Por Eduardo Casanova
Enrique Bernardo Núñez nació el 20 de mayo de 1895, en Valencia de Venezuela, en el Estado Carabobo. Fue y es uno de los valores más notables e importantes de la narrativa latinoamericana y universal, aunque ignorado por su propio país. Cuando apenas tenía catorce años, en 1908, aparece como co-fundador de un periódico, Resonancias del pasado. Un año después se mudó con su familia a Caracas. A los veintitrés años publica su primera novela, Sol interior, que es saludada por la crítica como obra imperfecta de un joven que promete mucho. Un par de años después, cuando acaba de casarse con Mercedes Burgos Müller (“Mochea”) con quien tuvo tres hijos (Isabel, Carmen Elena y Francisco), publica una segunda novela, Después de Ayacucho, claramente incomprendida por la crítica del momento. Es una obra paródica, en la que el joven autor se burla de sus coetáneos y del estilo predominante en su tiempo.
El investigador y crítico venezolano Javier Lasarte, en la década de 1980, reivindicará esta obra y la ubicará en su debido sitio en la narrativa venezolana. En 1931 publicó Cubagua. Era un escritor de treinta y cinco años, que entre los veinticinco y los veintinueve había vivido en el estado Nueva Esparta, integrado por las islas de Margarita, Coche y Cubagua, y varias islillas regadas por un mar precioso. El Presidente del Estado (gobernador), el que lo convenció de que se fuera a vivir a la Isla para fundar un diario que no mucho tiempo después fracasó, era uno de los más notables escritores de nuestro país: Manuel Díaz Rodríguez, modernista. El año de la rebelión de los universitarios, 1928, Núñez, por no ser estudiante no se atreve a unirse a ellos, y como parte de las muchas contradicciones de su vida, acepta trabajar para el gobierno gomecista. Es designado Secretario de la Embajada de Venezuela en Bogotá. Luego pasa a La Habana, y poco después a Panamá. Es en La Habana, en enero de 1929, donde empieza a componer Cubagua. La terminará a mediados de 1930 en Panamá, en donde unos meses después en febrero de 1931, escribió su otra gran novela, La galera de Tiberio. Cubagua fue editada en París en 1931 y olímpicamente ignorada por la crítica venezolana. En 1938 se publicaría La galera de Tiberio, sin que siquiera se tuviera la cortesía de mencionarla. Luego de la muerte de Gómez, en la década de 1940, fue Cónsul en Baltimore por algún tiempo.
Ya entonces se había iniciado su amistad con Rómulo Betancourt y con varios intelectuales ligados a Acción Democrática. Luego de abandonar para siempre la literatura de ficción publicó una crítica biografía de Cipriano Castro (El hombre de la levita gris, 1943), y otra de Arístides Rojas (Arístides Rojas, anticuario del Nuevo Mundo, 1944). En 1947 publicó uno de los libros más bellos que se han hecho sobre Caracas: La ciudad de los techos rojos. En 1948 se incorporó a la Academia Nacional, en el sillón “N». Su trabajo como Cronista de Caracas fue incesante y ejemplar.
Hacia el final de su vida se reunió con su esposa, de quien se había separado muchos años antes para vivir, solitario y un tanto taciturno, en un apartamento en La Candelaria, en el que tenía libros en todos los espacios disponibles. Al mudarse al este de Caracas, uno de los mejores arquitectos de su tiempo le hizo una bella biblioteca de dos pisos, separada de la casa. Lamentablemente su biblioteca no se conservó. Murió el 1º de octubre de 1964 en Caracas.
Su tercera novela, Cubagua, debería haber revolucionado la novelística venezolana e hispanoamericana, pero no tuvo el más mínimo reconocimiento. La novela narra la peripecia del doctor Ramón Leiziaga, “graduado en Harvard, al servicio del Ministerio de Fomento”, que descubre algo así como los dobles de personajes contemporáneos, ubicados en el pasado remoto de Cubagua. Esa duplicidad no se limita a los nombres, sino que parecería que son las mismas personas ubicadas en dos momentos separados por el tiempo pero, a la vez, unidos por el tiempo. Es un hábil truco emparentado con el nominalismo en un juego especular: cada uno de ellos tiene el nombre del otro, pero le debe faltar en parte la realidad del otro. En la novela se funden y se confunden los planos temporales. La búsqueda y explotación de las perlas de ayer es la búsqueda y explotación del petróleo de hoy. De la antigüedad se presenta el Conde de Lampugnano, un aventurero inescrupuloso que logró para sí una concesión del Emperador para explotar las perlas de Cubagua con una máquina maravillosa, y que, luego de caer en desgracia, accedió a envenenar al conquistador Diego de Ordaz como precio de su propia libertad. También es personaje el negrero Pedro Cálice, que existió en realidad, aunque no actuó nunca en Cubagua. En la novela es, a la vez, un enfermo de lepra en pleno siglo XX y un traficante de esclavos en el siglo XVI. Está asimismo la moderna y encantadora Nina Cálice, que se desdobla en diosa pagana. Y, sobre todo, está el misterioso fraile, Fray Dionisio, que parece viajar en el tiempo, y que poéticamente es un fraile que leía en su breviario alumbrándose con un cocuyo, amaba a los indios y viajaba por las regiones ignotas “enseñando el Evangelio”. La novela es justamente eso, un viaje maravilloso en el tiempo, un juego de planos que se mezclan y se confunden, se hacen mitos y construyen un espacio de tiempos mezclados por la mano alquimista de Enrique Bernardo Núñez.
Ese manejo del tiempo y el espacio será lo que tiempo después logrará el milagro de que la narrativa latinoamericana se haga famosa en el mundo. Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri, estuvieron entre los primeros lectores de Cubagua, y entre los primeros que se dieron cuenta de que ese era el camino. Luego vendría la otra generación, la de Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso, que usarían en plenitud los recursos que Núñez aportó casi sin darse cuenta y, sobre todo, sin beneficiarse para nada. Había abierto un camino, había transitado por él y había permitido que por él transitaran los que sí obtuvieron con él grandes ganancias. Y nadie tuvo siquiera la cortesía de agradecérselo. Siete años después de Cubagua, Núñez nodio a conocer su cuarta novena, La galera de Tiberio, que Domingo Miliani califica como la más importante novela de toda su producción y una obra maestra de la literatura hispanoamericana. Digo no dio a conocer porque por decisión del autor, toda la edición fue destruida, lanzada a las aguas del río Hudson, y apenas se salvaron unos pocos ejemplares, entre ellos uno que quedó en manos de su esposa, y que fue el que usó Miliani para editar de nuevo en Cuba el libro, a pesar de la voluntad de Núñez, que había suprimido varios pasajes que consideró ofensivos a una o dos personas de su entorno. La segunda edición, recortada, que fue la que circuló, tampoco alcanzó el más mínimo éxito. La había escrito inmediatamente después de Cubagua. La empezó en Panamá, en sus tiempos libres en la misión diplomática, y la terminó en Barcelona, en el Oriente venezolano. Para hacerla utilizó técnicas estrictamente cinematográficas, usó el tiempo de manera arbitraria, aplicó fórmulas del surrealismo, en fin, se adelantó como nadie a su tiempo. La novela es un collage, como afirma Miliani, que contiene fragmentos de obras de Andreiev, Paul Morand, etcétera, que se manejan como visiones y lecturas de un intelectual revolucionario, Xavier Silvela. Varios ejes son expuestos en forma magistral para combinar historias del tiempo del emperador Tiberio con otras del tiempo de Núñez, que hace ver que los presidentes norteamericanos actúan como verdaderos emperadores romanos. Hay personajes del mundo diplomático (que Núñez vivía en su realidad), del de los exiliados venezolanos (que le hubiera gustado vivir), así como del ambiente rebelde de los estudiantes de la Generación del 28, que tampoco pudo ser suyo. Mezcla tiempos de una manera ejemplar: así, una galera de los tiempos de Tiberio César atraviesa el Canal de Panamá y convive con buques de guerra yanquis usados para abusar de los latinoamericanos. Alice Ayres, Darío Alfonzo, y otros personajes contemporáneos tienen elementos que pueden ser calificados de mágicos. La ironía hiriente está presente, y es en parte lo que motivó a Núñez a mutilar el texto original, para evitar resentimientos de personas que podían verse retratados en figuras nada felices. Ficción y realidad se combinan, se entremezclan, tal como se hará muchos años después para conquistar un gran mercado al que Enrique Bernardo Núñez no tuvo ni siquiera oportunidad de vislumbrar de lejos, como una posibilidad, como una tierra prometida. Una tierra que merecía y le fue negada.
Fuente: www.literanova.net