Sincronías. Crónica de un duelo, por Luz Marina Rivas

Sombrero Mujer4

En estos momentos, hoy 16 de mayo, en la Sala Cabrujas de Caracas, la escritora, crítica y amiga Laura Febres, está leyendo un texto mío sobre mi dulce esposo Carlos Pacheco, en su faceta de escritor. Acabo de ver en Twitter una foto de Laura leyendo “Pacheco, el escritor”, publicada por Benjamín Scharifker. Precisamente en estos momentos he comenzado a escribir este nuevo texto.

Esta mañana me quedé un rato en cama, pensando en Carlos, sintiéndolo, imaginando su presencia. Entonces decidí releer un texto suyo, “Santa Mimía”, escrito a los 49 días de la partida de su mamá, en 2003, en que hablaba de los sentimientos que le despertaba pensar en ella durante el duelo. Lo imprimí para verlo el Día de la Madre y enviárselo a sus hijos y otros familiares (hace una semana) y lo había dejado al lado de la cama. Conté cuántos días han transcurrido desde la partida de mi amor al día de hoy. Son exactamente 49, la misma cantidad de días transcurridos entre la partida de Mimía y la escritura del texto. En ese texto, encuentro las siguientes palabras de Carlos: “(…) esa presencia interior de ella en nosotros tiene un brillo, una armonía, una fragancia que, en lugar de conducirnos al pozo sin fondo del llanto, de la desesperanza, nos eleva a una condición privilegiada de visión clara, donde lo que corresponde es agradecer infinitas veces por el privilegio de haber tenido, como madre o como abuela a un ser como ella.” Desde la partida de Carlos, hace 49 días, no ha transcurrido uno sin que llore su intempestiva muerte, tanto, que ya he pensado ir a visitar a un oftalmólogo, pues mi vista parece haber empeorado. Sin embargo, conozco esa presencia interior, esa dulzura, ese brillo del que habla Carlos, que parece también hablarme ahora a través de tantas coincidencias o simultaneidades que rodearon su muerte. Encuentro, además, en “Santa Mimía”, mis propias palabras reproducidas por él: “A menudo, cuando siento el impulso de llamarla por teléfono, tal como hacía dos o tres veces por semana, me adelanto al dolor nostálgico y recuerdo lo que me decía Luz Marina: ´Puedes llamarla y hablar con ella cuando quieras; sólo que ahora ya no te hace falta el teléfono…´”.

Pienso en las múltiples sincronías y me doy cuenta de que aún no las he recogido en la escritura. Quiero hacerlo. Son memorias que atesoro y que me permiten intentar darle un sentido a este dolor que no termina de quitárseme.

Hace unos meses, terminando el 2014, cerca de la Navidad, Carlos me dijo que él sentía que ya había cumplido con todo lo que tenía que cumplir en la vida, que ya podía irse tranquilo, si le tocara. “No me malentiendas”, me dijo. “No es que yo quiera morirme. Yo deseo estar contigo y tengo muchos deseos de ver graduarse a mis nietos, pero creo que ya he hecho todo lo que tenía que hacer, profesionalmente y en todo lo demás. Si tuviera que irme ahora mismo, creo que ya he cumplido con lo que tenía que cumplir en esta vida” Aquello me produjo una sensación extraña, mezcla de dolor y deseo de aferrarme a su presencia. Estuvimos muy juntos esos días. Pasamos un diciembre hermoso, disfrutando en familia.

Antes de su último viaje, de Caracas a Bogotá, le pedí algunos libros, que dejé en nuestro hogar en Venezuela, entre ellos, Las noches oscuras del alma, de Thomas Moore. Este libro habla de cómo las grandes pérdidas transforman las vidas de las personas. No sé por qué se lo pedí. Creo que en los últimos meses, con mucha frecuencia, tantos cambios de vida me estaban afectando y sentía que ese libro me haría bien. Él cumplió y no solo me trajo ese, sino otro del mismo autor que él tenía en inglés: Care of the Soul. Este autor lo conocí por Diana Rísquez, cuando yo dictaba mi taller de Literatura para sanar. Ahora me resultan indispensables ambos libros.

El viernes 21 de marzo llegó a Bogotá. Yo estaría dando una clase por la tarde y nos reuniríamos en casa a su llegada. Así fue. Esa noche, ya habiendo regresado a la casa, recibí una llamada de Carlos. Me decía que estaba cerca. Le dije que bajaría a esperarlo, lo que hice enseguida. Cuando bajé, lo vi muy cerca de nuestro edificio, ya dentro del conjunto donde vivimos tantas cosas. Venía sonriente, arrastrando su maleta. Me le tiré encima a abrazarlo y besarlo. Estábamos como en un éxtasis. Él me dijo: “Esto es como Love story”. Unos años antes, comparando nuestras vidas antes de conocernos y recordando él sus años de estudiante javeriano en Bogotá, concluimos que debimos haber visto esa película en el mismo cine de Chapinero, él veintiañero y yo, apenas una adolescente de trece años. “Como Love Story, no”, le dije, mientras sentía una sombra sobre nosotros. “¿Por qué?”, contestó él. “Porque Love Story termina con una muerte”, le contesté. “Huy, bueno, como Love Story, entonces no. Yo no soportaría quedarme solo”. La sombra pasó y vino la alegría de estar juntos. Aquellos días fueron especiales. El lunes siguiente, incluso, era feriado y yo podía no ir a trabajar. Disfrutamos de caminar, descansar, ir al cine, leer juntos, hablar y hablar. Nunca se nos agotaban los temas. Juntos, nos hacíamos grandes conversadores.

Al día siguiente, Carlos me dijo que sabía que el Cirque du Soleil estaba en Bogotá. Tenía muchas ganas de ir. Era sábado y nos habíamos acercado a la agencia de viajes del Centro Comercial Santa Fe para pedir presupuestos de pasajes. O él o yo debíamos viajar en junio. Por circunstancias que no vale la pena comentar, él pensó que sería él quien debería venir en junio a Bogotá. En ese mismo centro comercial había un puesto que vendía las entradas para el circo. Yo estaba escéptica. Sabía que había personas que las habían comprado con un año de anticipación. Carlos consiguió comprarlas ese día para asistir al día siguiente, su último domingo en este mundo. Llegamos al circo y la función estuvo estéticamente hermosa, aunque el tema era fúnebre. Un payaso estaba a punto de morir y, desde su cama, podía contemplar toda su vida. Creo que la muerte ya nos rondaba.

Uno de los planes que teníamos para aquellos días en que Carlos estaría en Bogotá, era conocer al psiquiatra junguiano Eduardo Carvallo. Antes de venir a Colombia, la querida Diana Rísquez me había dicho que lo buscara, cosa que aún no había hecho yo. Nuestra amiga Olga Lucía Toro, compañera de Carlos en sus tiempos universitarios, estaba asistiendo a un taller dirigido por él, le habló de nosotros y, a mitad de semana, nos invitó a cenar en su casa después de la Semana Santa.

El otro plan importante era asistir al concierto que daría la extraordinaria pianista venezolana Gabriela Montero. El concierto tendría lugar en el Teatro Colón, el teatro más emblemático y con más historia, en el centro de la ciudad. Se haría justamente el viernes de concilio, el 27 de marzo. Ese día, estuvimos también conversando sobre muchas cosas, entre ellas, el hecho de que en Bogotá no teníamos un seguro funerario. “Si yo me muriera”, me dijo, “me gustaría que me cremaran”. Dijo que le gustaría que sus cenizas fueran llevadas a Venezuela. No podía yo sospechar que unas cuantas horas después, esas palabras me obligarían a tomar decisiones”.

Aquella noche, fuimos hasta el centro de Bogotá. Debimos caminar unas cuadras y disfrutamos de la caminata nocturna por el centro de la ciudad. Esperamos a mi hija Karina y entramos al teatro. Carlos estaba fascinado con este, cuando tomamos posesión de nuestros asientos. Lo vio hermoso; le dije que estaba recién remodelado. Se contentó al ver el piano de cola completo, majestuoso. A los pocos minutos, sentado en su silla, sintió que le faltaba el aire. El resto es historia. Murió en pocos minutos, pero yo no lo sabía. Pedí auxilio. Grité pidiendo un médico. Enseguida llegaron los paramédicos del teatro y tres médicos voluntarios. Entre ellos, el Dr. Eduardo Carvallo, cuyo hombro fue el primero sobre el cual lloré mi angustia. Más tarde, en la funeraria, él me diría que no acostumbraba a identificarse como médico, pero que en aquella ocasión sintió el impulso de hacerlo.

Cuando hice la difícil llamada a Fianna, la hija mayor de Carlos, para comunicarle su fallecimiento, ella me recordó que él quería ser cremado. Recordé, entonces, la conversación que habíamos tenido ese día.

Mi familia estuvo conmigo en el hospital, adonde llegamos en ambulancia. Mi hija Karina, que había ido al concierto con nosotros, me acompañó y sufrió conmigo aquellas horas terribles. Cuando llamé a mi hija Yazmín, ella estaba viendo una película con nuestra amiga Sandra Quiroz, justamente “La teoría del todo” y estaban viendo justamente la escena en la que el protagonista, el científico Stephen Hawkings, sufre un paro respiratorio en un teatro, cuando se disponía a ver una ópera. Mientras la película mostraba cómo lo sacaban de emergencia y lo llevaban a un hospital, sonó el teléfono.

Esa noche terrible tuve muchas solidaridades, aparte de las de mi familia -mis hijas, mi tía Cecilia y mi prima Marcela-. Agradecí mucho la siempre cariñosa y respetuosa presencia de Olga Lucía Toro, que llegó de primera a consolarme. También llegaron al hospital Sandra Quiroz, Oscar Rubén Duque y Cristo Figueroa. Fue importante la atención constante de Manuel José Álvarez, Director del Teatro Colón, que me informaba de lo que iba pasando con Carlos mientras intentaban resucitarlo. Al día siguiente, me puso en contacto con la propia Gabriela Montero, que quiso manifestarme su dolor por mi pérdida y que le dedicó el concierto a Carlos.

Días después, salí a acompañar a mi hija Yazmín y a mi tía Cecilia a hacer unas diligencias. Pasamos por un supermercado y, de repente, mi vista se posó en un libro colocado en los estantes de libros para todo público: El manejo del duelo, de Santiago Rojas, un médico colombiano, a quien yo había conocido en Caracas muchos años antes. Una nueva sincronía.

En aquella terrible semana, hubo una nueva casualidad. Me escribió un amigo de Carlos de la infancia, Sálvano Briceño, que se había enterado de su fallecimiento y que, por casualidad, pasaba esos días por Bogotá con su esposa, nacida en Colombia, como yo. Compartir con ellos un rato en esos días fue muy consolador.

No fue fácil regresar al trabajo después de la Semana Santa, habiendo recogido en el cementerio Jardines de Paz las cenizas de Carlos justamente el Domingo de Resurrección. Además, me tocaba trabajar con mis alumnos la novela más fúnebre posible: Pedro Páramo, el martes, cuando volví a la Universidad.

Antes del fallecimiento de Carlos, pocos días después de su llegada, me había comprometido con Sandra Caula para escribir sobre Contigo en la distancia, del escritor venezolano Eduardo Liendo, para la nueva revista El estilete, que estaba por salir justo después de la Semana Santa. Era la única obra de Eduardo que yo tenía en Bogotá. Sin embargo, no la había leído. En medio de mi dolor, quise cumplir con el compromiso, de manera que le pedí a Sandra unos días más y me leí la novela en dos días. Era sobre la muerte. Su protagonista, un niño que toma un autobús del que nadie se puede bajar, observa su vida por la ventanilla y recibe como compañeros de viaje a personajes literarios y cinematográficos, seres queridos, personas que pasaron por su vida. El niño es a la vez viejo y niño. Poco a poco se comprende que el autobús lleva a los pasajeros al final del fin. Escribí un trabajo titulado “La muerte como celebración de la vida”. La muerte aparece como la cima de una vida creadora y fructífera, como la de Carlos.

Uno de esos días tuve que ir con mi hija Karina al Centro Comercial Santa Bárbara, que no visito con frecuencia. La acompañé a comprar algo que solo conseguiría allí. Mientras la esperaba, me puse a mirar las tiendas vecinas y había una con figuras de santos. Me encontré con la sorpresa de que había allí una estatuilla pequeña de la Virgen de Coromoto, la patrona de Venezuela, con una pequeña placa que decía exactamente eso: “Virgen de Coromoto, patrona de Venezuela”. Esa es la advocación de la Virgen María que veneraba la familia de Carlos, cuyas hermanas tienen ambas Coromoto como segundo nombre. Carlos y su hermana Beatriz hicieron la primera comunión en Guanare, en el templo dedicado a la Virgen de Coromoto. Por supuesto, entré en la tienda. Ahora tengo en mi casa una imagen de la Virgen de Coromoto, sentada en su pequeño trono, con el Niño Jesús en su regazo, adquirida en Bogotá.

Unos diez días después del fallecimiento de mi Carlos, una persona que no me conocía, conmovida por mi luto, me hizo llegar otro libro que fue fundamental para mí, Experiencias con el cielo, de la Doctora Elsa Lucía Arango, prologado por Santiago Rojas. La Doctora Arango, psicóloga colombiana, especialista en procesos de duelo, habla también de la vida después de la vida en un sentido cercano al de la Doctora Elisabeth Kübler Ross, cuya obra La rueda de la vida había leído yo hacía ya algunos años. Creo que es el mejor libro que podría haber leído en este trance difícil y desolador. La gran casualidad es que acaba de salir al mercado este año.

El once de abril era sábado. No había reparado en algo increíble. Con Carlos, al día siguiente de su llegada, el 22 de marzo, habíamos comprado unas margaritas anaranjadas para adornar la casa. Las puse en un florero entre la cocina y la sala, y Carlos las cambió de sitio. Le parecía que se veían más hermosas sobre la mesa del comedor. 22 días después estaban las flores frescas allí, donde Carlos las puso. Yo ni siquiera les había cambiado el agua. Tuve que tomar una foto para que me creyeran. Aquel sábado comencé a fijarme en mi casa, que no había arreglado en los quince días que habían pasado desde su fallecimiento.

He soñado con Carlos dos veces. En ambas lo he visto volver a la vida, sabiendo dentro del sueño que ya ha muerto. Ha sido muy impactante. Con el transcurrir de los días, me van llegando más sincronías. Me han llegado mensajes que puedo sentir como suyos de cuatro personas. Una me dijo que Carlos estaría conmigo mucho tiempo; otra me dijo que él estaba cerca; otra, que sentía que estaba allí, conmigo; otra más, desconocida para mí, pero amiga de él, soñó con él, que se le aparecía para pedirle que hablara conmigo. En el sueño, esa persona estaba acompañada de un familiar que necesitaba ayuda. Dos días después, tuve noticias de este familiar, que en efecto necesita ser ayudado. Siento que Carlos me habla a través de todas estas sincronías. El dolor es inmenso, pero no puedo negar que a través de todas estas cosas, él sigue conmigo. Puedo sentirlo dentro de mí, como decía él de su mamá, en su texto “Santa Mimía”: “como una luminosidad sonriente, como una compañía tierna, cálida, gozosa. De esta presencia suave y dulce, amorosa y persistente, no tenemos ni sombra de duda.”

Luz Marina Rivas

Bogotá, mayo de 2015.

* El homenaje al escritor, investigador y docente Carlos Pacheco, fue organizado por el Círculo de Escritores de Venezuela, el 16 de mayo en la Sala Cabrujas del Centro Cultural Chacao, Caracas.

2 comentarios

  1. Mi apreciada Luz Marina, es un texto hermoso, gracias por compartirlo, mientras lo leía, un nudo en la garganta me atenazaba las lágrimas. Fuiste una mujer privilegiada al compartir tu vida con él y los muchos recuerdos que te acompañarán. Recibe un abrazo fuerte y solidario. El profesor Rubén Darío Jaimes, de la USB, al lamentar su partida me comentó: Carlos murió la muerte de los justos. Se refería a que murió súbitamente, sin sufrimientos y no como consecuencia de una larga y penosa enfermedad. No puedo evitar recordar las palabras que Jesucristo le dijo a Martha y Maria, hermanas de Lázaro, momentos antes de devolverle la vida: «Yo soy la Resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, llegará a vivir. Y el que vive y ejerce de en mí, no morirá jamás. Crees tú eso?» (Evangelio según San Juan, capitulo 11)

  2. Hoy es 2 de noviembre de 2019 y por coincidencia tropecé con este texto tan dolorosamente hermoso. En ocasiones internet se convierte en instrumento para sanar. Gracias al círculo de escritores de Venezuela por publicar esta crónica de la Profesora Rivas. Reitero mi gratitud.

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