AL AMANECER
LA CARRETERA INFINITA se deslíe bajo el autobús. Los pasajeros adormilados contemplan el paisaje seco, estéril, que mimetiza el inmediato desierto. Valientemente, el aire acondicionado lucha contra el calor, que llega en oleadas al vehículo, como si quisiera anularlo, secarlo, aplastarlo contra las arenas que llegan hasta el borde mismo del asfalto.
Los montes del Atlas, no muy lejos, aparecen en esta época sin la menor nube, sin la menor promesa de lluvia, qué digo, de humedad siquiera. El gran cauce de un río se ofrece a la vista, absolutamente seco. Pero lo que será cuando las aguas bajen torrenciales se percibe en los profundos cortes, como huellas de una excavadora monstruosa.
Al iniciar una pequeña subida, se escucha cómo silba de pronto el motor. El autobús pierde velocidad. Pasado un momento, parece que se recupera, pero de nuevo se oye el furioso sonido del motor acelerado. El conductor mueve la cabeza con preocupación, lo mismo que alguno de los pasajeros que no duermen. La máquina del autobús comienza a dar tirones, y al fin el chófer lo detiene.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? las voces alarmadas de los pasajeros que súbitamente se despiertan contrastan con el silencio anterior.
Un par de ellos que “entienden” de motores se bajan del autobús con el chófer, levantan el capó, miran aquí y allá, mueven la cabeza desalentados.
-No hay nada que hacer… La caja de cambios patina… El aceite gotea encima… Se ha roto la caja de balancines….
-Pues ponga otra, exclama indignado el pasajero que nada entiende de motores.
Ni le contestan. Los “entendidos”, y varios que creen que entienden, discuten, de forma cada vez más agria.
La única solución es seguir muy despacio, hasta la aldea próxima. Que está como a diez kilómetros… dice el guía.
-Bueno, diez kilómetros son cinco minutos.
-Que te crees tú eso.
-Habrá que llamar a un servicio de asistencia.
-Claro, al RACE, ¾replica burlón otro.
-Desde luego, a pie no podemos ir…
El guía pide un móvil, el suyo no funciona, caramba con esta compañía, habla en árabe, o en bereber, vete tú a saber, discute, cuelga.
-En esta aldea no hay ningún taller. Y hasta mañana no podrá llegar un camión con repuestos, o si lo hay, otro autobús.
Muchas voces mezcladas, “ni hablar de pasar la noche aquí”, “hay que poner una denuncia”, “¿cómo se llama esta aldea?”, “no está ni en el mapa”, “habrá que buscar un hotel”, “o una pensión”, “¿hotel aquí? ¡tururú!”, “yo necesito un baño fresquito”, “que nos devuelvan el dinero”…
Entre tanto, el autobús ha echado a andar, desesperadamente lento, mientras los “entendidos” se miran muy preocupados y el chófer contrae los ojos, la mandíbula, las manos en torno al volante. Trata con mimo exquisito la palanca de cambios, el acelerador.
Tras un tiempo que parece interminable, aparecen a la derecha de la carretera unas cuantas casas de adobe, del mismo color que el desierto que las rodea.
-Esto es Shouk-el-Ahmán, anuncia el guía, con voz muy cansada. Y antes de que nadie pregunte, añade: Seguro que no habrá ningún hotel, ni casa de comidas, ni teléfono. La población es enteramente bereber, así que la gente no hablará casi árabe, y desde luego nadie sabrá francés… La verdad es que nunca me he detenido aquí.
-¿Entonces…?
-Propongo que nos quedemos fuera de la aldea, busquemos agua y unos dátiles, y durmamos en el autobús, y se le escapa decir, en voz baja: Yo no me fiaría de esta gente.
Se hace un gran silencio entre los pasajeros. Al fin, los que no entienden francés, preguntan: ¿Qué ha dicho?
-Al parecer, esta aldea es peligrosa…
El guía ni se atreve a entrar, ¿cómo va a pedir agua o comida?
-Por lo visto, es una aldea de terroristas…
Después de haber provocado la alarma, el guía trata de quitar hierro al asunto, pero poco se puede hacer. El chófer, el guía y Elena María, una pasajera española llena de voluntad, se encaminan hacia la cuesta que llega desde la carretera al poblado. Los miembros restantes del grupo, casi cuarenta, observan con inquietud cómo desaparecen a lo lejos, entre las callejas.
A ver qué consiguen…
AL CABO DE UNA MEDIA HORA con muchos más de treinta minutos, regresa la expedición, trayendo solamente unas botellas llenas de agua de dudosa transparencia.
-En el pueblo no se puede comprar nada, pues no hay ni la más pequeña tienda. Ningún hotel ni sitio donde dormir, lo que ya sospechábamos ¾hace general su propia afirmación, para que la responsabilidad sea de todos. La verdad, esta gente no sé de qué vive.
-Me han parecido todos unos bandidos, añade Elena María, bastante desinflada. Yo no bebería eso…
Los pasajeros se acurrucan en sus asientos, resignados a pasar la noche como sea. Todos van saliendo a hacer sus necesidades sin alejarse mucho, con los demás oteando ansiosos la fatídica cuesta que va al pueblo.
La noche va a ser muy larga, sin bebida ni comida, con el frío del desierto filtrándose por todas las rendijas.
MUCHO MÁS TARDE, alguien que está despierto observa unos bultos y unas débiles luces a lo lejos. De inmediato, despierta a los demás.
-¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
-¡Chisss! Las cinco de la mañana. Ya clarea. Y hablad bajo. Ahí parece que vienen unos.
-¡Vendrán a robarnos, o algo peor!
-Tranquilos: somos muchos, y Luis tiene un arma.
-¡Un arma! ¿Y de qué va a servir un arma sola?
-¡La unión hace la fuerza! ¡Bajemos, y dispongámonos a defender nuestras vidas!
Algunos piensan que no hay que ponerse melodramáticos, pero todos comprenden la sensatez del consejo, y se apiñan en torno al autobús, esgrimiendo armas improvisadas: un trípode, un bate de béisbol, pedruscos…
Las sombras se acercan en silencio, Ahora se ve que llevan unas antorchas en la mano y bultos extraños. Todos esperan lo peor de estas gentes salvajes, educadas para la violencia por el inhóspito y duro desierto.
Las sombras llegan hasta unos metros del autobús, clavan las antorchas en el suelo, en torno al autobús, y dejan sobre la arena grandes bandejas con comida sencilla pero de apariencia más que apetitosa, unas jarras con algo que podría ser vino de dátil y unos montones de mantas a rayas. Y ante la estupefacción de los pasajeros, las sombras se inclinan y regresan al poblado. Antes de partir, una de ellas desea suavemente:
-Bon appétit!
(De “Doce docenas”, 2007. Autor:
Juan Ruiz de Torres
Miembro Correspondiente del Círculo de Escritores de Venezuela
Madrid, 1931. Dr. Ingeniero Industrial, Dr. Filología Hispánica, Lic. Informática. Poeta, dramaturgo, cuentista, novelista, ensayista, actor, director de teatro y cine. Ha residido casi veinte años en varios países (cuatro de ellos americanos). Fundó y dirigió grupos de teatro, profesionales y literarios, entre estos últimos tres Ateneos, la Asociación Prometeo de Poesía, la Academia Iberoamericana de Poesía, la Asociación «El Foro de la Encina», el Fondo de Poesía «San Juan de la Cruz» de la Universidad Autónoma de Madrid, la «Casa del Tiempo». Director de varias revistas de poesía impresas y en internet. Una treintena de premios y distinciones en nueve países. www.prometeodigital.org