Por Carlos Pacheco
Para algunos seres, la escritura es mucho más que un oficio. Profesión podría llamarse, con tal de que digamos profesión de fe en una dimensión ética y trascendente, justamente profética, del lenguaje. Proferir, escribir, puede llegar a ser entonces un acto erótico y tanático a la vez, donde elegir y cambiar, inscribir y borrar, insistir y fijar (antes de volver a dudar) son los vaivenes de una danza verbal encarnada en el léxico, articulada por el esqueleto sintáctico, sostenida por esa música que es la prosodia, animada e iluminada por un deseo de la significación que llega en ocasiones a ser tenaz y punzante como un dolor. Ese reiterado acto de amor y sufrimiento conduce en ocasiones a la gestación de un texto logrado, memorable como el que celebramos esta tarde, capaz, como dice su prefacio, de conmover a su lector en esa otra relación amorosa que puede llegar a ser la lectura. Hay aquí un misterio.
¿Por qué un escritor se dedica con abnegación a trabajar un texto, abandonando todo lo demás, como un enamorado? ¿Qué exigencia interior irrenunciable hace que ese oficiante de la escritura dedique cientos o miles de horas a elaborar y reelaborar ese tejido de palabras? No lo sé, pero sí estoy seguro de que Proserpina (Caracas, La Guayaba de Pascal, 2014) tenía el destino de existir y ser leído como el relato que hoy tenemos entre las manos. Proserpina es excepcional y convoca nuestra atención en primer lugar porque se trata de un cuento –pleno y redondo donde los haya– escrito con pasión por el autor de una reconocida obra poética y ensayística que, para lo mejor de nuestro conocimiento, nunca antes había transitado el no menos exigente camino de la ficción breve. Nos impacta su inédita profundidad en la exploración de un tema a la vez muy central en la obra de Rojas Guardia y de muy inusual presencia en nuestra literatura venezolana.
La pasión amorosa no sólo aparece allí como metáfora maestra del encuentro y el diálogo con el Ser Supremo, sino también como método de búsqueda y cultivo sistemáticos de esa religiosa relación con lo Superior. Es el vínculo doble (La doble llama, según el título del notable ensayo de Octavio Paz) que llegan a pretender los amantes: suma pasión humana e ilimitado anhelo de lo divino en una convivencia que solo parece accesible a través de excepcionales estados de conciencia. Por eso, con disciplina y tesón, con persistencia y atención meticulosa similares a las que se exige el soñador de “Las ruinas circulares” para concebir un hijo soñándolo, estos amantes arquetípicos se proponen alcanzar la mutua fecundación espiritual en un orgasmo supremo que pudiera llevarlos a perder la conciencia o, más bien, a abandonar su limitada y repetitiva conciencia ordinaria) para abrirse y disponerse por instantes al contacto con una conciencia superior en una experiencia mística. Esta historia inusual nos presenta así las muy diversas facetas del encuentro de los amantes en estos abismos superpuestos y paradójicos de la mutua entrega: la inevitabilidad de su amor, la necesidad –para abrirle espacio– de romper del todo con la ortodoxia y las convenciones sociales, las dudas y vacilaciones habitando en el centro de esa pasión indetenible, la necesidad de separarse del mundo y de practicar una suerte ascética amatoria, de erotismo sacro, con sus renuncias, esfuerzos y riesgos; y finalmente, la comprensión y el autoconocimiento producto de esa relación excepcional y sin fronteras…
Por otra parte, Proserpina exhibe una alta elaboración estética apoyada, ante todo, en un tratamiento de la temporalidad que nos sorprende y perturba desde el inicio, cuando advertimos que la narración se produce mediante verbos conjugados en futuro: “Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta diplomática…” Lo que llegamos a comprender más tarde es que en realidad –gracias a una lúdica operación metaficcional– el cuento que estamos leyendo está aún por escribirse y, más aún, que desde la perspectiva del narrador, la realidad misma allí representada (cuyas coordenadas espaciotemporales son la ciudad de El Cairo hacia 1950) aún no existe.
En el mundo de la ficción, el narrador crea (literalmente) esa realidad al narrar en su cuento lo que habrá de ocurrir años después. El cuento es entonces, en su mayor parte, un proyecto de cuento futuro, apenas el guion de su eventual desarrollo: un cuento dentro del cuento que aún está por escribirse. Nada mejor para mantener alerta al lector, para alimentar en él una saludable conciencia de ficcionalidad y para relativizar toda pretensión recta de sabiduría o prédica espiritual. Con este complejo recurso metaficcional convive una intertextualidad certera, mediante la cual la vasta erudición del autor trabaja con notoria eficiencia para diversificar y dar mayor profundidad al relato. Entre todos estos intertextos, tanto literarios y filosóficos como musicales y plásticos (de Durrel y Kavafis a Lezama y Fauré), tiene relieve singular la figura de Borges, sus gestos, inclinaciones y procederes.
Desde la existencia misma de una nota bibliográfica y de un prefacio introductorio donde se le cita (prefacio que debería leerse ya como parte del relato) hasta la microscópica aparición en el texto del adjetivo “unánime”, sin ignorar los ritmos y sonoridades de la cuidada escritura, este relato resulta una ofrenda narrativa, difícil de superar, al poeta y ensayista porteño que cultivó en el cuento una forma excelsa de poesía y de pensamiento. Pero el juego intertextual dista mucho de ser filatelia decorativa o estrategia de autolucimiento. En la última parte del relato nos aguarda una sorpresa crucial, cuando sin previo aviso, en un repentino giro, la narración muta radicalmente su emplazamiento espaciotemporal. De un orientalista y refinado entorno diplomático en la capital egipcia de mediados del siglo XX, la acción es transferida súbitamente a un contexto rural venezolano unas tres décadas atrás que para nosotros evoca de inmediato la hacienda Piedra Azul de Memorias de Mama Blanca. Allí se nos revela la naturaleza verdadera de los protagonistas y de su relación que, gracias a los poderes de la ficción habían sido antes transmutados.
Un último pliegue de esta complejidad es marcado por ciertos comedidos rastros autoficcionales que el autor va dejando por el camino narrativo solo para que sean reconocidos por avezados rastreadores. Estamos, en fin, ante una historia de amor inquietante desde su inicio, porque no soporta cercanía con modelos o estereotipos. Si el verdadero encuentro amoroso no admite programa ni código alguno, tampoco hay nada sabido ni consabido en esta práctica rojasguardiana de la escritura narrativa que no se parece a nada, porque está al servicio de una exploración abierta de la interioridad. Este cuento significa además una nueva osadía de su autor: en momentos de tan militante descreimiento, de programático escepticismo, cuando resulta prestigioso declararse agnóstico y algunos sienten vergüenza de mostrar alguna inquietud espiritual o trascendente, Rojas Guardia, siempre a contracorriente, se atreve una vez más a optar por la paradoja al entrelazar amor erótico y aspiración religiosa, arrebato carnal y pasión mística.
Caracas, 5 de diciembre de 2014.