Por Horacio Biord Castillo
Señor presidente
y demás miembros del Círculo de Escritores de Venezuela1
Constituye, sin duda, para mí un altísimo honor el haber sido escogido por ustedes para pronunciar el discurso de orden en el día del escritor. No menos enaltecedora me resulta la designación que tuvieron a bien hacerme de miembro emérito de una institución que pretende ser un grupo de referencia para el apoyo y divulgación de las actividades literarias en nuestro país.
Los designios inescrutables de Dios me guardaban esta sorpresa en la perfección de su tiempo. No lo hubiera imaginado y nunca lo habría aspirado. Una llamada amable del gran poeta cumanés Luis Beltrán Mago me hizo partícipe de la noticia, que me bañó de la más pura saliva de estrellas, como el pueblo pemón de la Gran Sabana llama al rocío. Bañado de estrellas, vengo, pues, de mis montañas neblinosas para darles las gracias y aceptar, públicamente ahora, el nombramiento que me ata, quizá sin méritos suficientes, pero sí con enorme sentido de responsabilidad, a la institución que ustedes dirigen y de la que forman parte tantos colegas y amigos. Mi agradecimiento quiere revestirse de la mayor solemnidad para expresarles, aunque con palabras sencillas, que han tocado fibras muy ocultas de mi ser y lo han llenado de íntima satisfacción.
Pero no es el caso hablar de mí, sino de la responsabilidad de los escritores. En su día, en nuestro día, recordamos la obra y la proyección social que se espera de quienes el Cielo ha dotado de la noble herramienta del lápiz para ir tras molinos de viento, trastocados en gigantes y seres monstrudos, o para ensalzar los rasgos que vemos sublimes en toscas facciones descritas como encarnaciones de la belleza y lo excelso. Ni remendadas telas en las aspas de molinos ni la real fisonomía de Aldonza Lorenzo, sea cual sea su lengua y su género, pueden doblegar el ímpetu de quienes, no por efecto de desgraciadas y censuradas lecturas, sino por la fuerza de los sueños, salimos a “desfazer entuertos” y dedicamos para y por ello tiempo y desvelos a la escritura literaria.
Ser escritor conlleva una responsabilidad, trascendiendo las visiones románticas y los prototipos bohemios. Muchos grandes escritores la han sentido más allá de las lindes del oficio literario. Con mayores o menores aciertos, se han dedicado a la política, a la lucha armada, al proselitismo de una causa, a veces hasta el límite inadmisible de perder su independencia y de condenar su creación a los términos de un dogma o de una sola idea. Otros incluso han tenido que traicionarse a sí mismos para ofrendar en los altares del totalitarismo, las incomprensiones y, finalmente, en las piras de la más racional sinrazón.
En Venezuela se celebra el día del escritor en la conmemoración del natalicio de Andrés Bello, el sabio polígrafo caraqueño, autor entre tantas otras obras de una Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos y de valiosos poemas. Muchos de ellos buscaban insertar lo local en lo universal, como la “Alocución a la Poesía” en cuyos versos Bello la conmina a cantar lo americano: “tiempo es que dejes ya la culta Europa, [/] que tu nativa rustiquez desama, [/] y dirijas el vuelo adonde te abre [/] el mundo de Colón su grande escena”. Sin pretender una vuelta a los fueros del criollismo o del regionalismo, la advertencia, traducida en compromiso con lo americano y lo propio de cada país (visto desde una perspectiva postnacional), tiene una renovada vigencia, especialmente para los venezolanos.
Esta celebración local del día del escritor, en parte, cierra el calendario y abre las puertas a las fiestas decembrinas: Navidad y fin de año en un país en el que aún se puede hablar de esas festividades tradicionales. Aunque parezca exagerado decirlo, no es poca cosa. 2014 ha sido un año turbulento para Venezuela; pero no sé si más o menos que otros anteriores. Sin embargo, la turbulencia interna que nos toca tan directamente nos dificulta, a la vez, pensar y pensarnos en un mundo cada vez más complejo. Permitan, señor presidente, señores directivos del Círculo de Escritores de Venezuela, que dedique mis palabras a esta encrucijada de la humanidad desde la concreción venezolana de los grandes temas que tocan al mundo supuestamente globalizado.
Señoras
Señores
La literatura crea mundos, vastas cordilleras talladas por el ensueño. La escritura recrea el mundo, la realidad empírica, sus complejidades afectivas. Ofrece, en conjunto pero también en las escrituras particulares, un universo paralelo que permite evadir el mundo sensible. Contribuye a enriquecerlo y a perfeccionarlo mediante nuevas representaciones, que amplían y potencian al máximo las posibilidades de significación. Como todas las artes, la literatura no es más que un artificio para completar lo que solemos considerar la realidad. No es una mera imitación, sino un mundo autorreferente (aunque incorpore referencias sociohistóricas y geográficas) que puede albergarnos y guarecernos de aquello que Unamuno llamó la “cochina realidad”.
Hoy esa cochina realidad muestra en todo el mundo evidencias preocupantes: el avance de diversos tipos de fundamentalismo, nuevas formas de totalitarismo y autoritarismo, una crisis ambiental expresada en el recalentamiento del planeta, la indiferencia de muchas personas, grupos y gobiernos, amenazas globales como hambre y morbilidad, desequilibrios económicos e inequidades sociales. Parecería que el hombre, como en el relato de Mary Shelley,2 creó un monstruo que lo persigue, que nos persigue a todos los seres humanos.
Los análisis de la situación actual abundan en consideraciones tan disímiles como el Estado islámico, los nacionalismos autonómicos de Europa, los retos migratorios que enfrentan diversos países que cada día ven llegar migrantes pobres, decepcionados o perseguidos y casi siempre atemorizados (provenientes de América Latina y África, principalmente), los cambios climáticos, la reducción de ecosistemas necesarios para la reproducción de especies, la proliferación de enfermedades letales, el fundamentalismo religioso, el populismo de muchos regímenes, la persecución y la represión, los comportamientos poco éticos de políticos, empresarios y clérigos, la intolerancia que paradójicamente ha surgido de un intento de tolerancia hacia las minorías no europeas en Europa.
El mundo, en su totalidad, podría estar cambiando o, al menos, acercándose a las vísperas de cambios forzados por situaciones concretas. Posiblemente los modos de vida de la sociedad industrial se hayan vuelto insostenibles. Esto parecerían evidenciarlo no solo los cambios climáticos antropogénicos, 3 cuyos resultados quizá no podamos prever todavía en su completitud, sino también la dependencia tecnológica y dinámicas sociales que, en los cinco continentes, dan muestras de preocupación. Me refiero a situaciones de pobreza extrema sin aparente solución, a una creciente intolerancia, al envejecimiento progresivo de la población de muchos países, a la reducción de la tasa de natalidad en algunos sectores de la población mundial y su aumento en otros, a movimientos migratorios de consecuencias incalculables, que causarán eventualmente el cambio de rostro de muchas regiones del planeta (como la “deseuropeización” de Europa). ¿Se africanizará? ¿Dejará de ser un continente fundamentalmente cristiano? ¿Se latinoamericanizará Estados Unidos? ¿Hasta qué punto la influencia de los gigantes asiáticos se verá incluso en la fenotipia de ese pedazo del mundo considerado “occidental”? ¿Se impondrá el islamismo radical desvirtuado por los fundamentalistas? Son obviamente preguntas inquietantes.
En nuestro país, la difícil coyuntura que vivimos relega a un segundo plano la reflexión sobre estos aspectos que enmarcan nuestro futuro como actores de y en América Latina y, a partir de esa macrorregión, como parte del mundo. En el caso de América Latina, junto a la pobreza y la marginalidad, campean el populismo, la falta de conciencia social y compromiso de las élites, la incomprensión de las realidades profundas de los distintos países hermanos, lo cual se traduce por lo general en la imposición de modelos societarios que acaban generando mayor exclusión e injusticias sociales y de modelos político-económicos e ideológicos de corte autoritario y represivo.
Tal es el caso de Venezuela. Parecería que los años transcurridos en nuestro país en este temprano siglo XXI han mermado, sin agotarlas definitivamente, eso espero, las posibilidades de diálogo. Pudiéramos estar, sin plena conciencia de ello, frente a dos modelos de organización social y de convivencia republicana, contradictorios entre sí, que han terminado por generar una situación inmanejable cuya solución plantea –nos plantea- grandes retos para los años por venir.4
Dosis muy altas de angustia, frustración y rabia atraviesan la cotidianidad de quienes percibimos la situación actual de Venezuela como un verdadero diálogo de sordos y a veces, con sensación de impotencia, sentimos las grandes dificultades de una solución cercana, valga decir de una normalidad democrática no solo fundamentada en la libertad, sino que abarque la alternabilidad, el respeto a y entre los distintos poderes y la convivencia de sectores con ideas políticas contrapuestas.
A esta situación quisiera, particularmente, dirigir mi reflexión. Parecería que estamos ante una situación de difícil solución, insisto en afirmarlo. Estamos ante una “cochina lógica”, volvería a decir Unamuno. Me parece altamente irresponsable el discurso de quienes, de un lado y otro, con sentimientos de prepotencia y simplismos exagerados, señalan soluciones irreales e incompletas para el país, sin contextualizarlo ni regional ni globalmente.
En su libro La criolla principal: María Antonia Bolívar, hermana del Libertador, la historiadora Inés Quintero,5 valiéndose del ejemplo histórico de la hermana mayor de Simón Bolívar, plantea acertadamente cómo un grupo social y una mujer, en particular, vieron caer en dos décadas un orden de cosas que no solo habían asumido como el orden posible sino también inmutable. Al principio, María Antonia se opone al proyecto independentista de su, para ella, inmaduro hermano. Lograda la ruptura política con España y la consumación del proyecto republicano, la hermana del Libertador y Padre de la Patria hace suyos el sueño y los ideales de este, y lo defiende incluso de las traiciones de sus compañeros de luchas. Al mismo tiempo que se solidariza con la causa patriota, ve mermados sus privilegios, tan bien asegurados en el régimen colonial. Se trata de la lacerante paradoja de una clase: pasar de ser un “gran cacao”, como se denominaba a los ricos terratenientes o blancos criollos adinerados, a convertirse simplemente en una familia procera, como lo vio más tarde José Rafael Pocaterra en Cuentos grotescos, es decir, personas con antepasados ilustres y glorias pretéritas.
Tal vez la angustia de esa mantuana principal durante la segunda y tercera décadas del siglo XIX sirva para ilustrar la época actual. No se repite la historia, pero de un acontecimiento del pasado podemos derivar luces y elementos para entender el angustiante presente. En la actualidad un grupo de venezolanos vemos con preocupación el derrumbe de un orden de cosas que algunos soñaron y construyeron y otros, cuando éramos más jóvenes, asumimos como futuro promisorio. Pero la fortaleza se vino abajo y el futuro soñado, tal vez con ingenuidad, se hizo añicos, como un espejo embrujado que aún sigue mostrando en sus fragmentos lo que ya no existe.
Terrible situación de desamparo vivimos quienes creemos que se requieren cambios para afianzar una sociedad donde prevalezcan la justicia social y la preeminencia de la persona humana, expresadas ambas cosas en los derechos humanos fundamentales sin distingos de raza, edad, género, identidad étnica, orientación sexual, religión, ideología y otras condiciones. ¿Dónde encontrar los asideros que nos permitan sobrevivir a la terrible riada histórica que probablemente se lleve, como en otras ocasiones, lo ya desechable para un nuevo modelo de país, pero junto a ello también -he ahí lo grave y paradójico del asunto- arrastre lo verdaderamente necesario para afrontar los imponderables del futuro? ¿Cómo precisar la raigambre de los venezolanos y de lo venezolano en medio de tantas confusiones y engaños? ¿Cuál espejo ha de mostrarnos los verdaderos rostros –nuestros verdaderos rostros-, como logró hacerlo la charca providencial con el de Marisela en Doña Bárbara, la célebre novela de Rómulo Gallegos? ¿Quién ha de entregarnos ese espejo?
Rafael Caldera, jurista y sociólogo, político y académico, organizó en la Universidad Central de Venezuela cuando era profesor allí, en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, un seminario titulado “Elementos sociales en la novela venezolana”.6 El objetivo era recabar información etnográfica para lograr una aproximación sociológica a Venezuela. En las páginas sobre el país “reconstruido” y delineado por los novelistas se podía aprehender mejor lo que somos y hemos de ser a través de lo que hemos sido. El escritor logra insertar elementos etnográficos en una nueva realidad ficcional (discursiva o literaria) que refleja la realidad social y en ese mundo paralelo, que no es pero que tanto se parece al que es, nos reconocemos mejor.
¿Cómo no volver en estos momentos de angustia e incertidumbre a repasar las opiniones de ensayistas que indagaron sobre el llamado problema venezolano o la visión de narradores cuya intención creadora los llevó a plasmar historias que mostraban el alma del país? ¿O son varias almas contenidas en una sola? La mirada del escritor, sin distinguir aquí el género literario, puede contribuir a comprender la Venezuela profunda que requiere reflejarse en el nuevo espejo de nuestras complejas realidades.7 No se trata de un espejo de ribetes rococós, ni biselado con las marcas del neoliberalismo o el socialismo, ya caducos y fracasados. Es necesario un espejo de caoba o flores de araguaney y apamate, con aroma de catleyas, con claridad de agua de morichales, que muestre nuestros ojos de selva y llano, nuestro aliento de costas y montañas, nuestros ojos de campo, nuestra mirada de ciudades, un espejo que no ensucien ni el petróleo ni los dislates del paternalismo o del populismo, como tampoco la riqueza fácil, ostentosa e irresponsable.
En esta hora de búsquedas, de encuentros y desencuentros, la mejor contribución de los escritores es dotar al imaginario social de referentes literarios que permitan y alimenten el ensueño creador y la construcción de alternativas sociales, viables e incluyentes, sin generar excesivas fricciones y escindir en demasía las rutas posibles que conducen del laberinto al jardín y del jardín a las casas, a la ciudad de la esperanza.
Las paredes, empero, están manchadas de pintas que acusan o defienden, que se acusan o se defienden mutuamente, según el caso. Las paredes semejan un gran libro que encierra palabras y palabrejas. Un elemento de la crisis es quizá un problema de lenguaje. Con frecuencia se ha subestimado lo sociolingüístico como un componente de la situación sociopolítica que vive el país.8 Basta con leer, en algunos periódicos, los titulares para comprender que se ha roto el más esencial pudor expresivo para complacer, según la óptica editorial, a lectores que se suponen ignorantes y mal hablados. Nada que decir cuando expresiones similares son proferidas por quienes dirigen masas o ejercen cargos públicos, especialmente de alta jerarquía. ¡Qué dolor atraviesa nuestros corazones de alfareros, tejedores y orfebres de la palabra cuando se impone el decir soez y chabacano! Los escritores tenemos un papel fundamental en esta tarea de dignificar la expresión de nuestro país. Poetas y dramaturgos han de leer las líneas de la mano de esas figuras que llamamos “patria” o “matria” y declamar los versos más sublimes que perfilan a los dioses y diosas del panteón venezolano. No importa que lleven gorro frigio y el pecho o el torso desnudos a la usanza clásica, con tal de que, como bisagras potentes, unan el pasado y el futuro con el barro seminal de la tradición. Debemos evitar, impedir, que los dislates del presente, sus riadas incontenibles, arrastren ese barro seminal y nos priven de las luces y afectos de la tradición.
No hay cosa más absurda, por imposible, que imponer tareas a los escritores. La sola intuición de artífices de la palabra, de la palabra escrita o de la palabra oral (porque muchos batallan no con la página en blanco, sino con el silencio y la expectación de la audiencia), es suficiente para generar una contribución a la República de las Letras, tan extensa y variopinta como cultivadores de sus parcelas haya y pueda haber. Pero la reflexión sobre el papel del escritor en la sociedad nos desborda. Ni la adulación de enanos y mujeres barbadas que pululan en las cortes de los reyes más poderosos, dueños de imprentas y favores, ni el reposo sepulcral de las endebles torres de marfil deben tentarnos, como tampoco la vociferación indetenible de invectivas contra el enemigo de turno.
Otra, más reposada, es la tarea del creador de la palabra: reflexionar sobre el mundo, sobre los detalles y las historias posibles por no posibles, para plasmarlas en poemas, cuentos, novelas, guiones, canciones o ensayos. La cara oculta de la luna, el idioma de los haitones, el dicho de las sirenas de agua dulce, los trabalenguas de las toninas, los escalones de las casas ocultas en las grandes piedras, el silencio de una mujer que sonríe desconsolada en un vagón del metro, el abrazo del chiquillo que se prostituye, el sosiego del dictador que pinta cuadros cuando no tortura, los recuerdos de un exorcista ya retirado, la visión de grandes ardillas antes del suicidio. Una multiplicidad de temas cabe, sin embargo, en el humo de una taza de té o en el brillo de los fuegos artificiales que un mago fija en el cielo del atardecer. Los mundos imaginados no desprecian la realidad real, la enriquecen, la complementan, la dotan de nuevos sentidos. Esa capacidad taumatúrgica es el objeto de esta celebración, al lado de la perspectiva analítica que revisa el contexto social y lo atraviesa haciéndolo más comprensible con los guantes y la mirada de aquello que solo puede vivir en lugares llamados Yoknapatawpha, la ínsula Barataria, Macondo, Comala o El Dorado.
Para concluir
Permitan, señores, que mis dedos se estremezcan por la incertidumbre y que en mi mano se pose, para ustedes, un diminuto tapir alado como expresión de los sueños más genuinos.
Permitan, señores, que durante un largo viaje, en autobús, desde Güiria (estado Sucre) a Ureña (estado Táchira), de un extremo a otro de la geografía venezolana, como si fuera en realidad un País portátil,9 les cuente mi historia y ustedes a mí las suyas, que nos contemos las de todos nosotros, que constituyen, en conjunto, la historia de Venezuela y su sentido más doméstico y, por ello, tal vez, más esclarecedor.
Permitamos, señores, que las voces que nos nombran se confundan con los tonos y palabras del verdadero Florentino10 y que ellos nos ayuden a vencer oscuras fuerzas que impiden concretar el más colectivo de nuestros sueños: una patria grande y próspera, libre sí, pero sin inequidades ni exclusiones.
Permitamos que los escritores hablemos del país, no con estadísticas ni largas de citas de auctoritas, solo con La voz de los cuatro vientos11 bajo El cielo de esmalte.12
Permitamos que la sensibilidad que nos informa dibuje una visión de Venezuela en América Latina y el mundo que ayude a construir una sociedad menos excluyente y más a tono con los matices y claroscuros de la vida.
Permitamos que la “cochina lógica” de los ideologías no aplaste la lógica de la ingenuidad, la belleza y el amor, visto como caridad y creativa pasión desbordada.
Permitamos que el arte de escribir alumbre, mediante la lectura, el arte de vivir y el más difícil, quizá, arte de convivir.
Permitamos, de verdad, que en nuestra Venezuela la poesía baje de las musas a las calles y aceras, a los caminos que todos transitamos.
Permitámoselo.
1 Discurso pronunciado en el acto conmemorativo del Día del Escritor, organizado por el Círculo de Escritores de Venezuela, el sábado 29 de noviembre de 2014. Sala Cabrujas, Centro Cultural Chacao (Caracas). Por tratarse originalmente de una pieza oratoria, se mantiene el formato y estilo de un discurso con el añadido de algunas notas referenciales. El título y el texto aluden a frases de Miguel de Unamuno (1864-1936).
2 Mary Shelley (1797 – 1851), autora de Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818).
3 Ver las interesantes reflexiones de un ecólogo al respecto: Lovelock, James. 2008. La venganza de la tierra. Por qué la Tierra está rebelándose y cómo podemos todavía salvar a la humanidad. Caracas: Planeta Venezolana (2ª reimpresión).
4 Ver mis propias reflexiones al respecto en el artículo: Biord Castillo, Horacio. 2013. De la negación a la reafirmación: polarización, diversidad social y entendimientos en Venezuela. Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, Caracas) 19 (1): [171]-195.
5 Quintero, Inés. 2003. La criolla principal: María Antonia Bolívar, hermana del Libertador. Caracas: Fundación Bigott.
6 Ver el “Discurso de orden en el acto de homenaje a la memoria del doctor Rafael Caldera”, pronunciado por Elio Gómez Grillo, en el Paraninfo del Palacio de las Academias (Caracas), el 24 de enero de 2012. http://www.codigovenezuela.com/2012/01//bicentenario-blogs/discurso-de-orden-en-el-acto-de-homenaje-a-la-memoria-del-doctor-rafael-caldera-en-el-paraninfo-del-palacio-de-las-academias-caracas-24-de-enero-de-2012. Consulta 29/11/2014.
7 Revisar las ideas de Bonfil Batalla, Guillermo. 1987. México profundo. Una civilización negada. México: Secretaría de Educación Pública / Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Foro 2000).
8 Ver mis propias reflexiones al respecto: Biord Castillo, Horacio. 2008. Obsolescencia de la corrección lingüística y crisis sociopolítica en Venezuela. Una reflexión sociolingüística. Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua (Caracas) Nº 201: 81-97.
9 Título de una novela de Adriano González León (1931-2008), publicada en 1968.
10 Personaje de ficción, coplero que vence al diablo, creado por Alberto Arvelo Torrealba (1905-1971) en 1940.
11 Título del primer libro de poemas de Fernando Paz Castillo (1893-1981), publicado en 1931.
12 Título de un libro del poeta José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), publicado en 1929.