concha una escalera conducía a una gruta oscura y con trazas de humo. Arriba, más arriba del agua abierta como un mar, flotaba un pez, y más arriba un cordero, y luego una paloma, una blanca paloma de alas muy precisas y tierna mirada. Muchos reyes se asomaban al camino. Algunos se postraban. Otros besaban la concha y se impregnaban la frente con el índice. Otros seguían impertérritos con hachones humeantes y sin brillo en las manos. Un caballo cornudo, de marfil tocado entre las crines y los ojos, galopaba con dulzura. Recorría praderas y selvas. Un niño vestido de pieles hecho hombre cantaba junto a un río. La concha brillaba entre aquellas manos benditas y el agua reflejaba su rostro y, en su mirada, las vistas de aquellos días, tantas voces y aromas, la música y la luz, la esperanza de llegar adonde los rayos iluminaban la tierra y cesaba cualquier resquicio de tiniebla. Las tiendas se recogían al amanecer y proseguían al encuentro, con lentitud pero sin sosiego.
Al postrarse sintió, tantos años atrás, la fuerza de las olas de aquellos océanos incontenibles que palpitaban, se abrían y volvían a cerrarse ahora, en la pequeña concha de venera. Sus ojos seguían mirando la luz, no tanto las luces palpitantes del cielo, sino aquella luz diminuta que hacía brillar la paja del establo y el hocico de las bestias, aquella luz que se hacía mirra y sal, aquella luz que era un camino y un altar en el silencio y el frío de la noche. Aquella luz no lo encandilaba sino abría el corazón de la concha, las entrañas del molusco, su canto de eternidad, como olas presas en el aroma y el candor de aquellos mapas celestes que mostraban geniecillos y bestias en las formas del cielo, retazos de historias, leyendas. De hinojos escuchaba el ruido del estandarte, la búsqueda sin fin, la senda del pastor tras los balidos de una oveja descarriada, cantos graves, llanos, simples, monódicos. Seguía con emoción el sonido bárbaro de los textos. La bola de cristal se hacía más transparente, como el globo de fuego que ardía sobre zarzas y olivos, sobre laureles y acacias sin quemarlos.
El mar abierto proseguía agitándose en aquella concha. El agua regaba tierras lejanas y naves ventrudas caminaban sobre lagos y ríos, como señores que sienten el deseo de llegar al aposento tantos años ansiado, un mundo sin torres inclinadas, sin carros desuncidos, sin seres atados y dubitativos. El agua caería como lluvia sobre tierra fértil, llena de granos y semillas. No llevaba turbante ni corona, solo sobre sus sienes el recuerdo de aquel viaje enigmático que de nuevo lo convocaba, que nunca había dejado de convocarlo veinte generaciones atrás. Su tumba en lejanos parajes sería venerada en relicario de oro. Sus pasos serían seguidos en cabalgatas por ancianos y niños, por ancianos que suspiraban como niños, por niños que debían seguir siendo como niños para llegar algún día a ser ancianos y comprender a plenitud el misterio de las cabalgatas. El agua era perfume y viento, suave viento del jardín, aroma de cuatro ríos. La gota era aquella mirada, aquel cántico de paz, aquella sinrazón suficiente para ser la única razón de cruzar desiertos y pasar al filo de acantilados y abruptas cañadas.
Décadas después, sus huellas se reflejaban en las aguas bendecidas que ansiaba para lavar su frente por última y definitiva vez, como tantas veces sus manos o los pies, despojadas las sandalias, llenos de polvo, de ese polvo del camino que recordaba el polvo primigenio, el barro y lo transitorio del crepúsculo. Deseaba beber aquella agua, vasta como los océanos, agitándose y, a la vez, aquietándose en la concha de la venera, beberla en la frente, sentirla cada día en los dedos, en los pasos, humedeciéndole las huellas, fecundándolas. Solo eso, entre tantos objetos del palacio, deseaba. Solo ese momento, entre tantos vividos, entre tantas profecías y anuncios del cielo lleno de estrellas, deseaba. Paja y musgo de un establo, cántico de criaturas simples, luz potente en la luz más tenue, hálito y modorra de pastores. Al nombrar creaba. Al desear nombraba lo creado. El agua se agitaba tranquila en la concha. Alfa y omega. Tres soplos estremecían la concha, el agua.