En el bosque
Por Andrea Coultas
Mientras crecía tuve una hermanastra así que mi madre devotamente me repetía una frase que con el tiempo entendí que era un rezo y no una afirmación “Preciosa niña, la más hermosa de esta familia, la más talentosa. Mereces el mundo, un día tu príncipe llegará” y yo así lo creía.
En mi inocencia desfilé por un reino en el que estar rodeada de sedas, perlas, tules y flores era equivalente a convertirse en la indiscutible ganadora del premio mayor ¡El príncipe con su blanco corcel! Aquél que llegaría un día con su amor mágico, me despertaría con un beso del intoxicante letargo en el que vivía sumida y me convertiría en su esposa, en su sueño, en su estrella.
Pero hoy, escondida detrás de las cortinas que adornaban el gran salón, escuché como las campanas de la iglesia se burlaban de mí gritando “¡Despierta tonta nada de eso es para ti!” y una procesión de alegría y luz irrumpía el lugar como parte del cortejo de los recién casados que entraban felices, luego de haber logrado derrotar a la infame bruja.
Allí entre pájaros de arcoíris y mariposas cantarinas estaba ella, la Princesa, con sus bucles de sol y su piel de luna; damisela digna del Príncipe Azul que tomaba su mano. Ella sonreía sin percatarse que yo, su simplona y fea hermanastra la veía desde la oscuridad de un rincón que recordaba al alma de los suicidas. ¿Quién era la Princesa? ¿Qué es lo que la hacía perfecta, tan especial y tan diferente a mí? Podría ser que mientras sus ojos inmortalizaban las praderas en primavera los míos recordaban a un lodazal o que quizás su voz de sirena ensombrecía mi tono bajo y áspero; su nariz perfilada y sus labios finos siempre me habían traído pesadillas porque los míos eran demasiado gruesos en comparación. Totalmente la detestaba.
Y estaba su alma pura e inocente, tan llena de amor y bondad; mientras que la mía se deshacía en celos y envidia porque todo lo que debía ser mío ella se lo había llevado, todo lo que debía ser mi futuro destinado ella me lo había arrancado de las manos con su suave y perfecto ser de princesa. Ahora yo debía cumplir mi papel en su cuento de hadas, destinada a siempre ser la hermanastra, sin derecho a soñar mientras vivía esperando con mi devota amiga la soledad un baile prometido y una zapatilla de cristal que nunca llegaría.
“-¡Menuda mierda!-“ grité y sin ningún tipo de ceremonia salí de mi escondite y atravesé el salón. En eso también nos diferenciábamos ella y yo, las princesas no maldecían pero yo parecía un lobo de mar. Las princesas esperaban encerradas en sus torres la llegada del príncipe pero yo no.
Caminé por delante del Hada Madrina, entre los pájaros y conejos, frente a los invitados, pasé por al lado de la Princesa y del Príncipe y sin voltearme abandoné el castillo jurando que no moriría siendo la Hermanastra bajo la sombra de su hermana la Princesa. Yo encontraría a mi príncipe así estuviese en la faro más lejano de la tierra, yo iría hasta aquél que había nacido solo para mí, aquél que salido de la bruma sacudiría el firmamento para transformar el cielo en poesía.
No siempre fuimos la Princesa y la Hermanastra, en algún momento de nuestra infancia mucho antes de los celos, la envidia y la crueldad fuimos solo dos niñas que disfrutaban perderse entre los brazos de ramas que abundaban en el bosque. A la Princesa el bosque siempre le había cantado, a mí me susurraba palabras llenas de misterio, cuentos oscuros, sueños paganos. A mí el bosque me llamaba y ahora que caminaba sus senderos sin luna podía conectarme con esa sensación irremediable, esa fuerza que hace que sea el alma, y no los pies, la que se adentre hasta lo más profundo del bosque; esa fuerza que impulsa cada uno de los pasos de una persona hasta encontrarse directamente con eso que llaman destino.
“– Hermanastra, Hermanastra ¿Aún crees que eres digna de un amor apasionado?-“ dijo una voz sin cuerpo y me detuve en seco. Mi vestido estaba sucio por la caminata en el bosque y los mechones de cabello se me pegaban al rostro gracias al sudor que provocaba el verano. Si fuese la Princesa seguramente no tendría ni un solo cabello fuera de lugar y probablemente tampoco estaría transpirando, porque las princesas no sudan, pero gracias a no ser una de ellas estaba segura que la bruja, quien hablaba desde la oscuridad, no intentaría matarme.
“– No me molestes bruja. Estoy ocupada-“ dije retomando mi andar y anulando el miedo que esta mujer venida de las tinieblas podía causarme.
“-¿Qué buscas? Puedo ayudarte-“ dijo su voz y del suspiro del bosque apareció frente a mí en su verdadera forma. No con el rostro de una anciana decrepita, ni con los con cuernos del demonio. Apareció frente a mí con su figura de guerrera de la noche, con su hermosura terrorífica y su sangre de fuego. Ella, la bruja, quien no tenía miedo ni reservas en ser la dueña de su propio destino.
“-No te daré a mi primer hijo como pago así que puedes ignorar mi presencia y volver a concentrarte en tus planes malévolos-“ dije viéndola fijamente, con un nudo en la boca del estómago, fingiendo que esa mujer no podía convertirme en un ratón con solo pestañear. Ella soltó una carcajada que el bosque no le devolvió.
“-Solo quiero ayudarte Hermanastra ¿buscas a tu príncipe? Si sigues este camino lo que encontrarás será un dragón-“ dijo y por alguna razón sin razón supe que no estaba burlándose de mí.
“-No me llames así-“ le dije y me di media vuelta ignorando su comentario. Prefería tomar cien caminos alternos para atravesar el bosque que continuar más tiempo en su presencia. A diferencia de las princesas yo sabía que no debía fiarme de una bruja, por muy hada que ésta quisiera parecer.
“-¿Cómo te llamas entonces?”- me preguntó en un susurro y su pregunta caló en mi alma como un rayo salido del grito de Dios. ¿Quién era yo si no era la Hermanastra y tampoco era la Princesa? ¿Cuál era mi espacio en este ínfimo universo si había decidido abandonar mi papel en este cuento de hadas? El frío del bosque congeló las lágrimas que amenazaban convertirse en ríos bajo mis ojos, el silencio resquebrajado solo por el sonido de mi corazón ausente.
“-Tu y yo venimos de una esfera diferente a las princesas. Mujeres como tú y yo no nacimos para ser villanas o heroínas de las historias de otros-“ dijo la bruja cuando decidí volver a verla. Era hermosa y viendo su piel mármol y su boca bermellón podía entender la facilidad con la que envolvía a sus víctimas en sus espinosas redes de hielo.
“-Yo no soy como tú-“ le dije.
“-No, pero viviendo en este bosque sabrás quién eres realmente-“ dijo ella y como si hubiese sido un espejismo del diablo desapareció.
Con las piernas temblando me senté en la seca tierra largo rato. Estúpidas princesas, estúpidas brujas; todas ellas con su magia inmortal que yo no podía igualar, que yo no podía entender. Probablemente eso era lo que me hacía diferente a ellas, la magia, yo no tenía nada mágico en mí, era mustia y simple como una roca ¿Qué príncipe de cuál mundo podría quererme si hasta las hojas secas de los árboles tenían más gracias que yo?
“-¿Por qué anhelas tanto el amor de un príncipe?-“ me preguntó una voz que se asemejaba al grito de una flauta. Era un duende diminuto, que me observaba con sus malignos ojos desde la copa de un árbol. Yo suspiré observándolo, las princesas tenían hadas y dulces animales del bosque, yo tenía brujas cripticas y duendes pretensiosos.
Si bien no era la Princesa, eso no significaba que no pudiese llegar a ser una. Sacudí mis manos, dejé que el viento secará las semillas de lágrimas de mis ojos y comencé nuevamente mi camino. Atravesar el bosque era mi meta para llegar a un nuevo reino, uno en el cual yo encontraría mi destino. El duende me seguía sigiloso, esperando que olvidara su presencia para así jugarme alguna broma de mal gusto. La noche caía y era difícil para mí evitar las raíces que nacían del suelo seco; tan dentro del bosque me encontraba que aunque aún era temprano la oscuridad había hecho presencia absoluta en mi camino.
“-Por ahí reza un dicho popular-“ dijo el duende después de un rato apareciendo varios metros delante de mi “- Que aunque la Hermanastra se vista de seda Hermanastra se queda-“ y el infernal ser se carcajeaba con su chiste cruel, retorciéndose en el suelo y disfrutando del dolor que yo intentaba esconder en un rincón de mi voluntad, de las dudas y del terror de saber que quizá nunca entendería cuál era el papel que estaba destinada a tomar en esta vida maldita de cuento de hadas. Tomé una roca de la tierra y se la tiré con todas mis fuerzas pero antes de que ésta lo tocará él desapareció con un suave “plop”.
Me quedé sola y entonces en la oscuridad que se parecía demasiado a mi alma, en lo profundo del bosque donde el llanto de Dios no toca el camino, lo vi. Un ser oscuro, sombrío y silencioso estaba dormitando sobre un tronco marchito.
A veces la eternidad puede durar solo un segundo, un segundo en el que las desabridas princesas y los huecos príncipes desaparecen de la faz de la tierra y solo queda la presencia absoluta y asfixiante de un animal mitológico nacido del centro de la tierra. Mi corazón perdido volvió a mi pecho con furia y fue en ese momento cuando los ojos del dragón se abrieron y se clavaron en mí. Ni mil cuchillas ardiendo podrían haber igualado la fuerza desgarradora de su mirada de luna, ni cien mil príncipes azules hubiesen podido siquiera desear su belleza. De la boca de aquél dragón en el cuerpo de un hombre brotó fuego cuando me habló.
“-¿Eres la princesa que se perdió en el bosque?-“ preguntó con su voz oscura, mirándome como un animal que observa a su presa, como gaviota que mira al desorientado pez que nada en la orilla del río. Con movimientos de gato él se sentó sobre el tronco del árbol.
“-No. Soy la Hermanastra que huyó del cuento de la Princesa-“ respondí mirándolo fijamente, con la piel erizada y las manos empapadas.
“-Que lástima-“ dijo y no había pena en su voz “-Me hubiese gustado ser el príncipe que te rescata del dragón. Ah, pero casi se me olvida. No soy un príncipe, soy el dragón-“ sonrió con el peligro anunciado a viva voz en sus palabras.
“– Y yo no soy la princesa, así que me marcharé-“ dije y él sonrío nuevamente. Nunca pude irme.
La oscuridad en el alma del Dragón no fue una sorpresa para mí, después de todo había una razón por la cual nadie amaba a los dragones ¿Y a las hermanastras? A ellas tampoco las amaba nadie pero nosotros dos, perdidos en lo profundo del bosque no éramos personajes de cuentos de hadas. Nos desdibujábamos entre los árboles, nos desencontrábamos de las formalidades en los riachuelos y nos encontrábamos bajo las estrellas fugaces en el lienzo del cielo. Éramos solo un hombre y una mujer, transparentes, perversos, amantes iguales sin ataduras. El bosque me había llevado hasta él con todo mi pasado de niña triste, de hermanastra fea y todo su pasado de fuego, con su misterio, con su boca pagana que me empujaba en una loca carrera hacia el sol y con la fuerza telúrica de su alma que llamaba sin descanso a la mía. Amar al diablo era un acto de fe y que el diablo te amará era algo tremendo.
“-Este soy yo, maligno, oscuro desde nacer-“ me decía febril y demente entre besos de fuego y yo cambiaba, mutaba, me llenaba de una magia que no encajaba en etiquetas. En el bosque, en un mundo donde no existían las normas había olvidado lo que buscaba. ¿Un príncipe? ¿Quién quiere a un niño enamoradizo cuando tienes a un dragón? ¿Quién quiere ser una princesa cuando puedes dejar correr a tu alma desnuda como ninfa por el bosque? Princesas, esclavas de la perfección no tenían idea de lo que era amar a la fuerza de la tierra, esa fuerza que se metía en la sangre y que transformaba gloriosamente el espíritu de los muertos en vida.
Amando las imperfecciones y la oscuridad del animal perfecto comencé a enamorarme de mi propia penumbra. Él podía desaparecer un día de la misma forma en la que había aparecido pero yo ya había logrado grabar en el lienzo de mi memoria mis ojos, al verlos reflejados en los suyos, y ellos no tenían el color de un lodazal sino que se asemejaban a un cielo de tormenta en abril. Había oído mi voz y comprendido que no era áspera sino armónica cuando reía persiguiendo a los duendes sobre las puntas de los árboles; había besado con tanta pasión y desenfreno que agradecía que mis labios fuesen fuertes y carnosos para soportar el amor furioso de un dragón.
Este era mi cuento y yo ahora como ninfa reina, quien podía sudar de amor o de alegría, sin sentirme menos, sin culpas ni prejuicios era la que dictaba dueña y señora mi propio camino, solo yo y nadie más que yo podía vencer mi impuesto destino de hermanastra y el falso anhelo de perfección de princesa.
¿Quién quiere una zapatilla de cristal cuando puedes sentir al bosque latir bajo tus pies?
Cuento seleccionado por los integrantes del Taller Literatura para sanar durante las actividades para transformar hechos dolorosos en cuentos de hadas. Está muy bien escrito y rompe los paradigmas de la belleza y de las princesas. Lidia Salas