Luego de la aparición de la página www.diosablanca.org, nos reunimos con el poeta, ensayista y editor venezolano Edgar Vidaurre Miranda, y le preguntamos por la escogencia del nombre Diosa Blanca para la editorial creada por él. Nos dice que para la selección se inspiró en la obra “La diosa blanca” de Robert Graves.
Los venezolanos no podemos menos que sentirnos orgullosos de que un hombre de la de la talla literaria de Edgar Vidaurre, se haya dedicado durante años al difícil oficio de la publicación, a través de la Editorial Diosa Blanca, con una selección de autores que son voces poéticas fundamentales, Los títulos publicados por la Editorial Diosa Blanca, son los siguientes:
En el Calor Vacante–Andre du Bouchet
Aún el que no llega–Elizabeth Schön
Raíz abierta–Phillipe Jones
Nadador de un solo amor–Georges Schehade
La historia de María–R. Rilke
De las resonancias y los orígenes-Adonis
La tierra con el olvido –Salah Stétié
La flor, el barco, el alma–Elizabeth Schön
El Río hondo aquí–ElizabethSchön
Cantata profana-Aladar Temeshy
Corderos– Ruth Vidaurre
Tapices–Ruth Vidaurre
En el ojo de la cabra–Belén Ojeda
Cenizas de espera–Milagro Haack
Probando el tiempo–Aladar Temeshy
El libro de las decepciones–Aladar Temeshy
Viajes en la noche–Aladar Temeshy
El silencio del árbol– Maite Ayala
Después del silencio–Ruth Vidaurre
Antología de versos de poetisas venezolanas–Astrid Lander
La llama incesante –Carmen Cristina Wolf
La granja bella de la casa–Elizabeth Schön
Ráfagas del establo–Elizabeth Schön
Visiones extraordinarias–Elizabeth Schön
El umbral de los geranios–Maite Ayala
Cantos al Shabd–Ada Rosentul
Hotel–Mariela Casal
Diálogos con el vacío–Zaira Castro
Cartas a Magdalena–Aladar Temeshy
Después de largas conversaciones con el poeta Edgar Vidaurre, me adentro en la lectura de los poemarios “El lugar más sosegado” (Mención de Honor en la Bienal Municipal Augusto Padrón) y “La fugitiva” (publicado por el Ateneo de Valencia en coedición con La liebre libre en el año 2002, Premio de Poesía Bienal José Rafael Pocaterra). Llego al convencimiento de que más que el abandono y el desamor, nada hay más doloroso que dejar de sentir la “pasión del espíritu”. Es mejor ser arrojado a las llamas a dejar de vislumbrar “la última espiga de trigo en la sombra”.
Edgar Vidaurre es poeta, ensayista y director fundador de la Editorial Diosa Blanca. Nació en Caracas el 5 de diciembre de 1953. Es abogado egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Es filósofo y músico graduado. Ha publicado: La resurrección de los frutos (Mención de Honor en la bienal de poesía mística Antonio Rielo de España); La fugitiva; La séptima rosa; El Lugar más sosegado; Panayía; El lamento de Ariadna. Es autor de numerosos ensayos y escribe para diarios y revistas. Pasa largas horas en amoroso combate con el piano. Es Director del Círculo de Escritores de Venezuela.
Reecuerda sus experiencias de vida y sus preferencias literarias, y desembocamos en los orígenes de sus indagaciones y en el camino de retorno al eterno femenino a través de la poesía. Al llegar a casa intento escribir esta nota sobre sus versos: «Conjurada por la flor de sal, así fue la visión. Vino como si fuera una fiebre» (…) Cuando yo cerraba los ojos, ella abría la tierra y el eco de un perfume brotaba de su boca,» Una primera reflexión surge de esta lectura. Los versos dejan vislumbrar ideas arquetípicas con un criterio estético lejano a la simple anécdota o al discurso cognoscitivo. Se siente su fuerza y no se lee «fiebre» como un concepto, nos abrasa la fiebre. Así es el verdadero poema.
Vidaurre dialoga con la aparición y le ruega que no susurre más su nombre, «el nombre por el que me llamaba». Huye de «la agonía presentida» pues teme lo que será luego una nueva ausencia. Porque todo encuentro es fugaz, nadie posee la piedra de luna de la unión eterna. Inexorablemente, los seres humanos somos la otra mitad de nosotros mismos, la huella de la ausencia del ser, una estirpe fracturada desde el comienzo de este sueño que es la Vida.
Las cosas que me dijo el poeta abren ventanas en relación con el poemario «La fugitiva» y sobre toda su obra. Los poemas hablan por sí solos, no requieren explicaciones; no obstante, un poeta como él, capaz de desentrañar el desarrollo de su escritura a través de una reflexión inteligente, culta, poblada de señales, códigos e interpretaciones personalísimas, es invalorable. Su constante desvelo por el encuentro con el centro, el alma, es plasmado en una nostalgia absoluta por la Belleza, por el Eterno Femenino. Edgar Vidaurre es un amante de la esencia, un enfermo incurable de lo trascendente. Escribe apoyándose en los mitos y leyendas, con un lenguaje y una voz propia, creando también sus propios mitos que surgen de los seres que lo habitan.
Es difícil no dejarse ir por una rendija del corazón en procura de “La séptima rosa”, título de unos de sus poemarios. Digo esto porque sus versos convocan al lector hacia una experiencia íntima a través de sendas señaladas por sus manos de pianista. La lectura de estos poemas nos expone a una fiebre incurable, la de la obsesión por la poesía, y nos arriesga a ser coronados con una cinta de sangre: «El amor se fue con los veranos … yo le ataba una cinta de sangre en la muñeca» … Se siente el lazo de púrpura en plena letra y en pleno corazón. Se lucha para no dejar ir nuestra «llama doble», como la nombraba Octavio Paz, porque sin ella andamos extraviados, sin rumbo, sin sentido trascendente. Atados a la polea de un tiempo que no nos pertenece y al que no pertenecemos, porque tenemos sed de eternidad y el tiempo es inasible.
La «peregrina de la noche» es el alma escondida entre los lirios de abril, visitante de los abismos y de las esferas celestes. Los primeros seres de la tierra se sumergieron en las aguas del deseo para alcanzar el ojo del alma, y también la ciudad de perdida hace milenios. Los versos de «La fugitiva» traen a mi memoria lecturas de otros tiempos. Y me acerca a las huellas del Caminante de la Aurora, que es Edgar Vidaurre, buscando, como Miguel Serrano en su obra Las Visitas de la Reina de Saba, la «piedra de luna», esa visión siempre añorada en la historia personal y colectiva de la humanidad.
Los versos de Edgar nos llevan a inclinar la cabeza en el regazo de la Madre Primordial, la Tierra, como vientre de la vida psíquica, y nos hace topar con nuestras propias interrogantes. El lector es cautivado por la sagrada locura de la búsqueda de un ser que somos nosotros mismos en su espejo de nacimiento y muertes sucesivas. El Amor Eterno puede ser ignorado, olvidado, combatido. Mas la Estrella Matutina nunca dejará de brillar para el Caminante del Alba, este poeta que nos invita a cerrar los ojos para hallar la luz, en el centro donde el alma no hace sombra.
Del poemario de Vidaurre El lugar más sosegado emerge luminoso el árbol de la vida, con poemas en los cuales germinan los abedules, los árboles de mango, los viñedos, todos ellos desprendidos de la Flor de Jessé, Enmanuel, ese “granado florecido” por el cual suspira el poeta:
“Hay un árbol ardiendo
hay un árbol intocado por el fuego
redondo como el fruto de sus frutos
Todas las nostalgias
descansando sobre esta higuera
que llora
con sus raíces que nos miran desde el cielo”
Este libro es hermano de La fugitiva, con imágenes distintas bañadas en las aguas de las Sagradas Escrituras y de los poetas místicos como Kadyr, Tagore, San Juán de la Cruz, Simone Weil, Elizabeth Schön. La añoranza continúa siendo el infinito, la eternidad, el alma: “Una es mi alma que es un árbol En el lugar más sosegado de la tierra lejos del eco y la sombra.
Un árbol de sol por donde bajan tus aguas por donde vuelven tus ojos”.
El poeta Edgar Vidaurre nos ha descubierto la séptima rosa escondida en el corazón del árbol de sol. Allí hemos de encontrarnos, al pie de su ramaje, donde el alma no hace sombra. Él se haya dispuesto a “sembrarla en el centro de la vida”, e inspirado por el profeta Isaías canta a su amada con la mayor dulzura y belleza de que es capaz un poeta del nuevo milenio.
Me indica que lea un ensayo de cómo surge la idea de la editorial. Y leemos un verso de Robert Graves:
“…cuando la Diosa se encarna, nada se puede hacer, excepto volar hacia la llama y dejarse inmolar”
Más que el abandono y el desamor, nada hay más doloroso que dejar de sentir la “pasión del espíritu”. Es mejor ser arrojado a las llamas a dejar de vislumbrar “la última espiga de trigo en la sombra”. A raíz de una larga conversación con el poeta, ensayista y editor venezolano Edgar Vidaurre, me adentro en la lectura de sus poemarios El lugar más sosegado (Mención de Honor en la Bienal Municipal Augusto Padrón) y La fugitiva (publicado por el Ateneo de Valencia en coedición con La liebre libre en el año 2002, Premio de Poesía Bienal José Rafael Pocaterra). El poeta también es músico graduado en el Conservatorio de Música Juan Manuel Olivares, y pasa largas horas en amoroso combate con el piano.
La charla nos lleva a recordar sus experiencias de vida y sus preferencias literarias, y desembocamos en los orígenes de sus indagaciones y en el camino de retorno al eterno femenino a través de la poesía. Al llegar a casa intento escribir esta nota sobre sus versos: «Conjurada por la flor de sal, así fue la visión. Vino como si fuera una fiebre» (…) Cuando yo cerraba los ojos, ella abría la tierra y el eco de un perfume brotaba de su boca,» Una primera reflexión surge de esta lectura. Los versos dejan vislumbrar ideas arquetípicas con un criterio estético lejano a la simple anécdota o al discurso cognoscitivo. Se siente su fuerza y no se lee «fiebre» como un concepto, nos abrasa la fiebre. Así es el verdadero poema.
Vidaurre dialoga con la aparición y le ruega que no susurre más su nombre, «el nombre por el que me llamaba». Huye de «la agonía presentida» pues teme lo que será luego una nueva ausencia. Porque todo encuentro es fugaz, nadie posee la piedra de luna de la unión eterna. Inexorablemente, los seres humanos somos la otra mitad de nosotros mismos, la huella de la ausencia del ser, una estirpe fracturada desde el comienzo de este sueño que es la Vida.
Las cosas que me dijo el poeta abren ventanas en relación con el poemario La fugitiva y sobre toda su obra. Los poemas hablan por sí solos, no requieren explicaciones; no obstante, un poeta como él, capaz de desentrañar el desarrollo de su escritura a través de una reflexión inteligente, culta, poblada de señales, códigos e interpretaciones personalísimas, es invalorable. Su constante desvelo por el encuentro con el centro, el alma, es plasmado en una nostalgia absoluta por la Belleza, por el Eterno Femenino. Edgar Vidaurre es un amante de la esencia, un enfermo incurable de lo trascendente. Escribe apoyándose en los mitos y leyendas, con un lenguaje y una voz propia, creando también sus propios mitos que surgen de los seres que lo habitan.
Es difícil no dejarse ir por una rendija del corazón en procura de “La séptima rosa”, título de unos de sus poemarios. Digo esto porque sus versos convocan al lector hacia una experiencia íntima a través de sendas señaladas por sus manos de pianista. La lectura de estos poemas nos expone a una fiebre incurable, la de la obsesión por la poesía, y nos arriesga a ser coronados con una cinta de sangre: «El amor se fue con los veranos … yo le ataba una cinta de sangre en la muñeca» … Se siente el lazo de púrpura en plena letra y en pleno corazón. Se lucha para no dejar ir nuestra «llama doble», como la nombraba Octavio Paz, porque sin ella andamos extraviados, sin rumbo, sin sentido trascendente. Atados a la polea de un tiempo que no nos pertenece y al que no pertenecemos, porque tenemos sed de eternidad y el tiempo es inasible.
La «peregrina de la noche» es el alma escondida entre los lirios de abril, visitante de los abismos y de las esferas celestes. Los primeros seres de la tierra se sumergieron en las aguas del deseo para alcanzar el ojo del alma, y también la ciudad de perdida hace milenios. Los versos de La fugitiva traen a mi memoria lecturas de otros tiempos. Y me acerca a las huellas del Caminante de la Aurora, que es Edgar Vidaurre, buscando, como Miguel Serrano en su obra Las Visitas de la Reina de Saba, la «piedra de luna», esa visión siempre añorada en la historia personal y colectiva de la humanidad.
Los versos de Edgar nos llevan a inclinar la cabeza en el regazo de la Madre Primordial, la Tierra, como vientre de la vida psíquica, y nos hace topar con nuestras propias interrogantes. El lector es cautivado por la sagrada locura de la búsqueda de un ser que somos nosotros mismos en su espejo de nacimiento y muertes sucesivas. El Amor Eterno puede ser ignorado, olvidado, combatido. Mas la Estrella Matutina nunca dejará de brillar para el Caminante del Alba, este poeta que nos invita a cerrar los ojos para hallar la luz, en el centro donde el alma no hace sombra.
Del poemario de Vidaurre El lugar más sosegado emerge luminoso el árbol de la vida, con poemas en los cuales germinan los abedules, los árboles de mango, los viñedos, todos ellos desprendidos de la Flor de Jessé, Enmanuel, ese “granado florecido” por el cual suspira el poeta:
“Hay un árbol ardiendo
hay un árbol intocado por el fuego
redondo como el fruto de sus frutos
Todas las nostalgias
descansando sobre esta higuera
que llora
con sus raíces que nos miran desde el cielo”
Este libro es hermano de La fugitiva, con imágenes distintas bañadas en las aguas de las Sagradas Escrituras y de los poetas místicos como Kadyr, Tagore, San Juán de la Cruz, Simone Weil, Elizabeth Schön. La añoranza continúa siendo el infinito, la eternidad, el alma: “Una es mi alma que es un árbol En el lugar más sosegado de la tierra lejos del eco y la sombra
Un árbol de sol por donde bajan tus aguas por donde vuelven tus ojos”
El poeta Edgar Vidaurre nos ha descubierto la séptima rosa escondida en el corazón del árbol de sol. Allí hemos de encontrarnos, al pie de su ramaje, donde el alma no hace sombra. Él se haya dispuesto a “sembrarla en el centro de la vida”, e inspirado por el profeta Isaías canta a su amada con la mayor dulzura y belleza de que es capaz un poeta del nuevo milenio.
*EDGAR VIDAURRE es poeta, ensayista y director fundador de la Editorial Diosa Blanca. Nació en Caracas el 5 de diciembre de 1953. Es abogado egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Es filósofo y músico. Ha publicado: La resurrección de los frutos (Mención de Honor en la bienal de poesía mística Antonio Rielo de España); La fugitiva; La séptima rosa; El Lugar más sosegado; Panayía; El lamento de Ariadna. El lugar más sosegado. Es autor de más de 200 ensayos y escribe para diarios y revistas. Es Director del Círculo de Escritores de Venezuela. Su página: www.diosablanca.org y www.edgarvidaurre.net
Carmen Cristina Wolf