El mismo espanto que convierte la palabra en una mueca
Por Ana María Velázquez
Tercer Lugar en Cuento corto del VI Festival Literario ucevista, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2003
Los soldados avanzan y por donde pasan no queda nada. Con tanques y explosivos van devastando los edificios, las calles, los postes, los cafés, las librerías, los bares, las salas de video juegos, las estaciones de metro, los tenderetes de discos y de pinturas de labios.
No estoy despierta. Estoy soñando con la guerra, con el fin de todo lo que un día tuvo sentido en esta ciudad de decadencias interminables.
¿Acaso moriré? ¿Será este sueño el presagio de mi próxima muerte? ¿Será una profecía del porvenir oscuro que nos aguarda, a mí, a todo este pueblo de olvidos y abandonos infinitos?
Después nos acostumbraremos a las calles sin pavimento, destruidas por las bombas que lanzaron los aviones, a la suciedad de los albañales rotos y al excremento en todas partes, a la oscuridad de las noches sin bombillo callejero, a los apartamentos vacíos, a los mercados sin provisiones. Los que sobrevivan se acostumbrarán, irán de aquí para allá mirando sin ver porque ya no habrá capacidad para más asombro, serán como una horda de ciegos apretujándose en todas partes, en las paradas del autobús, en los centros de distribución de gasolina, de alimentos, de medicinas, a las puertas de los hospitales, de los consulados, de la Cruz Roja, de los crematorios comunes.
Pero un sueño es siempre un sueño, sólo una visión que, aunque conmueva el alma, no tiene necesariamente que cumplirse. Espero que pase rápido, que no sea tan cruel, que al menos nos dejen las viviendas para refugiarnos, los mercados para proveernos, los servicios básicos, que no destruyan los museos, que dejen tranquilas las bibliotecas y la estatua de Balzac, también la de Martí. Ojalá que no se ensañen contra las obras de Léger de la Universidad, que no quemen las muñecas de Reverón ni nos arrebaten los chicalotes y las dulcamaras, esa plantitas que se agarran con fuerza a los abismos de Luvina.
Sueño y, como en un sopor, veo las acciones confusas de los seres humanos buscando algo que no encentran más que en los depósitos de basura, en los restos de lo que quedó olvidado en las aceras, sucio, roto, inservible, barcos de papel a la deriva, guiñoles desmembrados, cometas llenos de huecos, con sus hilos enredados en los cuerpos entumecidos de pavor y las caras paralizadas de asombro.
Sueño y olvido que sueño porque la claridad de las imágenes me hace pensar que es real aquel mundo de humaradas negras, llantos interminables y relojes eternos, ding dong, que marcan el tiempo preciso de cada lágrima, de cada gemido, ding dong, como si las lágrimas y los gemidos fueran parte de una melodía, ding dong, de una sinfonía, si se le agregan los gritos nocturnos de las pesadillas.
Ahora estoy en el paseo junto al río, aquél donde sacaba a caminar a Olga, animal de dulce expresión que acompañó mi vida. Pero, en vez de parque con los bancos de madera de siempre, encuentro una gran fosa, un lugar al que se lo ha tragado la tierra y, en medio de aquel hueco negro, una bolsa de basura con un perro adentro reventándose de podredumbre. Sé que es Olga, no puedo soportarlo, quiero despertar, pero mi voluntad no cuenta, la muerte cruel de mi perra me persigue aunque corra buscando una salida. Sé que era ella, sé que era su cuerpo el que se descomponía en la fosa donde alguien la dejó olvidada porque no hay cementerios para perros. Pero por más que corra estoy presa de los caminos misteriosos de la visión que salen del paseo junto al río y me llevan hasta donde están los cadáveres que van a ser cremados, sin rezo, sin misa, sin nombre, porque no hay tiempo para averiguar identidades y saber quién es quién y quién debe cargar con cuál muerto.
Algunos buscan el que les corresponde, yo me uno a ellos, con el miedo pegado al costado, temerosa de que los aviones vuelvan a bombardear la ciudad, pero me afano en mi labor junto con los demás, con apuro, con ahogo por el hedor insoportable.
Trato de encontrar a mis padres para llevarlos a sus tumbas, los pondré allí para que descansen de todo esto, para que puedan olvidar lo que han pasado, lo que han vivido en aquellos días de la crisis antes de la guerra, los días del desasosiego. Quiero que puedan dormir en paz, quizás soñar, ¿pueden todavía soñar? ¿Qué pueden soñar los muertos?
Una vez acabado el trabajo me quedo en sus tumbas acostada en la tierra que remuevo con mis manos de vez en cuando, como queriendo que se abra y me deje entrar a mí también, como deseando que lleguen los soldados y me corten los brazos para poner uno en cada tumba y así poder abrazar a cada uno de mis padres eternamente.
Sueño con tumbas, miles de tumbas, miles de desaparecidos, de torturados, de ajusticiados y siento en la piel la angustia de aquellos días cuando todo el mundo sabía que habría guerra, pero nadie lo decía, cuando preferíamos callar y explicar que todavía estábamos a tiempo de hacer algo para evitarla. Es la angustia del que sabe y calla y callando muere o tiene que matar, con el mismo miedo muere o mata, el mismo sudor frío recorriendo la espalda, el mismo espanto que convierte la palabra en una mueca.
Morir, dormir, soñar. Aquí en mi refugio de imágenes puedo gritar tanto como quiera porque nadie vendrá a rescatarme, es sólo un sueño.
Pero entonces, al desviar la mirada del fusil que me apunta, no encuentro mi cama, ni mi lámpara, ni la mirada apacible de Olga que siempre cuidaba mis sueños porque sabía que eran nerviosos. No encuentro a Olga, lo que encuentro es la sangre que me salpica, todavía caliente, de los que acaban de caer a mi alrededor.
Con el ruido del disparo, mi cabeza gira con violencia en la almohada y, al cambiar de posición, comienzo a soñar que he despertado, que acabo de regresar de la tierra arrasada y que alguien me ha pegado un tiro en la cabeza mientras soñaba, ¿sueño que muero? ¿O muero y sueño que me han matado?
No sé, no sé. En el vértigo siento que es lo mismo, que es igual, que es el mismo sudor frío recorriendo la espalda, el mismo miedo, el mismo espanto que congela la palabra en una mueca.
*Ana María Velásquez, narradora, investigadora, docente de la Universidad Metropolitana de Caracas.. Ha recibido importantes premios y menciones honoríficas. Miembro Activo del Círculo de Escritores de Venezuela.