Llegué a esta ciudad en Agosto de 1973. Era una mañana soleada, el cielo era de un azul irremediable. Fue amor a primera vista. En uno de los días más hermosos de mi vida, subí al Ávila. Desde uno de sus miradores contemplé a Caracas, por el espacio luminoso que el sol había abierto entre la niebla. En ese momento me dije que quería amar y vivir por siempre en sus lares. He guardado fidelidad a este propósito, y jamás me he arrepentido de haberlo hecho.
Amo la manera de intercalarse en una misma época, los chubascos de invierno y el aire dorado y cálido del verano. Esto sucede a veces en un mismo día. Disfruto de sus árboles confundidos, que transforman los matices del verde en amarillo o en dorado coincidiendo con el otoño del Sur o del Norte del Ecuador. Adoro las tonalidades amarillas, rosadas o rojas de las flores, que se aprietan en gajos en las altas ramas. Me gusta contrastar, en una misma calle, la elegancia de las palmeras con la frondosidad de las ceibas. No pierdo la costumbre de atisbar cómo el atardecer tiñe de sepia los muros y paredes de las casas, que puedo divisar desde mi ventana. Adoro cómo la calle donde vivo sube retorciéndose por la colina, lo cual me permite despertar con la serenata de los pájaros y dormir con el susurro de las cigarras y el croar de las ranitas que habitan pozos secretos.
Conozco todos los atajos en el Noreste y en el Sureste de la ciudad. Me fascina burlarme del caos del tránsito en las autopistas y avenidas, manejando mi carro a través de intrincadas conexiones. Ellas me conducen a los túneles de bambúes del Country para llegar Al Bosque o por los declives de Las Mercedes, El Cafetal o Bello Monte hasta los Chaguaramos. Cuando conduzco por esos senderos estrechos, tengo siempre la sensación de que las tapias, las flores, el verde de la vegetación, no pertenecen a Caracas, sino a alguna ciudad imaginariamente bella en la que me he extraviado.
Todavía, puedo leer El Nacional, saboreando un buen café, en la panadería de la esquina de mi casa. He descubierto en Los Galpones, un espacio dentro de la ciudad para aislarme, admirando una pintura o escuchando un buen conversatorio.
Llegar los sábados por la tarde a la zona de los Palos Grandes, para ir a sus Cafés, caminar por la Plaza Eugenio Montejo, o mirar la montaña, desde la Terraza de El restaurante, El Rey David es todavía uno de mis placeres exquisitos.
Me gusta admirar la arquitectura de los edificios de la Avenida Victoria, de Altamira, de San Bernardino o de La Carlota. Siempre encuentro líneas, tonalidades u ornatos que no había descubierto antes. Creo que esta ciudad tiene un espacio privilegiado en el mundo a los pies de esa gran montaña, que ofrece refugio a una fauna de especial belleza y relax a quienes día a día transitan por sus senderos.
A finales de los setenta disfruté la época dorada de Sabanagrande con su callejón de la puñalada y su triángulo de las Bermudas. Escritores, pintores y bohemios compartimos momentos inolvidables. Hoy desde la mirada del recuerdo se puede decir, que la vida era bella.
Mientras casi todas las capitales de los países Suramericanos, progresaban por los proyectos de embellecimiento para ofrecer a sus habitantes una mejor calidad de vida. Caracas ha sido víctima, de una maléfica conspiración para su destrucción.
La administración del Distrito Federal y de la Gran Caracas fue entregada a la incompetencia de una corrupción vil y marginal que de manera consistente ignoró los proyectos de extender los servicios de la ciudad a los cerros donde se apiñaban las viviendas de los más pobres. Estos proyectos han dado buenos resultados en las comunas de Medellín y en Guayaquil, Ecuador. Por el contrario, se permitió la marginalización de la ciudad a través de los buhoneros, quienes se apoderaron por años de todos los espacios de la ciudad y se permitió la toma ilegal o invasiones de edificios y galpones.
Después de largos años, cuando recuperaron el bulevar de Sabanagrande, arrasaron con los nombres, ornatos Decó de los años cuarenta y cincuenta. Nos devuelven calles sin personalidad, pintadas del rojo sangre hasta el abuso, sin seña alguna del pasado que embellece con su pátina de hermosura.
Lo más vil, lo imperdonable, es haber instaurado el reino de la violencia y de la inseguridad en los barrios y avenidas de esta Caracas de mis amores. Sin embargo, cuando junio llega, ese azul cristalino del verano vuelve a teñir sus cielos y las ceibas perfuman el espacio con sus brotes nuevos. En el Ávila se reclinan las nubes más blancas que la nieve. Entonces, me vuelvo a enamorar de esta ciudad sufrida y arrasada, pero persistentes en su elegancia, en su belleza natural y en la agradable cordialidad de la gran mayoría de sus habitantes. .
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*Lidia Salas, poeta, crítico literario, Miembro de la Junta Directiva del Círculo de Venezuela